Nos quieren hacer creer que el sacrificio y el sufrimiento impuestos a la población son necesarios para que surjan nuevas formas sociales y alcancemos la prosperidad. Sin trabajo solidario no construiremos una comunidad nacional donde la vida digna esté al alcance del conjunto.
Hay una diferencia muy importante entre el esfuerzo y el sacrificio. El sacrificio es uno de los ingredientes del sustrato motivacional que invoca y determina la actual política neoliberal en la Argentina del ajuste y la concentración (de riqueza y de poder, que van juntos).
Desde hace mucho tiempo se machacan ciertas presuntas verdades que han terminado formando un núcleo duro de prejuicios (convicciones anteriores no sometidas al escrutinio racional) en una amplísima franja de la población argentina que comparte características de cierto nivel educativo. En sectores más humildes son otros los prejuicios existentes aunque algunos de estos, de matriz neoliberal, permean también en esos niveles.
Uno de esos prejuicios es que “los argentinos pretendemos vivir por encima de nuestras posibilidades”, o sea que gastamos lo que en realidad no tenemos o al menos intentamos hacerlo, dando respaldo a políticas del gasto público que desembocan directamente en inflación desenfrenada. Uno está de inmediato tentado de decir “visión de almacenero”, pero inmediatamente se arrepiente porque quien administra un almacén se caracteriza por combinar variables complejas como precios, stocks, crédito, clientela y varias más. Resumiendo: simplificaciones muy burdas.
Dejemos de lado la generalización “los argentinos”, porque quienes comparten ese ideologema en modo alguno suman un conjunto mayoritario sino que constituyen apenas una parcialidad que, por su posicionamiento en la pirámide social, gravitan en las ideas de otros segmentos con un peso que suelen registrar las mejores encuestas sobre convicciones y certezas que predominan en la opinión pública, asomando con mayor o menor intensidad según la profundidad de la consulta.
Es curioso y digno de estudio que entre quienes comparten los postulados que habitualmente expone el presidente Javier Milei (no a quienes lo votan, que constituyen un segmento distinto y superpuesto) encontramos a grupos que tienen un nivel de instrucción superior a la media del conjunto de la sociedad. Los “convencidos” suelen no ser los más perjudicados en materia educativa, lo que resulta una paradoja a resolver.
Este es un fenómeno mundial de pérdida de identidad política que anticipadamente describió Thomas Piketty (en Capital e Ideología) como la convergencia oportunista de las élites educadas tanto desde la derecha hasta la izquierda (señalando el pensador francés que estas últimas se “brahamanizaron” describiendo que perdían potencia transformadora a medida que ampliaban su educación). Por otro lado, Pablo Stefanoni señaló anticipadamente como la derecha se apropió del emblema de rebelión conceptual y evaluó su impacto en estas playas, mostrando el giro autoritario de Patricia Bullrich y la atracción que ello generaba en sectores no precisamente marginales.
De hecho la deuda pública –fenómeno de amplísima incidencia mundial– tiene como fundamento o pretexto, según el caso, esa aspiración de mejora que es común al conjunto del género humano, o sea vivir mejor en términos de acceso a los bienes tanto materiales como culturales. Esto viene a cuento de aquello de “gastar por encima de las posibilidades”.
En el caso argentino podemos perfectamente formular la hipótesis de que no hemos mejorado pero sí, como resultado de gestiones sucesivas de mala praxis, estamos muy fuertemente endeudados.
Otros núcleos odiosos
La idea simple –y por lo tanto falsa– de que gastamos lo que no tenemos (ese tipo de simplificaciones contienen siempre más de un átomo de verdad, pero en su formulación ideológica terminan siendo expresión de engaño combinado con creencias arraigadas y muchas veces inconfesables) se articulan con varias sentencias complementarias.
Por ejemplo: que a los “argentos” (calificación autodenigratoria) no les gusta trabajar y prefieren vivir del aire y de subsidios antes que esforzarse y progresar. Tal afirmación no tiene verificación alguna en las conductas sociales reales. Lo que se reclama es justamente lo contrario: oportunidades laborales que muy difícilmente aparecen para quienes no tienen muchas aptitudes profesionales para desempeños “exitosos”, debido justamente a su debilitada posición social y bajo nivel educativo.
Así, partiendo de estos prejuicios, que se resumen en la estúpida afirmación de que “en la Argentina es pobre el que quiere” dado que –dicen– sobran oportunidades para prosperar, se llega a la conclusión de que no hay que aumentar sino disminuir las ayudas sociales.
Una vez definido el problema de un modo tan rústico como erróneo, viene la propuesta para resolverlo: es necesario someter a la población a un gran sacrificio para que de allí aparezca un nuevo país de habitantes laboriosos y honestos que cumplan las reglas que los mantengan en su sitio y preserven su desempeño disciplinado.
Es imposible no advertir la raíz de tipo religioso que alimenta esta ideología sacrificial.
Recordemos que la academia de la lengua española define al sacrificio en su primera acepción como: “Ofrenda a una deidad en señal de homenaje o expiación”. En el Antiguo Testamento (y asumimos que el Nuevo no borra al viejo) este último sesgo, la expiación, se impone sobre el homenaje que se ritualizaba con animales, que una vez muertos y asados eran luego consumidos como alimento. El sacrificio ante aquel Dios único y tan cruel de los orígenes cobra una mayor exigencia cuando reclama la vida de un hijo (Isaac) como ofrenda, aunque ante la sumisión del patriarca Abraham la voluntad divina salva al único vástago. En las tres religiones llamadas “del Libro” tanto en la tradición judía como en la islámica y la católica, con diferentes modalidades, se preservó el concepto de sacrificio como agradable a Dios aun a pesar del sufrimiento que implica.
En nuestros tiempos, sin que este trasfondo cultural aparezca aun cuando siempre esté presente y no pueda borrarse, (sólo soterrarse), la idea sacrificial se vuelve ideología, es decir, una justificación de conductas políticas de acuerdo a una determinada relación de fuerzas.
Así llegamos a la brutalidad de las políticas que no tienen reparo en llevar sufrimiento a los pueblos en nombre de una redención prometida que pasa por el sacrificio.
En nuestro caso, bastante ramplón, el enunciado sería que como no nos gusta trabajar y estamos acostumbrados a vivir por encima de nuestras reales posibilidades lo que corresponde es que nos ajustemos el cinturón y pasemos por un severo purgatorio para que, en caso de sobrevivir, nos comportemos como corresponde, es decir, como Dios quiere. (Obviamente, la interpretación de lo que la deidad quiere corre por cuenta de quien maneja el látigo).
No en vano se invocan “las fuerzas de cielo”. Muy pocas cosas son verdaderas casualidades en este mundo. A lo largo de la historia abundan los ejemplos del uso de la redención religiosa como política de encuadramiento social. Napoleón Bonaparte no fue el primero en entender esto, pero sí quien le dio estatuto de gestión institucional.
Un aparte para un derivado
Completemos esta breve nota con un agregado de uso frecuente en estos contextos ideológicos: la meritocracia, a la que no hay que confundir con el mérito, al que deberíamos reservar para quienes piensan y trabajan por el bien común.
Con frecuente impudicia se escucha en boca de políticos que se dicen liberales que quieren establecer en el país una verdadera meritocracia cuando se comportan como partes de una oligarquía. Entiéndase por ello que, en caso de establecerse, cada uno ocupará las funciones que correspondan a sus merecimientos, los cuales siempre permanecen en una cierta nebulosa pero que se asocia al esfuerzo y, primordialmente, al éxito. Pues bien, sos cosas muy distintas entre sí.
Mérito tienen todos los que con su esfuerzo e inteligencia se empeñan en trabajar, construir una familia y son solidarios con sus compatriotas. Cuando esa virtud se transforma en ideología pasa a constituirse en un formato de conducta que en general privilegia la ventaja y el éxito entendido como obtención de riqueza y poder. Es una actitud infectada de individualismo y es lo último que puede inspirarnos para construir un país solidario.
La meritocracia formulada como sistema es elitista por definición porque no se trata de una visión que persiga la equidad y el mutuo respeto sino establecer un orden jerárquico que sólo reconozca triunfadores y perdedores. Otra vez aparece aquí la invocación a los “argentinos de bien”, una fórmula divisionista como hace tiempo no se veía en nuestra Argentina plebeya.
Por último, la invocación al sacrificio que jamás se aplica a los sectores acomodados es un mecanismo de persuasión dirigido ante todo sobre quienes lo padecen con la mayor desaprensión y crueldad. Allí están los desocupados, los jubilados, los que se ven obligados a trabajar en la informalidad y en labores esporádicas con bajísimas compensaciones y de un modo general a todos los desheredados del país, tanto en el campo como en las periferias de las grandes ciudades.
Al perder la concepción vital de comunidad, empiezan a aparecer las más absurdas ideas tribales que aíslan y al mismo tiempo congelan las actuales e inadmisibles formas de fragmentación social.
Contra tales reduccionismos vale la pena librar la remanida “batalla cultural” que no consiste en gritar más fuerte o insultar con desparpajo sino en decantar los conceptos que nos haga construir y convivir con la mayor solidaridad entre compatriotas.
Muy bien!