La pasión por los disfraces

La vuelta de Donald Trump al poder exige un abordaje analítico desprovisto de anteojeras ideológicas, para elaborar una política nacional equidistante del seguidismo perdidoso y de la mera confrontación retórica.

Durante la campaña electoral de 1989 el candidato Carlos Menem, tenaz lector de las obras completas del ágrafo Sócrates y de las novelas inexistentes de Borges, dijo que se postulaba para impulsar el salariazo y la revolución productiva. También formuló una promesa que por sí misma daría cuenta de cierta refinada (aunque confusa) sensibilidad: “Voy a gobernar para los niños pobres que tienen hambre y los niños ricos que tienen tristeza.”

Como es sabido, con esa creatividad rayana con el surrealismo, El Turco ganaría las elecciones de 1989, las que fueran adelantadas al 14 de mayo para calmar los ánimos en el marco de una crisis económica profunda y un proceso hiperinflacionario pródigo en saqueos a tiendas y supermercados, y en renovados (y publicitados) temores por la inquietud militar, como en tiempos de los carapintadas. Aquellos comicios anticipados fueron además el corolario de los planes Austral y Primavera, ambos debidamente ortodoxos y por lo tanto sin posibilidad alguna de ser coronados por el éxito.

Contado el último voto y una vez aclarado que el ganador en las urnas era el que encabezaba la boleta del Partido Justicialista (herramienta electoral del Movimiento Nacional, en esa ocasión bajo la forma de un frente), y por si algo faltara para enturbiar la coyuntura, el Presidente Raúl Alfonsín y su vice, a esa altura de los hechos carentes de caudal político, acordarían resignar sus cargos y renunciar ante la Asamblea Legislativa el 8 de julio, cinco meses antes de concluir sus mandatos. La Asamblea Legislativa, debido a la situación, inmediatamente tomaría juramento a sus reemplazantes Carlos Saúl Menem y Eduardo Duhalde.

En ese momento hubo quienes acariciaron con los dedos del espíritu la vuelta de los días más felices (que fueron, son y serán, como todavía dicen algunas pintadas callejeras, peronistas), pero a poco de andar El Turco pegaría un giro de 180 grados, adoptaría el recetario del consenso de Washington y surfearía la ola neoliberal que se adueñaba del mundo. Pese a sus antecedentes claramente peronistas, pondría entre paréntesis la formulación e impulso de políticas públicas necesarias para reconstruir un Estado de Bienestar promotor de la justicia social y el pleno empleo, y emergente y responsable de la expansión del mercado interno y la producción nacional.

Ahora bien, en 2004 Néstor Kirchner aceptó la renuncia del secretario de Cultura Torcuato Di Tella, y lo reemplazó con el sociólogo José Pepe Nun, quien en varias investigaciones había planteado que la permanencia de Menem en la Casa Rosada ilustraría una suerte de “posmodernismo periférico”, un fenómeno político con buena articulación con los medios masivos de comunicación que mantuvo en alto (y formalmente) algunas banderas peronistas tradicionales, mientras completaba el retroceso en materia de redistribución progresiva del ingreso y la defensa de la justicia social. Otros estudiosos también plantearon que El Turco animó un gobierno que merecería ser considerado “neopopulista”, dadas ciertas similitudes de gestión con el peronismo histórico, pero siempre conviviendo con la perseverante implementación de intensas reformas pro-mercado.

Para dejar constancia de la perplejidad y la confusión que pueden provocar ciertas cuestiones, antes de abandonar al Pepe Nun conviene reproducir unas palabras suyas que habrán de ser útiles al momento de buscar elementos teóricos que arrojen luz a la práctica del Movimiento Nacional.

Advirtió Nun: “Dijo alguna vez Gordon Allport que los científicos sociales nunca resuelven los problemas que se plantean, simplemente terminan por aburrirse de ellos (citado por Bauman, Intimations of Postmodernity, 1992). A ello cabría agregar que, precisamente por eso, es casi inevitable que los mismos problemas regresen después de un tiempo, a veces precedidos por la partícula neo. Algo de esto ha sucedido con la cuestión del populismo, que generó tantos análisis y debates en las primeras décadas de la segunda posguerra y que, salvo algunas excepciones importantes, fue perdiendo después buena parte de su appealacadémico. A esa altura había quienes englobaban en esa categoría fenómenos políticos tan variados como el fascismo, el nacional-socialismo, el stalinismo, el maoísmo, el peronismo y el castrismo –para no mencionar los movimientos que protagonizaron en el siglo XIX los narodniki en Rusia y el People´s Party en Estados Unidos o, más cercanamente, el Social Credit Party en Canadá o, por último, Solidaridad en Polonia–, frente a lo cual otros autores decidieron que un concepto de tales dimensiones y con predicados tan heterogéneos servía para poco y era mejor abandonarlo.”

Estos criterios ratifican las mencionadas limitaciones y dificultades teóricas, pero también habilitan el ensayo para dilucidar por qué Javier Milei dice que el mejor presidente fue Menem, pese a su doble condición de posmoderno periférico (y tardío, por qué no) y populista inveterado. Quienquiera que compare sus imágenes verá que el riojano se disfrazó de caudillo federal, de Facundo Quiroga, con melena y densas patillas, como si animara una tradición que corría peligro y requería que se la protegiera. Milei por su parte se disfrazó de rockstar con maquillajes que sugieren algún personaje de anime, también con melena y las patillas al estilo riojano.

Menem hizo gala de una frondosa imaginación que para muchos, en rigor, patentizaba su inclinación sistémica hacia la mentira, como cuando aseguró que la Argentina licitaría “un sistema de vuelos espaciales mediante el cual desde una plataforma, que quizá se instale en Córdoba, esas naves van a salir de la atmósfera, se van a remontar a la estratósfera, y desde ahí elegirán el lugar donde quieran ir, de tal forma que en una hora y media podremos estar en Japón, Corea o en cualquier parte del mundo”. Y dada la sorpresa de quienes lo rodeaban, agregó: “Por supuesto, más adelante se podría llegar a otro planeta, si se detecta vida.”

Menem incursionó con auténtica alegría en el mundillo del deporte y de la farándula, con suerte diversa. Por su parte Milei incursionó en el laberinto que componen los corredores de los canales de televisión, en la puja por participar como panelista en programas “serios”, y probó suerte con algunas experiencias faranduleras, muy pocas. Era usual que Menem consultara a brujas y adivinas, así como son habituales los trascendidos respecto de las consultas de tarot que hace el presidente y de la especial relación con sus perros, incluyendo al fallecido Conan.

Donald Trump se instaló en el Despacho del Salón Oval y comenzaron los vuelos repletos de deportados. Entonces los mandatarios como Javier Milei necesitan con urgencia figurar en la nómina de prioridades y ser atendidos para dar satisfacción a sus necesidades más apremiantes. Sirvan de ejemplo las conversaciones de Caputo con el Fondo Monetario Internacional, desbordantes de cordialidad pero sin “efectividades conducentes”, o la sucesión de sentencias adversas que favorecen a los fondos buitres, que ya también vuelan alrededor de los lingotes de oro depositados en el exterior y sobre cualquier otro bien embargable que posea la Argentina.

Apenas asumido el cargo, Trump debió escuchar el sermón de la obispa Mariann Edgar Budde en la Catedral Nacional de Washington. La imagen fue por demás elocuente: la obispa le pidió misericordia hacia los migrantes y las personas LGBTQ+ mientras el presidente estadounidense, visiblemente incómodo, se revolvía en su asiento. Hasta que al final recibió el salvataje de su esposa Melanie, quien le dedicó el esbozo, o quizá la insinuación, de una sonrisa gélida. La reacción del presidente norteamericano en las redes sociales fue categórica y dijo que la obispa es “una odiadora de extrema izquierda”, y no faltó un legislador republicano que opinara la conveniencia de incluirla entre las personas a deportar.

No es un panorama alentador, y así las cosas el Presidente Milei viajó a Suiza para participar en Davos del Foro Económico Mundial. Habrá que recordar que su admirado Carlos Saúl Menem estuvo allí dos veces: la primera en 1991, cuando viajó acompañado por su hija Zulema y un grupo de funcionarios para interesar a los inversores, habida cuenta de la apertura del país al capital extranjero y la privatización de empresas estatales, medidas que buscaban estimular el crecimiento económico. En esa oportunidad llevó también las valijas llenas de interés por los deportes, como siempre, y una bolsa de palos de golf para jugar en Suiza. La segunda vez fue en 1997, cuando volvió a ocupar el escenario y se limitó a destacar sus logros económicos, incluyendo la estabilidad macro y la modernización de la infraestructura. Respecto de la evolución de los niños pobres con hambre y de los niños ricos con tristeza no dijo una palabra.

Ahora Milei aspira a un sitio privilegiado en la ofensiva de la ultraderecha global, pero de nuevo en Davos no podía repetir la sanata del año pasado, basada en la Escuela Austríaca y el anarcocapitalismo que propuso Murray Rothbar a mediados del siglo XX, sin quedar en falsa escuadra. Las circunstancias habían cambiado y Trump retomó, por ejemplo, el proteccionismo (arancel del 10% sobre casi todos los bienes importados y del 60% en importaciones chinas) y lo fundamentó: habrá que reformar el sistema de comercio para proteger a los trabajadores y familias estadounidenses, lo que significa, dijo, que en lugar de “gravar a nuestros ciudadanos para enriquecer a otros países, gravaremos a los países extranjeros para enriquecer a nuestros ciudadanos”. También Trump decidió mantener los subsidios para la salud y algunos medicamentos, para la agricultura y las infraestructuras, todas políticas que están en las antípodas de las impuestas por Milei y su equipo para desalentar una comunidad argentina posible y mejor. Pero así las cosas, entonces, repetir los conceptos vertidos hace un año podrían sonar como un conato de disconformidad crítica no tanto con el mundo entero, lo cual no sería tan importante, sino con los EE.UU.

Afortunadamente para Milei hubo en el discurso de asunción de Trump algunas alusiones a temas propios de la así llamada “batalla cultural”, y con eso pudo cumplir en Davos con la euforia provocadora acostumbrada, y lograr una flagrante notoriedad despotricando contra la cultura woke, quizá la causa de todos los males de Occidente sin rozar siquiera temas económicos. Y en ese sentido tiene razón Milei: muchas de las cuestiones encaradas por Menem (reiteradamente su confeso motivo de inspiración) fueron ampliamente superadas en lo que va de su desempeño en la Casa Rosada. Todos los estudiosos aseguran que ambos, El Turco y Milei, se destacaron por sus torpezas intelectuales y comportamientos extravagantes, y por un buen manejo de las comunicaciones. Pero entre Menem y Milei pasaron más de treinta años, pasaron el crecimiento y la expansión del uso de las Tecnologías de la Información y la Comunicación y -Steve Bannon mediante- del impacto en la vida de las instituciones democráticas. Así que visto retrospectivamente, estos dos exponentes del conservadurismo local tal vez hayan coincidido en numerosas líneas políticas de fondo, pero también, y de manera comprometida y militante, en el cultivo de la pasión por los disfraces.

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