La política, al compás del tipo de cambio

La intervención en el mercado cambiario con asistencia estadounidense es modesta. Se orienta más a permitir que las instituciones financieras retiren su capital de la bicicleta financiera argentina sin pérdidas que a producir una modificación a la baja del tipo de cambio. Los indicadores macro-económicos ilustran un panorama poco alentador.

El martes 21 de octubre el tipo de cambio mayorista cerró en 1.490 pesos por dólar, y motivó la intervención del Banco Central en el mercado con una venta de 45,5 millones de dólares.

Se trataría del segundo episodio de intervención directa dentro del esquema de bandas, luego de la semana posterior a las elecciones de septiembre en la Provincia de Buenos Aires. El tipo de cambio mantuvo una disparada. Del 17 de septiembre al 19, el BCRA vendió 1.110 millones de dólares. El tipo de cambio bajó del techo, pero nunca dejó de gravitar en torno a los 1.400 pesos.

Y aun ese modesto resultado no fue espontáneo. Aunque no haya habido ventas directas por parte del BCRA, sí las mantuvo el tesoro nacional. También asistieron los norteamericanos, cosa que Scott Bessent se encarga de dejar en claro con sus manifestaciones de apoyo al Gobierno de Javier Milei en X.

De hecho, a raíz de ese aumento Bessent coordinó ventas de dólares en el mercado local con JP Morgan y Citibank. Concretamente, fueron 500 millones el miércoles. El tipo de cambio mayorista cerró a 1.488 pesos. Con semejante volumen de ventas, solamente lo contuvieron.

Por los hechos, pareciera ser que la intervención es modesta, y se orienta más a permitir que las instituciones financieras retiren su capital de la bicicleta financiera argentina sin pérdidas que a producir una modificación a la baja del tipo de cambio, puesto que lo último no sucede.

La intervención de bancos privados da lugar a la idea de que ya no se trata de una operación discrecional de rescate, sino de un control de daños mesurado por parte de los interesados. Se podrá discernir el alcance de la participación americana con mayor precisión cuando se conozcan los detalles posteriores al encuentro entre Jaime Dimon, CEO de JP Morgan, y Luis Caputo.

Lo que es evidente, independientemente de cómo el Gobierno argentino atraviese sus consecuencias, es que el esquema de bandas es un fracaso. O más precisamente, la pretensión de fijar un techo para el tipo de cambio mayorista en 1.492,05 pesos por dólar. El piso de la banda, de 937 pesos, dista de la realidad en magnitudes cómicas.

Por lo tanto, cuando Caputo insiste en que el esquema no se modificará, en realidad está reafirmando que el Gobierno puede mantener el tipo de cambio fijo en sus niveles actuales. La flotación entre el piso y el techo es algo que, en la práctica, nunca se produjo. Desde que debutaron las bandas en abril hasta la actualidad el tipo de cambio siguió un ascenso progresivo hasta llegar al valor más alto.

Una perspectiva plausible es que, de ahora en más, el Gobierno argentino acuerde con los bancos americanos cuáles los pasos previos para la venta de reservas por parte del BCRA, lo que preanuncia una devaluación. En lo que hace a la política económica, y la sostenibilidad general del oficialismo, implica un desmoronamiento, porque ahondará el retroceso de los ingresos y de la actividad económica, con el consecuente malestar infligido en la población.

Y no luce fácil que una fuerza política neófita que capitalizó el descontento con una declinación económica incubada por las dos administraciones precedentes pueda sobrevivir a lo que, desde el punto de vista social y político, es una catástrofe.

Mientras tanto, los indicadores macro-económicos ilustran un panorama poco alentador.

El índice de precios mayoristas (IPIM), más enfocado en los costos de los insumos de producción que en los bienes finales que releva el índice de precios al consumidor (IPC), tuvo una variación del 3,7 por ciento entre agosto y septiembre.

Es el cuarto mes consecutivo en el que el IPIM aumenta, y el tercero en el que lo hace por encima del IPC, que en septiembre tuvo un incremento del 2,1. Eso pone en evidencia que existe una presión contenida sobre los precios, por la debilidad de la demanda, que pone a las empresas en un difícil equilibrio para absorber pérdidas. O espantan a una población resignada por la mengua en sus ingresos y venden menos, o venden a pérdida sin compensar el déficit de cantidades necesario para cubrir el volumen de costos en alguna medida que resulte operacional. A la larga, eso termina con una contracción de la producción.

Por otra parte, se dio a conocer el Estimador Mensual de Actividad Económica hasta agosto, que arrojó un crecimiento del 2,4 por ciento con respecto al mismo mes del año anterior (interanual). Hasta junio crecía al 6,2 por ciento. El crecimiento acumulado en el año había llegado al 6,1. Pero en julio, la tasa de crecimiento interanual cayó al 3,1, y la acumulada al 5,6. En agosto se redujo al 5,2.

El crecimiento “alto” hasta junio se debió principalmente a que el nivel de actividad del año anterior fue muy bajo, por las consecuencias de la devaluación y el ajuste ejecutados desde diciembre de 2023. Aún con la recuperación, el nivel de actividad, comparado con 2022, permanecía alicaído. Con la disparada del tipo de cambio, el recalentamiento de los precios, y la probable insistencia del Gobierno para sostener la declinación de los ingresos, volvería a decaer.

Estos hechos determinan el compás de la situación política posterior a la elección del 26 de octubre. Se podrá simular una respuesta con los cambios en el Gabinete y la alusión a “reformas de segunda generación”. Pero en realidad afrontar una devaluación con la actividad económica mermada es un evento que erosiona el poder y la legitimidad. Y un viraje no parece un desenlace realista.

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