La muerte del dramaturgo Tito Cossa trajo el recuerdo de sus grandes obras. Una de ellas, “Gris de ausencia”, se destacó dentro de la mayor iniciativa cultural contra la dictadura, en 1981: Teatro Abierto. Guillermo Ariza era en ese momento editor de “Clarín. Cultura y Nación” y aquí cuenta la génesis y los protagonistas de aquella movida que sacudió al régimen.
Corría 1981 y la dictadura militar tenía cada vez más dificultades para preservar su dominio sobre el conjunto de la comunidad argentina.
Acciones políticas y sociales afloraban en diversos lugares del país desafiando a un poder de facto cuya legitimidad era nula, pero que había contado en sus inicios (1976) con el respaldo de sectores partidarios de la aniquilación física de combatientes armados que pretendían tomar el poder por esa vía. Es decir que la represión ilegal gozó de un respaldo inocultable.
Ese consentimiento se fue entibiando y en ese año era evidente la declinación del apoyo que aquellos sectores habían concedido, para nuestra vergüenza nacional, a las acciones que configuraron el terrorismo de Estado.
Basten estas pinceladas para situar la época donde se desarrolla nuestra pequeña historia, con una advertencia previa: la capacidad de daño de la cúpula militar no estaba agotada ni mucho menos.
Téngase en cuenta que al año siguiente se llevaría a cabo la invasión a Malvinas que concluiría, tras el generoso sacrificio de nuestros soldados, en la consolidación de la presencia militar ajena en el Atlántico Sur. (Tampoco abriremos un análisis y debate sobre las motivaciones y procedimientos empleados para inducir a los jerarcas de entonces a emprender esa aventura cuyo resultado no podía ser otro que el registrado, profundizando la segregación territorial argentina).
Un círculo de amigos
Intelectuales de muy diversas extracciones habían constituido en los setenta un grupo de afinidades personales y se reunían con regularidad en casas de familia, con bastante frecuencia en casa del matrimonio Radaelli (psicoanalista ella, poeta él) o de la propia Magdalena Ruiz Guiñazú. Se trataba de destacadas personalidades en diversas disciplinas y actividades, entre ellos escritores, publicistas, periodistas, dramaturgos.
Nombremos a quienes nos auxilia la memoria, seguramente con omisiones imperdonables: Carlos Gorostiza, Amalia y Sigfrido Radaelli, María Granata y Ramón Prieto, Oscar Hermes Villordo, Marco Denevi y la ya mencionada Ruiz Guiñazú.
En el anecdotario que pasa de boca en boca, como prueba de que los lazos de amistad primaban por sobre las ideologías de cada uno, se registra la unanimidad en contra del elogio que Magdalena realizó en una oportunidad de José Alfredo Martínez de Hoz, lo que no hizo mella alguna a la continuidad y regularidad con que el grupo continuó reuniéndose durante toda esa década. La amistad, esa gran virtud de la cultura argentina, ponía a salvo de rupturas los lazos entre estas personas sin duda superiores.
En algún momento a mediados de 1981, Ramón Prieto le dijo a quien esto escribe que Tito Cossa y Gorostiza irían al suplemento Clarín Cultura y Nación con una propuesta que era “muy valiosa y valía la pena impulsar”, sin agregar detalles.
Así ocurrió y la propuesta era nada menos que solicitarle a Clarín el apoyo y auspicio de un festival de teatro que se montaría en varias salas de la Capital en simultáneo con obras de diversos autores y sin ninguna interferencia o censura. Fue conocido como Teatro Abierto y es citado como un hito histórico de índole artístico pero enorme efecto político.
Un evento cultural en apariencia anodino, pero que en la práctica significaba el final de los procedimientos represivos sobre la actividad cultural e intelectual que habían caracterizado la presión de la dictadura sobre los medios periodísticos y numerosas actividades artísticas que dejaron de realizarse o se refugiaron en encuentros clandestinos.
La conducción periodística y empresaria del diario advirtió (no sin su deliberación cautelosa) que la propuesta era factible de realizar y que la relación de fuerzas para ese entonces les impedía a los dictadores tomar medidas draconianas que lo prohibieran.
Y así se hizo. Fue un anticipo de que el fin del gobierno de facto se avecinaba y si bien aún no era su culminación (faltaba recorrer luchas sociales intensas y la ya mencionada aventura malvinense) la sociedad civil ya no estaría en la pasiva posición de quien deja hacer o hasta brinda su apoyo, tácito o explícito, a la represión asesina que secuestró, mató, torturó y se apropió de niños.
Cerremos esta anécdota, apenas perceptible en lo que fue una gran manifestación popular que reclamaba por la libertad de expresión como fundamento de un orden constitucional que garantizara una convivencia fructífera con la evocación de otro nombre clave en aquellas jornadas: Osvaldo Dragún, quien combinaba una insobornable conciencia por la justicia social con su notable creatividad como autor y director teatral.