Los 150 años de Mar del Plata ofrecen muchas razones para una celebración entrañable. Y también para la reflexión, en este caso a cargo de quien fue intendente entre 2007 y 2015.
Mar del Plata acaba de cumplir 150 años pero hay muchas Mar del Plata. Por eso cuando la nombramos siempre está presente la paradoja. La fuerza afectiva que la une a sus vecinos y a todos los argentinos, su dimensión simbólica, expresa mucho. Pero no lo dice todo. Incluso, a veces, su belleza natural, “la muy galana costa” que describió Juan de Garay, conspira contra la importancia de otras dimensiones de una de las ciudades más productivas de la Argentina. No sólo sigue siendo el principal puerto pesquero del país o su capital turística. Los productos y servicios de Mar del Plata están presentes en los cinco continentes. Desde los alimentos o el software hasta la metalmecánica. Desde los insumos de farmacia hasta sus diseños textiles o sus industrias culturales. Con sus cinco universidades y sus centros de formación técnica y artística, Mar del Plata forja a diario capacidades en su población que la dotan de múltiples aptitudes para el trabajo, la ciencia, la producción y la creación artística. Sin embargo, también sufre las desigualdades y experimenta una sensibilidad crítica ante los vaivenes e inestabilidades de la economía nacional.
Mar del Plata siempre empuja. Pero le va verdaderamente bien cuando le va bien a la Argentina. Hija joven del país (frente a hermanas mayores que anteceden en su existencia al propio Estado nacional) la ciudad tuvo una de sus transformaciones más rutilantes con el advenimiento del turismo social. Hay un razonamiento contrafáctico pero quizás ilustrativo: resulta imposible imaginar la Mar del Plata que conocemos sin el apogeo de la legislación social que permitió las vacaciones para los trabajadores e instituyó como un derecho el ocio recreativo y dio lugar a la infraestructura para el descanso de las clases trabajadoras.
La hotelería del Estado en Chapadmalal o la de los gremios en cualquier punto de la ciudad son evidencias incontrastables. Sin perjuicio de que todo el complejo turístico de la ciudad es resultante del acceso masivo a los derechos sociales y de la capacidad de gasto de los argentinos. De la misma manera, resultaría imposible imaginar el triunfo de muchas de las marcas marplatenses emblemáticas sin salarios que hubieran hecho posible su consumo popular.
Sonríe Mar del Plata cuando se expande la industria en la Argentina, cuando hay crédito para las pymes y crece la capacidad de compra de todos los sectores con ingresos fijos. Llora, y socialmente también desmaya, cuando llegan los dinosaurios del «todo por dos» y el viaje regalado a Miami. Cuando a las industrias locales, como a las textiles, las asfixia la importación de productos chinos o cuando el globalismo trasnochado privilegia los enlatados por sobre la producción nacional de software, Mar del Plata languidece. Se cae el trabajo y la ciudad sufre la depresión del fracaso impotente frente a decisiones que solo se pueden explicar por los negocios o la ignorancia de gobiernos que no creen en lo nuestro.
Mar del Plata hace en su parque industrial, por caso, equipamiento petrolero para Vaca Muerta. Pero un día llega un Macri y autoriza que esos mismos bienes de capital se importen usados y sin arancel. Oscila Mar del Plata, como oscila nuestra Argentina, entre el ser y no ser un país para todos. Titubea. Porque vive del trabajo y no de la especulación, pero a veces vota a Macri. Vacila. Porque sus mejores momentos los logra con el mercado interno expansivo pero le guiña un ojo a Milei, que promete destruirlo.
De todas maneras hay demasiados motivos para celebrar. Son 150 años de presencia, entusiasmo y logros. 150 años de convivencia y encuentro. En 1950, de cada dos personas que la habitaban, una había nacido en el extranjero. Principalmente en España o Italia. Hoy es orgullo y alegría ver a los bolivianos y los paraguayos, marplatenses todos, cruzándose en nuestras esquinas con cualquier compatriota de Santiago o de Tucumán que se casó con el hijo o la hija de aquel tano que arrancó de albañil y hoy su apellido es descendencia industrial próspera a pesar de todo.
En un sentido profundo Mar del Plata es la Argentina. La singularidad que la identifica es parte de esa ley general que hace que una comunidad se construya en lo que hace, y se proyecte auténticamente en los sueños inclusivos de las mayorías. Un país para pocos es igual a un infierno de tensiones frustrantes. En cambio, un país que proyecta su identidad y entiende que en la ampliación de su base productiva está la sostenibilidad de sus derechos es un país que puede tutearse con la felicidad. Como Mar del Plata que, con sus 150 años, en el fondo de su alma lo sabe.