Desde el campo nacional se plantea que hay que alcanzar un determinado grado de integración y dinamismo de la estructura productiva en función de los cuales el capital de riesgo cuente con un marco favorable a la acumulación a escala local, multiplicando las opciones productivas y laborales. Es decir, elevando el nivel de vida, consumo y cultura de la población. No hay verdadero progreso sin mejora social y cultural.
El mito y persistencia del equilibrio fiscal como solución excluyente a los problemas crónicos de la economía argentina requiere una indagación conceptual y crítica en torno a visiones y prejuicios fuertemente instalados. Si no se superan, seguiremos chapaleando en el barro de la improvisación y la mala praxis.
Aclaremos de entrada que el equilibrio fiscal no es algo menor y desde luego se trata de un objetivo en general deseable, puesto que el déficit sistemático significa endeudamiento y postergación de inversiones necesarias para mejorar la calidad de vida en la Argentina. Pero hay que ver cómo se logra y, sobre todo, tener en cuenta otras variables claves para analizar las condiciones de aplicación para la mejora o empeoramiento social.
En consecuencia, aun siendo importante, el equilibrio fiscal no es la panacea ni la solución de todos los problemas. Diríase que es una condición necesaria pero no suficiente. Un país puede tener sus cuentas públicas ordenadas y al mismo tiempo estar congelado en una estructura social e institucional desintegrada donde amplios segmentos comunitarios padezcan enormes privaciones inadmisibles para la civilización contemporánea. No es una opción que surge de un ejercicio intelectual: sucede en los hechos y por lo tanto es verificable.
Lo más grave ocurre cuando esta herramienta se convierte en un factor absoluto y excluyente, que es lo que está pasando con la actual gestión de gobierno, con grave daño comunitario porque se hace ampliando el sufrimiento de amplios grupos y sectores sociales.
Agreguemos que, en condiciones recesivas, el propio ajuste –por impiadoso y cruel que sea– tampoco asegura ningún éxito por precario y momentáneo que sea. La prueba es el fracaso de actual equipo gobernante que no puede mostrar éxitos reales que no sean dibujados (como el superávit, dibujado con contabilidad creativa) o de gestión, al necesitar salvatajes muy frecuentes en lo que presume su fortaleza principal que es la estabilización macroeconómica, sea del FMI o del Tesoro norteamericano. Ahora sólo le falta recurrir al club de bancos.
Despejemos también otra supuesta verdad que no está sostenida por la teoría del desarrollo ni por la experiencia histórica. Se trata de la presunción de que, alcanzada la estabilidad, la economía despega y espontáneamente alcanza el dinamismo deseado para asegurar el bienestar social. En comunidades como la Argentina no sucede así.
En los países como el nuestro, cuya estructura productiva no favorece la acumulación de capital a escala nacional, (o sea subdesarrollados), los resultados del trabajo de sus empresas y trabajadores están drenados por el intercambio desigual y el endeudamiento creciente que esa condición genera. Es decir, no se traduce en mejores empleos y salarios generales mientras las empresas enfrentan crecientes dificultades para mantener su rentabilidad.
A comienzos de la década de los sesenta del siglo pasado ésta ya era una cuestión en debate. Los reducidores de cabezas que pretenden hacerse pasar por liberales lo planteaban en términos muy parecidos a los que se utilizan hoy, centrando su objetivo principal y excluyente de la baja del gasto público, cuando éste –lejos de ser una variable independiente– es resultado de un diseño histórico según sea la opción que cada país construye.
En esos años, enfrentando esa visión reduccionista, apareció un artículo de Rogelio Frigerio que implicaba una severa autocrítica en el seno de la alianza que inspiraba al gobierno desarrollista que presidió Arturo Frondizi (1958-62).
Se trataba de “El país de nuevo en la encrucijada, la falacia de la estabilización monetaria sin expansión económica”, Buenos Aires: Argentina en Marcha, 1960. Si bien las circunstancias de entonces no son las mismas que existen hoy, la cuestión de fondo es idéntica y puede resumirse en hay que optar entre un país que amplía su capacidad productiva y laboral o se estanca y retrocede.
Por un lado, los autoproclamados libertarios creen que si el estado gasta poco deja a su arbitrio recursos que el sector privado invertirá mecánica o naturalmente y con ello se dinamizará la economía. Esto no ocurre de modo automático en un país que drena su excedente al exterior, tanto por la composición de su comercio con el resto del mundo como por sus relaciones financieras (deuda).
En estas condiciones, en los agentes individuales prima la actitud de autoprotección contra el riesgo cierto de no recuperar la eventual inversión, fomentándose así el atesoramiento y la fuga de capitales.
Por otro y con mayor rigor analítico, desde el campo nacional se plantea que hay que alcanzar un determinado grado de integración y dinamismo de la estructura productiva en función de los cuales el capital de riesgo cuente con un marco favorable a la acumulación a escala local, multiplicando las opciones productivas y laborales. Es decir, elevando el nivel de vida, consumo y cultura de la población. No hay verdadero progreso sin mejora social y cultural.
No es sólo un enunciado, requiere todo un andamiaje de medidas concretas que lo promueva: cambiarias, crediticias o impositivas. Es curioso y contradictorio que este elenco a cargo del gobierno sea tan reacio a apuntalar la producción cuando al mismo tiempo establece un Régimen de incentivos a las grandes inversiones (RIGI) que favorece con ventajas extraordinarias a emprendimientos extractivos con escasas cadenas de valor locales para producciones mineras y otras similares.
Al respecto y como una perlita histórica vienen a la memoria los debates que generó en los primeros pasos de la revolución soviética las inversiones que atrajo la NEP (Nueva Política Económica) en 1922 que impulsó Lenin antes de morir. Allí se facilitaban enormemente, con términos que hoy consideraríamos leoninos, la entrada de capitales extranjeros que combinaban la explotación de recursos naturales (bosques y minerales) junto con la instalación de fábricas de alta tecnología para “aumentar la productividad” como sostenía el Vladimir Ilich Ulianov para un país enorme y escasamente industrializado, con una mayoritaria base campesina, lo que no es nuestro caso hoy, pero viene a cuento para pensar con amplitud esta cuestión.
El mercado como objeto de deseo
El mal llamado liberalismo que nos embrutece pretende razonar como si el mercado, al que endiosa, funcionara de modo perfecto en todos los casos, cuando la realidad muestra lo contrario en particular por el proceso global de centralización y concentración en condiciones monopólicas. No se trata de abolir el mercado, sino de crear las condiciones para que los resultados de las transacciones beneficien al país, es decir, se reinviertan aquí y se amplíen las oportunidades locales de trabajo e inversión productiva.
De allí que los autodefinidos estabilizadores, impermeables a la autocrítica sobre todos los ensayos fracasados que se intentaron previamente, no quieran saber nada con fortalecer el mercado interno, para ellos lo ideal es “abrirse al mundo”, cuando la experiencia enseña que cuando se retrasa el dólar se favorecen importaciones que destruyen la producción local, y con ella el empleo, bajando salarios con pérdida de puestos de labor.
La cuestión no admite simplificaciones tramposas: los países que más exportan e intercambian entre sí son los que más producen y tienen un fuerte mercado interno que les sirve de respaldo. Las economías nacionales que descuidan esto terminan profundizando sus dificultades y viendo aumentar sus padecimientos sociales.
Reduccionismos suicidas
El monetarismo (o sea, ver todos los problemas centrados en las cantidades de circulante) es el hijo bobo del liberalismo obtuso que se ha instalado desde hace mucho tiempo en estas playas. Ello lleva a sus creyentes a creer y repetir, como lo hace el elenco actualmente a cargo del gobierno, de que la inflación es un fenómeno “único y exclusivamente monetario”.
Lo más grave no es que haya alguien que diga estas zonceras, sino que mucha gente esté dispuesta a creerlas. Allí está el verdadero problema.
Cuando la adhesión a la cantinela ideológica se instala como un tema religioso, algo en lo que se cree con independencia de su verificación empírica y la experiencia histórica, los argumentos reflexivos encuentran pocos oídos y mentes abiertas que indaguen sobre los hechos. Cuando las cosas no funcionan, debe uno preguntarse sobre las causas y crear condiciones para corregir errores. No está ocurriendo mucho esta revisión en estos tiempos.
El slogan de que “no hay plata” no se aplica a la emisión para cubrir necesidades financieras de la política de endeudamiento galopante, pero sí en cambio y con inédita crueldad, sobre discapacitados, jubilados, pensionados, a quienes se condena a elegir entre comprar medicación o alimentarse de modo sano y suficiente.
Esta observación sobre los responsables actuales no exime a los anteriores de todos los desaguisados que se vinieron haciendo a lo largo de muchísimos años. Por eso no se trata de volver a ningún pasado idílico sino de revisar los errores sistemáticamente cometidos por las sucesivas administraciones para diseñar políticas claras favorables a la expansión productiva, lo cual requiere lo ocupación fecunda de los recursos en todo el espacio territorial y marítimo, así como ampliar geométricamente las oportunidades de empleo. Nada que veamos hoy como algo vigente.
En un país como el nuestro, donde lo que está por hacerse hace imposible ser autocomplacientes, es preciso pensar en términos muy dinámicos y responsables. Pero para ello hay que sacarse de la cabeza todas la pseudo teorías que sólo proponen achique y padecimientos sociales a escala criminal. Todas ellas tienen en común la simplificación de una realidad compleja y muy castigada como es la nuestra.
Allí vemos el núcleo del desafío político actual para el campo nacional, es decir articularse en torno de una propuesta que plantee una política integradora en lo social y para que ello sea posible requiere un fuerte y sostenido esfuerzo de dinamización de la economía real, donde las finanzas (locales y externas) acompañen en lugar de llevarse la parte del león. Si la expresión no hubiese sido bastardeada por el menemato, diríamos que hace falta una verdadera “revolución productiva” planteada sobre criterios que no están hoy en conversación pública.
Otra palabra desgastada es desarrollo. Se usa como cualquier cosa menos su sentido original, o sea: el despliegue del conjunto de las fuerzas creadoras que tienen en su seno la sociedad y la cultura argentinas y que hoy están anestesiadas cuando no maltratadas. Esas potencialidades están debilitadas por intereses concretos que sacan provecho del actual estado de cosas, una configuración social y económica que se caracteriza por su desarticulación y estado de estancamiento donde, de todos modos, hay ganadores y perdedores. En este último caso, constituyen la mayoría de la población.
De allí que el reduccionismo que propone el liberalismo vernáculo (muy diferente por lo mezquino de la poderosa corriente de ideas que engendró la ilustración como fenómeno cultural) respecto del equilibrio fiscal como único programa, al enorme precio del empobrecimiento colectivo, tenga que ser denunciado como un obstáculo, lamentablemente muy arraigado en la conciencia de la dirigencia actual, no limitándose a ser la ideología del régimen.
Milei puede perder o salir empatado (y fingir un triunfo) en estas próximas elecciones, lo cual no resolverá la cuestión central. Esto no vuelve virtuoso un proceso podrido de achicamiento y desintegración sociocultural, condenado al fracaso desde su inicio.
La toma de conciencia sobre la magnitud del desafío que tenemos por delante vuelve nimias las diferencias que sin embargo se viven apasionadamente (y son fogoneadas por las usinas del caos inducido) en la epidermis del clima político argentino actual.
Hay que razonar en términos que favorezcan al conjunto de la comunidad, aislando a los manipuladores que apuestan a la división para mantener el actual estado de atomización mientras se castiga a las mayorías de uno y otro lado.
Esto vale para políticos, voceros y analistas de todo pelaje (ingenuos o potencialmente motivados por sus prejuicios y compromisos), sin dejar afuera a sindicalistas u organizaciones representativas de intereses legítimos y las diversas confesiones en que se refugian las almas de nuestros compatriotas.
Recordemos que el todo es más importante que las partes, como insistía el Papa Francisco, un apóstol de la construcción de la unidad respetando e integrando sabiamente cada una de las legítimas particularidades de las personas y los sectores sociales.