Reducir la batalla cultural al mero intercambio de descalificaciones y agravios otorga la ventaja a quienes quieren destruir la cultura argentina y subordinarla a visiones individualistas de la vida social. Por eso hay que “ampliar el campo de batalla” a las acciones de todos los sectores convergiendo en un programa de expansión productiva, trabajo fecundo y fertilidad creativa.
Tenemos en circulación una versión vulgar y malversada de la propuesta de Antonio Gramsci (1891-1937) respecto de cómo librar la lucha política para transformar el sistema organizativo en una comunidad donde impere la justicia social.
El fascismo fue el verdugo de este gran pensador y ahora sus epígonos locales terminan siendo los infames apropiadores de sus enormes contribuciones a la política y la sociología, caricaturizadas hasta el ridículo.
El lingüista sardo se transformó en un teórico marxista que amplió el horizonte de la lucha proletaria y su incidencia en el conjunto de la organización y las sociedades humanas contemporáneas mediante el estudio de la historia y sus variadas expresiones de interacción entre clases y sectores en el plano cultural, empezando por el lenguaje. Sus años en el Komintern de Moscú fueron fecundos en el plano de la reflexión, pero incómodos para la burocracia soviética que anteponía el fortalecimiento del régimen en Rusia y su área de influencia antes que promover la revolución mundial.
Observando el proceso soviético y comparándolo con las particularidades del caso italiano, al que estudió en términos históricos, políticos y culturales, identificando las alianzas sociales que en cada circunstancias se forjaron, Gramsci llegó a conclusiones diferentes sobre como correspondía plantear la lucha emancipadora y la construcción del socialismo en la península, dado el dominio ideológico que la burguesía del norte ejercía sobre el conjunto de una sociedad profundamente dividida en sus intereses comarcales y estamentos existentes. Descartó que el campesinado, el segmento social más numeroso pero también diferenciado entre jornaleros, pequeños propietarios y latifundistas, estuviera en condiciones de asumir la vanguardia de las luchas revolucionarias si no mediaban otras condiciones que lo permitieran. Esta visión lo llevó a analizar el papel de la ideología en el alineamiento o divergencia de las diversas fuerzas sociales.
Lejos de todo dogmatismo y el facilismo de explicar las cosas con el diario del lunes y aplicando clichés remanidos, Gramsci analizó el papel de la burguesía y sus mejores intelectuales en los pasos que llevaron al Risorgimento, empezando por Benedetto Croce (1866-1952), a quien estudió en detalle y en su crítica posterior asumió no pocos de sus aportes a la construcción del Estado italiano unificado.
Su obra se conoce gracias al riesgo que asumieron familiares y amigos sacando sus manuscritos desde la prisión donde la perversidad del régimen mussoliniano lo había hundido con la vana pretensión de silenciarlo.
Entre ellos, el economista Piero Sraffa (1898-1983), a quien el régimen tenía en la mira y se salvó porque John Maynard Keynes(1883-1948) lo invitó a Cambridge para dictar unas conferencias y cuando llegó lo convencieron de no regresar donde tendría con toda seguridad un destino trágico.
Esas amistades hablan del respeto y el nivel del debate de entonces. Sin embargo, esto no impidió la barbarie fascista primero y después su versión aún más criminal en formato nazi.
En contraste con esa degradación, las mejores ideas requieren también de un ambiente propicio para probarse en la acción. Y aún hoy aquellos debates siguen inspirando no pocas y fecundas reflexiones, salvando desde luego las diferentes condiciones de tiempo y lugar.
Si traemos a cuento esta ligerísima mención a Gramsci y su amigo Sraffa es para señalar que ya en la primera mitad del siglo XX se estaba desenvolviendo con todo rigor la crítica de la economía marginalista que se había adueñado del saber económico y sepultado al pensamiento clásico. Así como el primero no desdeñó el aporte de los pensadores liberales y republicanos en la construcción de la unidad italiana, el segundo tampoco renegó de Adam Smith, David Ricardo (a quien dedicó décadas de estudio) y Carlos Marx, la bête noire de los economistas que renunciaron a analizar los hechos históricos con todo rigor y formularon los conceptos que mejor se acomodaban a los intereses de la banca y las grandes empresas trasnacionales.
El núcleo a ignorar y ridiculizar más que a destruir era desde luego la teoría del valor-trabajo. Sin ella, la naturaleza de la acumulación es mistificada con apelación a la creatividad individual, disolviendo así, o pretendiéndolo tenazmente, la posibilidad de entender el carácter social de la producción y el intercambio.
El galimatías argentino
Habiendo enormes diferencias históricas, la Argentina contemporánea se parece a la fragmentada Italia de finales del siglo XIX en que una compleja madeja de intereses económicos, regionales y sectoriales se entremezclan dando lugar a una sociedad bloqueada donde cada cual trata de salvar su metro cuadrado de pertenencia.
En esa enrevesada puja, que es mucho más que la básica disputa por la renta, corporaciones e intereses concretos se encarnizan palmo a palmo.Lo hacen en un contexto donde la cambiante relación de fuerzas va dejando un tendal creciente de compatriotas sin acceso a los bienes básicos. Estos bienes son los prometidos y no ofrecidos por la civilización contemporánea en términos de educación, alimento, vestido, salud, dimensiones a lo que en general denominamos Estado de Bienestar.
Que estemos viviendo un momento muy sombrío no se debe a un avatar inesperado o a un vuelco inexplicable de la vida democrática, más bien es el resultado de una suma de errores reiterados a lo largo de décadas. Esos errores no siempre se presentan como lo que generalmente son, más bien se los ignora o se elude su debate crítico. Sobre ellos también también suelen brindarse explicaciones eufemísticas o parciales que no dan cuenta del núcleo de nuestras dificultades. Éste se encuentra en no asumir, desde el vamos, que somos un país subdesarrollado que tiene que salir de esa condición mediante un esfuerzo conjunto y convergente de toda la comunidad nacional.
Si ese necesario punto de partida está ausente es poco probable que lleguemos a conclusiones útiles para administrar la sociedad completa, promoviendo el bienestar de sus miembros.
Puede haber aciertos, avances parciales y también numerosos retrocesos y estancamientos, pero, al no ser visualizada como la condición cualitativa principal a modificar, la condición primaria del subdesarrollo se verá así perpetuada.
Nunca se enseñó del todo bien en nuestras universidades porque allí también operaba cierto coloniaje intelectual. Y ahora la cuestión del subdesarrollo ni siquiera se menciona. Ganó, por tener de su lado la más favorable relación de fuerzas, la concepción universalista que sostiene una panacea de medidas que se aplican en todos los países y tienen en común no considerar la realidad estructural de cada pueblo sino la aplicabilidad de tal o cual medida según la conveniencia del sistema mundial.
La situación social queda fuera de toda prioridad, cuando es el eje y valor que da sentido a la economía política.
Cuando la pobreza trepa en pocos años a la mitad de la población, y se mide por arriba del 60% en niños y jóvenes, suenan algunas alarmas y entonces aparece financiamiento para paliar las situaciones más extremas.
Pero de cambiar estructuralmente no se habla ni de pasada. Hasta se manipula el lenguaje para llamar limitadamente como “estructural” a las reformas promercado. Todo se mira en términos de ajuste y presuntos equilibrios macroeconómicos sin que nunca se explique por qué son siempre transitorios y con costos sociales altísimos.
Ese es el problema ausente, la cuestión principal a resolver: reconocer que somos un país subdesarrollado, incapaz de acumular capital como para sostener un proceso coherente de ampliación de la capacidad productiva y al mismo tiempo incorporar al trabajo registrado a quienes hoy, sin preferirlo, están condenados a labores precarias, de modo informal e intermitente.
Desde esta óptica podemos ir al encuentro de los núcleos ideológicos con que justificamos el estancamiento. Así en segundo lugar tenemos que mirar el papel del Estado. (Lo escribimos con minúscula cuando nos referimos al estado actual, con mayúscula cuando nos interrogamos sobre su función en la construcción social y con el aditamento de Nacional, cuando se convierte en nombre propio como objetivo del esfuerzo colectivo para superar la postración actualmente existente).
Parece absurdo pero en estos tiempos cuesta asumir que existen las clases sociales con su propia dinámica. Tampoco es fácil entender que existen diversos sectores en que se organiza la sociedad para funcionar, producir, consumir, educarse, comer y todas las otras funciones indispensables en nuestra época, como tener un techo decente o acceder al necesario descanso y esparcimiento sin lo cual quedaríamos reducidos a engranajes de un sistema impiadoso.
Todo ello –derechos elementales– están desde hace años metido en una olla a presión que genera las más diversas reacciones autoprotectivas que ayudan a sobrevivir y al mismo tiempo incrementan la fragmentación entre los miembros de la comunidad nacional. La desconfianza reemplaza la fraternidad y la cooperación. Los individuos se reducen a ser meros consumidores, por cierto que a la medida de sus posibilidades, cada vez más restringidas para la mayoría de la población.
En lugar de desarrollar personas, sociales por definición, creamos lobos que se engullen unos a otros. Y se impone como un saber irrefutable una monstruosa falsedad: que el sufrimiento te hace más fuerte para resistir.
Macri lo repetía y Milei lo ejecuta con cinismo. Si sobrevivís sos más fuerte y te ganaste tu lugar, sin importar el tendal de (presuntos) ineptos que queda detrás.
Se pone de moda la palabra resiliencia, enfeudada en la estrecha concepción de lo individual. Todo esto no aparece con Milei sino que viene desde más atrás, con años de demolición de los lazos comunitarios. Es una pedagogía perversa que lleva a demonizar al estado cuando va en auxilio de pobres y vagos porque los mantiene como parásitos con “nuestra” plata, idea estúpida si las hay.
Pero hay algo dañado en la concepción popular que ha permitido todo esto. Existe la confusión, por ejemplo, de que el Estado tiene que subsidiarme y velar por mí en toda circunstancia con independencia de mi aporte al esfuerzo común. De allí se agarra el concepto individualista que declama pretender destruir el sector público mientras concentra negocios con los pocos amigos dispuestos a quedarse con todo, porque eso según ello no es apropiación ilegítima. El Estado representa a la Nación pero no la resumeni la reduce a sí mismo, puesto que es la cultura que nos identifica quien inspira las mejores acciones constructivas de una identidad singular y diversa, que contribuye con su particularidad al acervo universal.
El Estado Nacional tiene que orientar la construcción del futuro común, fijar prioridades, arbitrar diferencias con un sentido dinámico y al mismo tiempo transformador. Por eso tiene que estar en manos de patriotas competentesque expresen las aspiraciones populares de mejora y equidad, ampliando siempre las perspectivas de trabajo y creatividad que tanto se requieren. Se necesita que esto tenga proyección al conjunto del territorio nacional, es decir a todos los miembros de la comunidad. Se requiere que, por ejemplo, ocupe los espacios territoriales vacíos y descomprima el hacinamiento en los asentamientos villeros en las periferias carenciadas de las grandes ciudades.
La batalla chiquita
Los esbirros del individualismo egoísta pretenden dar una batalla cultural a la medida de sus escasas entendederas y desmesuradas pretensiones de hegemonía.
Repiten, como farsa, acciones que atrasaron a la humanidad durante décadas y pretenden que su limitada visión del mundo sea la única que prevalezca. Esa misma actitud estrecha los llevará a un rápido fracaso o a recurrir a la violencia para intentar seguir imponiéndose.
El aporte de Gramsci a la teoría política puede leerse como una ampliación del campo de batalla, incluyendo las dimensiones culturales que integran hoy la realidad social. Estos señoritos acariciadores de millonarios tratan de reducir los asuntos públicos al orden de la estrechez, donde cada uno lucha por su vida y no alcanza a ver cuántos de sus semejantes padecen lo mismo. Para tener éxito, como ha ocurrido y esperemos que sea breve, se requieren condiciones materiales y emocionales límites, como las que se venían padeciendo en los últimos lustros.
Por eso en la construcción de un amplio frente político deben estar todos los sectores representados. Ese es el antídoto a la fragmentación tan buscada por los desarmadores de la Nación.
Para evitar el imprescindible debate sustancial, los insultos reemplazan el diálogo, la descalificación se impone sobre la escucha de las opiniones ajenas y diversas. No importan la coherencia ni la magnanimidad, virtud de los príncipes.
Nadie queda excluido
Dada la enorme crisis de representatividad en que han caído los partidos políticos, la coalición que venza al egoísmo sistémico debe incluir a todos los sectores cuyos intereses objetivos pasen por el engrandecimiento de la Nación, en todas sus dimensiones materiales y espirituales.
Y allí es donde aparecen, en esa convocatoria, los obstáculos que hay que desmontar.
Se requiere una percepción fina de los errores que llevaron a la derrota electoral, so pena de seguir haciendo lo mismo y por lo tanto creando las condiciones para la perpetuación de la ignominia actual.
En cualquier caso, hay que despojarse del ombliguismo narcisista que impide ver todo lo que se hizo mal. El electorado optó por Milei, un esperpento, porque no veía salida por el lado de reproducir las políticas inflacionarias y desalentadoras de la inversión que se venían aplicando, con la misma matriz teórica que sigue vigente hoy: no en vano el viceministro de Massa acaba de elogiar el ajuste criminal del Milei.
Creer que el pueblo se equivoca siempre es tan tonto como suponer que nunca yerra, dos prejuicios sin corroboración histórica. Los electorados votan lo que pueden, optando con lo que hay en la oferta de cada comicio, y como suele ocurrir las “opciones” son muchas veces realmente malas, como lo fue el año pasado. Los argentinos somos víctimas de una suerte de cepo electoral que nos pone frente a la disyuntiva de tener que elegir entre alternativas que no expresan nada esencial, y sólo se diferencian por los énfasis superficiales o en los prejuicios que enarbolan.
Prestigiosos analistas sin ataduras a intereses mezquinos señalan que de las cinco opciones que se presentaron a las elecciones presidenciales el año pasado (Massa, Milei, Bullrich, Schiaretti y Bergman) las primeras cuatro proponían lo mismo con matices forzados entre sí, porque cuando se disputan favores electorales hay que ponerse a convencer como sea. Y así nos va.
La izquierda extraviada
Dediquemos un párrafo a la izquierda, solitaria y testimonial. No puede dudarse de sus intenciones que tienen que ver con la redención social pero si cabe preguntarse sobre las herramientas que propone para llevarla a cabo con foco en lo que no logra, es decir el interés de las masas que están en el eje de sus aspiraciones y sueños.
Allí también vemos una fosilización de la propuesta política: instalar el asambleísmo, movilizar a la población acicateando la soterrada sed de venganza, reformar la Constitución e instaurar finalmente una sociedad igualitaria. Descontando la oposición de los primeros perjudicados, los burgueses que serían despojados de la propiedad de los medios de producción, lo que interesa es por qué no son los presuntos beneficiarios los más interesados en la abolición del sistema capitalista. La respuesta está a la mano: por la alienación a que están sometidos los trabajadores y desocupados. En ello hay no poca verdad y las explicaciones nunca faltan. Pero no nos eximen de un análisis más riguroso y a fondo.
Las masas laboriosas no tienen por qué saber sobre la historia de la URSS y la implosión a la que llegó el sistema comunista, o que el avance de China se hace con una inteligente adaptación al sistema mundial sin abjurar de los principios fundacionales de la república popular y con una decisiva presencia del partido y las fuerzas armadas en la conducción del Estado.
Cuando China se sacudió de encima la Revolución Cultural, que era un retroceso en nombre del futuro, encontró la forma de asociarse con las mutaciones mundiales. Mantuvo un sistema que promueve la masiva incorporación del campesinado a la producción, la educación y la vida urbana, con fuertes restricciones sobre la libertad individual, como la política del hijo único, ahora corregida cuando la sombra de una demografía regresiva se hace evidente. Probablemente lleguen tarde con esto y su enorme productividad deba retardarse para atender a los viejos que serán la inmensa mayoría. Pero con gran visión y dinamismo abrió sus corrientes de inversión al mundo entero con las rutas comerciales donde invierte para expandir sus ventas y asegurarse el aprovisionamiento de materias primas.
Nada de esto parece registrado por la izquierda local, que más bien califica de burocracia retardataria a la exitosa élite china que conduce el milenario imperio. Es inimaginable, con la fotografía actual, pensar en una China sosteniendo a una izquierda afín en el plano local, como lo hizo la Unión Soviética con su sucursal bien relacionada aquí, el Partido Comunista Argentino, a quien un poeta anónimo calificó como bizarro en estas líneas: “el Partido Comunista/que es de todos/el más raro/ha expulsado de sus filas/al poeta Calamaro”, refiriéndose a Eduardo, el padre de los conocidos músicos Javier (Japón) y Andrés.
Los “chinos” argentinos, los maoístas, faltos de elaboración teórica propia sobre la realidad nacional pero muy sensibles al antiimperialismo, hicieron una deriva inevitable hacia el peronismo desde donde hoy convergen ellos también (¿por qué no?) en el movimiento nacional.
Una lectura cuidadosa de textos actuales de militantes socialistas parece aportar elementos útiles para una construcción nueva, amplia y sobre todo proposicional en torno a la necesidad de constituir un amplio Frente Multipartidario y Multisectorial. Esa tensión siempre existió en el viejo partido de Juan B. Justo, pero condenando al fraccionalismo a quienes se animaban a asomarse a la cuestión nacional dada la rígida conducción oficial liberal, aperturista y sobre todo antiperonista.
En todos los casos lo que está faltando es un debate a fondo sobre por dónde sumar las fuerzas que hoy están dispersas y fuertemente castigadas por décadas de conducciones sin rumbo cierto. El momento kirchnerista, que sedujo a sectores medios ansiosos de reencontrarse con una corriente vigorosa y policlasista que sacara al país adelante, dejó inconclusa tal tarea por no haber determinado los ejes vertebradores de ese conjunto social y nacional. Las vagas referencias a la industrialización se parecen más a coartadas que a convicciones, sin desdeñar los rendidores lobbies que tan descaradamente se ejecutan.
No hay que descartar que en esa falla haya jugado también la obsesión por tener en caja el gasto público propia de Néstor, que luego se relajó durante las gestiones de su viuda. Otra vez nos topamos con debilidades conceptuales en el seno del propio movimiento que más incide por su número de adherentes y por lo tanto más responsabilidades tiene ante la sociedad.
Cierto es que no hay posibilidad de una construcción frentista sólida si no hay al mismo tiempo una revisión crítica de las políticas aplicadas al menos desde 1983 hasta aquí. Esta revisión debe llevar a la formulación de un programa de desarrollo nacional capaz de contemplar las aspiraciones del conjunto de la sociedad. Por eso es tan funcional para evitarlo la tenaz la tarea divisionista que plantea el presidente elegido por carambola y su equipo de ingenieros del caos.
No se desprende de ello que la convergencia de clases y sectores, librada a su suerte, vaya a producirse espontáneamente. Todo lo contrario. Se requiere además del programa que movilice el trabajo argentino, una cuidadosa, y al mismo tiempo generosa, convocatoria a los diversos sectores que ven limitado su despliegue o, in extremis, su propia supervivencia de continuarse con las orientaciones monetaristas y recesivas, del ajuste perpetuo. Se les debe proponer a cambio de la manipulación actual (que no es una verdadera “conducción”) un fuerte protagonismo que es clave para asegurar un integrador camino de prosperidad y solidaridad.
Por todo esto y mucho más deberíamos construir antes que exhumar con un trabajo mayéutico sobre cada cuestión hoy bloqueada o en retroceso, puesto que la batalla cultural no puede quedar restringida al intercambio estéril de descalificaciones e insultos en el siempre equívoco terreno de la ideología.
Se trata de una tarea total, que debe ser muy eficaz en lo esencial, centrada en la construcción de políticas gubernamentales que favorezcan por todos los medios posibles la movilización de las fuerzas creativas. Estas fuerzas hoy están aisladas, anestesiadas o condenadas a la dura lucha por la supervivencia.
Separar lo principal de lo secundario es hoy el máximo desafío conceptual y no puede hacerse sin el trabajo concreto con cada sector que tenga como condición de su consolidación un proceso expansivo y participativo que renovará al mismo tiempo las prácticas democráticas. Son ellas las que hoy están muchas veces desgastadas por conveniencias y especulaciones de quienes detentan los puestos de representación y conducción –no pocas veces autoproclamados como tales– y que achican siempre la cancha para no arriesgar lo que tienen y no les pertenece.
A modo de síntesis, la inspiración de G.K. Chesterton (1874-1936), en su Eclesiastés, quizás venga a cuento en la ascesis que necesitamos:
Existe un pecado: decir que una hoja verde es gris,
por el que el sol se estremece en el cielo.
Existe una blasfemia: implorar la muerte,
porque solo Dios conoce lo que la muerte vale.
Hay un credo: bajo el ala de ningún terror
las manzanas se olvidan de crecer en los manzanos.
Hay una cosa necesaria – todo –
el resto es vanidad de vanidades.