Milei aprovecha la fragmentación (y la profundiza)

La sociedad se fragmenta, y no sólo en opiniones divergentes sino sobre todo en su articulación funcional y en armonía, mientras las opciones políticas se restringen a términos más crudos y simples. Por eso se apela a descalificaciones ridículas (¿quién puede ser reconocido como comunista hoy?) de estigmatización del contrario para meter la compulsa en el brete del “bueno” o del “menos malo” ante lo cual el elector debe decidir. De allí la reiterada descripción de que a los votantes de Milei “no los une el amor sino el espanto”. 

El panorama mundial se muestra más variado de lo que le impone el corsé de las ideologías dominantes. La realidad es siempre más diversa y rica que su descripción, pero no podemos renunciar al intento de comprender siquiera fuese parcialmente las dinámicas en curso.

No se advierte a escala global el triunfo de una mayor autonomía de las personas, como anuncian con cierta ingenuidad los libertarios locales, quienes se dedican a fabricar eslóganes con frenética frecuencia y adecuado financiamiento. Y ocurre a diario, aunque últimamente estos aprendices de gurúes vengan perdiendo gravitación conforme el sube y baja del poder que ejerce su Caputo mentor. 

Los ingenieros del caos no generan orden ni progreso por la sencilla razón de que tal cometido no está en su naturaleza. 

Invocan, o a veces sólo evocan, una idealización según la cual, eliminadas todas las trabas que condicionan la actividad humana, se despliegan mágicamente las fuerzas creadoras y todos los miembros de la especie alcanzarían una vida feliz en base a su esfuerzo e ingenio individual, como si no fuesen necesarias condiciones macro para adquirir y desplegar las capacidades de cada persona.

Se trata de una visión reaccionaria puesto que propone, sin decirlo abiertamente, una vuelta al “estado de naturaleza”, o sea anterior al más primitivo pacto social que garantiza la convivencia valorando la cooperación por sobre la competencia mortal y la preeminencia del más fuerte sobre los débiles. 

Esa visión es un anacronismo que dejaron atrás los pensadores de la modernidad, especialmente a partir de Thomas Hobbes (1588-1679), uno de los famosos contractualistas dentro de la filosofía política. Desde que empezó a describirse el interés de cada individuo por acceder a una convivencia organizada fueron quedando obsoletas las versiones más rudimentarias sobre la existencia de la sociedad humana. Por eso, entre otras razones, es tan regresivo el libertarismo que se pretende actual cuando en realidad atrasa la historia. 

Sin embargo, lo que en el mundo hoy es literatura motivacional, una suerte de autoayuda para reforzar la meritocracia, aquí se convierte en doctrina oficial, constituyéndose en un retroceso neto que encaja perfectamente con una organización corporativa que vive en estado de competencia monopólica y requiere de actores motivados dispuestos a todo. Preguntarse sobre las causas de este estado de cosas es tan fundamental como urgente. Para salir de la trampa, claro.  

Tal visión (individualista) es asombrosamente rústica y encuentra rápidamente límites apenas empieza a andar, puesto que vivimos en el seno de sociedades complejas que funcionan con diverso grado de autoconciencia. 

Los simplismos tienen el paso corto y la frustración aparece rápido. Apenas la motosierra la emprende contra los sistemas avanzados de enseñanza (universidades) o de protección de los miembros más vulnerables (discapacitados) empiezan a sonar las alarmas en las cabezas de quienes acompañaron este salto al vacío que estamos viviendo. 

Pero el temor a volver al pasado, imaginado como catástrofe en un futuro cercano, es una fuerte motivación para seguir huyendo hacia adelante, rumbo a la nada misma.

Hoy está bastante asumido que frente a este lanzarse a los brazos del destino escapando de los males presentes no hay ningún futuro asegurado. Quizás la base material ya alcanzada por la civilización contemporánea .en modo alguno suficiente pero notablemente más amplia que en el pasado, otorgue cierta confianza y disminuya la presunción de estar “arrojados” (Heidegger) en un mundo incierto y todavía plagado de precariedades. No lo sabemos, pero puede y debiera estudiarse.

O tal vez los bandazos que presenciamos son consecuencia de que la novedad nunca parece más peligrosa que el presente cuando éste está plagado de injusticias. Eso podría explicar en parte el éxito de Zohran Mamdani en las elecciones para designar Alcalde de Nueva York, un fenómeno que tiene múltiples y fecundos planos de análisis para su comprensión. O el de Catherine Connolly, elegida presidente de Irlanda por una abrumadora mayoría. 

Son respuestas de electorados que quieren dar vuelta rotundamente una página, como ocurrió con el propio Donald Trump o, entre nosotros, con Javier Milei. No busque el lector las conexiones en las ideas programáticas porque no las hay. Si algo tienen en común personalidades como éstas es el ser distintos o ser percibidos como tales. 

Algunos hablan del fracaso sistemático de las dirigencias políticas, imposibilitadas de dar respuestas eficaces a las aspiraciones populares, siempre en expansión. Otros de una fatiga en los mecanismos democráticos, que terminan creando castas de funcionarios que atienden ante todo a sus propios intereses. Hay más interpretaciones y es posible que la explicación más completa y certera reúna varias de estas observaciones, la mayor parte de ellas vertidas por pensadores ciertamente agudos. 

Si ese es el marco general veamos qué tenemos de particular en nuestra propia realidad. Por ejemplo, es imposible pensar que la notable mayoría de votos que ungió a Milei en la Presidencia mediante el balotaje, y lo respaldó en menor proporción en las recientes elecciones de medio término, esté integrada por ciudadanos que crean en los postulados de la escuela austríaca de economía. 

Eso implicaría alguna forma de adhesión a una corriente de ideas lo cual no se verifica en los hechos, aunque obviamente haya múltiples visiones en juego. Cada votante tiene sus razones y estas, si bien no son infinitas, se esparcen en un abanico muy amplio. Tal vez no importe tanto, para un análisis de la sociología electoral esa amplitud “doctrinaria”, para llamarla de un modo irónico, sino las actitudes que finalmente llevan a los ciudadanos a concurrir a las urnas y optar por propuestas que a la hora de la verdad no son nunca muy amplias. Nada de eso ocurrió aquí el 26 de octubre, donde una vez más operó la polarización simplificadora, a pesar de la dispersión que en teoría plantea el voto en diversos distritos.

La dinámica de las campañas se acomoda al ritmo de las vivencias sociales, hoy muy marcadas por la volatilidad de la información que llega a todos, aunque sesgada por las preferencias de cada consumidor y administradas por los algoritmos de búsqueda y ordenamiento. O sea que vivimos saturados de datos, sin que ello signifique que estamos menos confundidos o mejor informados.

La polarización es el modo en que se disponen hoy las competencias electorales y no necesariamente quiere decir que sean siempre bastardas. Depende de lo que se exponga al proceso de determinación del voto. Cuando el debate se envilece, la polarización contribuye a impedir la disyuntiva sustancial entre programas distintos y concentra la decisión en razones más primarias o emocionales. En el debate entre candidatos presidenciales Massa lo apabulló a Milei, pero éste obtuvo la mayor simpatía en la audiencia porque, justamente, fue reconocido como el David que enfrentaba al filisteo Goliat representante de la casta opresora.

Asistimos pues a un proceso en el que por una parte la sociedad se fragmenta (no sólo en opiniones divergentes sino sobre todo en su articulación funcional y en armonía) mientras las opciones políticas se restringen a términos más crudos y simples

Por eso se apela a descalificaciones ridículas (¿quién puede ser reconocido como comunista hoy?) de estigmatización del contrario para meter la compulsa en el brete del “bueno” o del “menos malo” ante lo cual el elector debe decidir. De allí la reiterada descripción de que a los votantes de Milei “no los une el amor sino el espanto”. 

Aunque es cómodo, decir que alguien (Milei, por caso) es “de derecha” (en España se matiza un poco con el plural derechas) se trata de un error puesto que el oportunismo no tiene como brújula sino aquello que convenga en cada momento. Es tan ridículo como decir que Cristina Fernández de Kirchner es de izquierda. 

Ni izquierdas ni derechas garantizan ninguna coherencia, más bien al contrario, perpetúan la confusión reinante. Recordar que, por absurdo que parezca, en un momento dado los publicistas de Macri lo presentaron como un “nuevo Che Guevara”, obviamente de modo experimental. Duró poco, por su carácter inverosímil. Para engañar realmente hace falta una siquiera mínima apariencia de verdad.

Recuento globular

Asumido que reina la confusión y que ella no es casual sino deliberada, debemos preguntarnos cómo reconocer el interés del conjunto social. Es una forma preliminar de identificar los componentes de un programa de desarrollo que integre un proyecto compartido incluyendo las legítimas aspiraciones de las diversas clases y sectores sociales que componen la sociedad nacional. Las visiones sectarias dominantes presuponen que eso es imposible, lo cual es falso. Tema para otra nota. 

Por lo pronto, hay que admitir que el electorado de Milei, en su mayor parte, está compuesto de compatriotas que no pretenden la disolución de los lazos sociales y el desdibujamiento de la cultura nacional. Cualquier cosa que piensen no conlleva necesariamente una lucha fratricida ni el desmembramiento del país. Tampoco es razonable pensar que apoyan retrocesos en la educación o la salud, sino que desearían que estas variables esenciales mejoraran. La cuestión pasa entonces por un terreno más instrumental, sobre cómo hacerlo, y asumiendo las fallas existentes en primer término. 

Si nos guiamos por algunos voceros provocadores e ignorantes no es fácil ver que hay muchas más cuestiones compartidas que divergentes, pero que no están en primer plano como aquello que hay que consolidar y mejorar cuando en cambio están en primer plano las denostaciones y escraches mutuos entre los vértices. Si hay una crisis de representación, (que por supuesto existe) la prueba pasa por la artificialidad de los presuntos debates con que lenguaraces de uno y otro palo tratan de sacarse ventajas.

No hay construcción colectiva porque los temas en debate no son los esenciales. Tenemos que hablar de inversión productiva, creación de empleo, ampliación y consolidación de las cadenas de valor, acceso a la vivienda propia, educación de calidad para todos, y salud preventiva garantizada, entre los objetivos básicos irrenunciables. 

Nada de lo cual se esté ocupando el gobierno, ahora reforzado con más legisladores. El esfuerzo para poner el eje en lo que importa es gigantesco, y por eso mismo hay que centrar el debate en estos temas sin distraerse en luchas ridículas o declamaciones banales.

Establecido que no hay un pasado al cual regresar, lo cual no quiere decir que todo sea igual y nada mejor, sólo nos queda trabajar para construir un futuro que sea digno para todos. Dignidad que fundamentalmente significa tener trabajo y que el salario alcance para sostener una familia y dar a los hijos un porvenir pleno de posibilidades de realización personal. 

Lo importante a eludir es la desesperanza y la baja de expectativas que conlleva la visión estrecha del ajuste perpetuo. Rebelarnos contra la idea implícita y nefasta de que el origen social determina el nivel que alcanzará cada nuevo niño que venga a poblar la Patria. 

Sin proteger a los más vulnerables e integrar y potenciar a los desposeídos no hay un futuro digno de ser forjado. El talento no se hereda, por lo tanto, hay que abrirle las compuertas allí donde aparezca y eso no será posible si no fortalecemos la educación intrafamiliar, escolar y continua a lo largo de toda la vida. Tarea monumental si las hay, pero que vale la pena poner en acto. 

Y evitemos patear la pelota para adelante, porque la prioridad educativa funciona también como una elusión de las urgencias del presente. 

Hay que enviar señales muy contundentes para que la regeneración de la voluntad nacional empiece a operar en todas direcciones. 

Desde lo económico, promoviendo la inversión productiva y sometiendo las finanzas a las necesidades de expansión a lo largo y el ancho del territorio nacional para crear empleo genuino y con ello hacer crecer el salario real. En lo social, asumiendo que hay sectores muy desprotegidos que tienen que reinsertase comunitariamente y saber que en consecuencia habrá una transición en la que nadie puede hacerse el distraído, ni el Estado ni los distintos sectores acomodados. 

Y desde lo cultural entender de una vez por todas que existe una cultura nacional que asimila y transforma los avances de la humanidad y los encarna en mejores ciudadanos concretos, no en abstracciones universales. 

No es una campaña voluntarista, es la única salida. O avanzamos o seguimos retrocediendo. Es ante todo una obligación compartida.

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