Lo que en las artes escénicas se denomina “la cuarta pared”, el muro invisible que en el teatro, el cine o la televisión separa a los actores del público, puede romperse en determinadas circunstancias. Entonces los actores abandonan su condición de personajes y se dirigen al público para que interactúe con lo que ocurre en el escenario. Es un recurso expresivo como tantos otros, pero desaconsejable sin tomar los recaudos necesarios.
Como es sabido, el presidente Javier Milei participó hace unos días en la gala del America First Policy Institute en Mar-A-Lago (Palm Beach, Florida), el lujoso club privado del futuro mandatario de los Estados Unidos, Donald Trump. Fue su primer encuentro después del triunfo electoral del republicano, y se produjo en el curso de una velada casi mágica para todos sus participantes, con tanto glamour como instancias repletas de mal gusto.
Los analistas coinciden en destacar que el presidente Javier Milei estuvo exultante, acariciando el cielo con los dedos del espíritu y asimilando con satisfacción algunas sorpresas, por llamarlas de algún modo, que parecían ratificar sus profecías ideológicas y publicitados puntos de vista. Una de ellas fue la irrupción en el escenario del reconocido actor Sylvester Stallone. Stallone incluso besó a Donald Trump diciendo que lo amaba, pero sin omitir antes dirigirse a los presentes y plantear que estaban ante un personaje realmente mítico, que a él (Stallone) le encanta la mitología y que “este individuo (señalando a Trump) no existe en este planeta”. De ahí que Stallone lo comparara con George Washington y dijera: “Cuando George Washington defendió a su país, no tenía idea de que iba a cambiar al mundo, pero sin él, ¿podrían imaginar cómo sería? ¿Adivinen qué? ¡Tenemos un segundo George Washington! ¡Felicitaciones!”
A su turno el presidente Milei dispuso del micrófono y exploró también el tono fantasmagórico que servía de estímulo a la euforia de la celebración. Dijo: “En 1848 Marx comenzó aquel panfleto siniestro que fue su Manifiesto Comunista diciendo que un fantasma recorría Europa, el fantasma del comunismo. Hoy un fantasma distinto recorre el mundo: el fantasma de la libertad. Un fantasma que viene a terminar con el modelo de servidumbre que reina en el mundo libre. Bajo el manto de las buenas intenciones, y la doctrina de la mal llamada ‘justicia social’, la casta política montó un estado opresor que divide a los ciudadanos entre ganadores y perdedores, quienes pagan impuestos de un lado y quienes viven pagando a ellos”.
Pero al presidente Milei, siempre interesado en su proyección internacional, le sucedieron otras cosas destacables durante la gala que ofreció Donald Trump en Mar-A-Lago. El dueño de casa lo mencionó en su discurso en términos harto elocuentes, anduvo a los abrazos con Elon Musk y además recibió un premio adicional, algo que después relató en una entrevista debidamente difundida en las redes, y que sólo fue motivo de algunos comentarios humorísticos locales cuando, en rigor, merecía una mirada más atenta.
Correspondía transcribir las palabras de Milei, aun preservando las rispideces gramaticales propias de la comunicación oral (para apreciar su gestualidad, véase https://www.facebook.com/watch?v=461092086586577) y ensayar de ser posible cierta comprensión. Dijo Milei: “Voy a ir a dar el discurso y veo a Sylvester Stallone. ¡Y Sylvester Stallone me conoce! Por eso nunca me emocioné tanto como cuando, eh… Anoche lo… lo conocí a Sylvester Stallone… Porque Sylvester Stallone justamente lo que menciona es lo valioso de que a pesar de que a uno le sigan pegando y le peguen, le peguen, le peguen, le peguen, a pesar de todo eso seguir avanzando… Es decir muchas de las, de la… de, de, de… de la forma de ver las cosas de Sylvester Stallone son sumamente inspiradoras… Entonces imagínese, digamos, o sea, voy a ir a dar el discurso y veo a Sylvester Stallone, ¡y Sylvester Stallone me conoce! Era verdaderamente… Digamos… ¡Yo me tenía que pellizcar sobre cómo puede ser cierto! O sea y además bueno, digamos, la gente ha sido maravillosa anoche conmigo, ha sido maravillosa hoy, he sacado cientos de selfies… O sea, ha sido verdaderamente, digo, ha sido mi recreo, o sea después de poco casi un año de estar en el gobierno y estar sometido a tortura mediática porque justamente los periodistas corruptos son torturadores profesionales, sí, porque se meten con uno y también se meten con la familia y se meten con la intimidad…”.
Así que a Javier Milei le tocó, en primera instancia, vivir una suerte de variación de aquel maravilloso film de Woody Allen que mostró las peripecias de Cecilia (Mia Farrow), una muchacha pobre y llena de problemas que va al cine para ver un montón de veces La rosa púrpura del Cairo, película en la cual tres amigos que están de vacaciones en Egipto conocen al arqueólogo Tom Buxter (Jeff Daniels) y lo invitan a pasar un fin de semana “alocado” en Manhattan. Allí Tom mantiene un affaire con una cantante, pero también se fija en Cecilia que lo sigue desde la platea del cine. De repente, rompe “la cuarta pared”, sale del blanco y negro de la pantalla e ingresa en el color de “la vida real”, para decirle a Cecilia que la había visto varias veces y sentía por ella una fuerte atracción. Pero claro, el público de Woody Allen acepta el juego como tal, y la maestría del director para exhibir diversos puntos de vista y sugerir los límites de la representación. Y sin pretender abundar en el tema, amerita recordar que gran parte del público de Woody Allen está familiarizado con reflexiones estéticas por el estilo, como la serie “La traición de las imágenes” debida al gran pintor surrealista René Magritte y analizada a fondo por Michel Foucault. En ellas, puede verse una pipa cuidada hasta el detalle con una leyenda que de algún modo la devuelve a su lugar: “Ceci nést pas une pipe (Esto no es una pipa)”.
El presidente Milei vio al actor Sylvester Stallone, y como éste manifestó conocerlo, experimentó una emoción oceánica. ¿Por qué? No quedó claro si Milei vio al actor o vio llegar a Rocky Balboa, uno de sus personajes más populares, porque en principio no pareció diferenciar entre la ideología de Stallone y la de Balboa, o al menos se deduce de sus palabras para relatar el encuentro que no lo hizo expresamente, dejando entonces que la cuestión quedara en suspenso. Milei no creyó necesario advertir que Rocky Balboa es un personaje de ficción, como una pipa pintada en un lienzo que no es una pipa, y aseguró que muchas de las formas “de ver las cosas de Sylvester Stallone son sumamente inspiradoras”. Podría trazarse, por lo tanto, cierto paralelismo entre el salto desde la pantalla del personaje de Woody Allen y la irrupción de Stallone/Balboa en la fiesta de Trump cuando aseguró conocer a Milei y motivó que éste se pellizcara para dilucidar cómo tal cosa podía ser posible.
Una digresión final. El autor del presente artículo tuvo el privilegio de trabajar en la dirección del Teatro General San Martín con Ernesto Schóó cuando se puso Ricardo III, de William Shakespeare, protagonizado por Alfredo Alcón, el más carismático y conocido de los actores argentinos. Como es sabido Ricardo III (a quien Alcón representó con una ligera joroba) fue un emergente de la guerra entre la Casa Lancaster y la Casa York, un arribista inescrupuloso que logró ceñirse por un corto período la corona, un embaucador, un farsante, un criminal desalmado y un zorro astuto lleno de ambición. El público pudo conmoverse con el cruel monarca inglés interpretado por Alcón en vísperas de la batalla de Bosworth, donde sufriría una derrota definitiva, y el asedio de los espectros de quienes había traicionado o procurado la muerte, que eran muchos, diciéndole: “Mañana en la batalla, piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: ¡desespera y muere!”.
También el público aguardó ansioso el momento de la obra en que Shakespeare puso en escena la desesperación de quien se sabe inmerso en la desgracia y toma conciencia del valor relativo de todas las cosas. En efecto, peleando al frente de los York en Bosworth, el último monarca inglés caído en un campo de batalla, el horrible Ricardo III, pierde su cabalgadura y rodeado de combatientes de la casa de Lancaster exclama: “¡Un caballo, un caballo! ¡Mi reino por un caballo! (A horse, a horse! My kingdon for a horse!).”Como se apuntó más arriba, el autor del presente artículo tuvo la oportunidad por su trabajo, de compartir con Alfredo Alcón meriendas y cenas en los bares y restaurantes próximos al Teatro General San Martín, en la Avenida Corrientes, antes y después de algunas funciones. La gente lo reconocía, pero también se inhibía, salvo los más audaces que avanzaban enarbolando un programa o cualquier otro papel que tuvieran a mano y le pedían un autógrafo. ¿A quién? ¿A Ricardo III? ¿O al actor Alfredo Alcón? No había lugar a confusiones. Incluso lo llamaban “Alfredito” (jamás “Ricardito”), y lo felicitaban por su desempeño arriba del escenario. Nadie se acercó al actor más carismático de la escena argentina luego de hacer Ricardo III para decirle que no tenía un caballo, pero que había estacionado su automóvil a la vuelta del teatro, y que si quería lo sacaba de la estacada.