Monetaristas del mundo, uníos

El monetarismo oficialista libertario, como síntoma político de los días que corren, resulta de los laberintos teóricos heredados, que tienen síntomas evidentes de agotamiento y falta de adecuación. Y a la vez, no encuentran reemplazo. La curiosa noción de Milei de la expoliación de los trabajadores a los empresarios.

Los opositores del oficialismo libertario se olvidaron de poner el hilo a la entrada del jardín de los senderos que se bifurcan. Dilucidar si no tenían el ovillo o nunca pudieron haber tenido uno, en cuyo caso no fue olvido sino imposibilidad, parece ser una de las claves que explica el inusitado espacio político que disfruta este malévolo experimente reaccionario.

A principios de semana el presidente Javier Milei, en una entrevista que le hicieron en un sitio de streaming amigo, afirmó que «la inflación es un problema que a mitad del año que viene va a desaparecer». Es una aserción que se hace eco de las diez proposiciones fundamentales del monetarismo conforme fueron establecidas –allá por principios del ’70- por Milton Friedman, el padre putativo de la modernización de esa vieja criatura.

Friedman al establecer que “existe una relación consistente pero no precisa entre la tasa de crecimiento de la cantidad de dinero y la tasa de crecimiento del ingreso nominal” advierte que “esta relación no es obvia para períodos cortos, porque lleva tiempo para que los cambios monetarios afecten el ingreso”.

Milei, siguiendo a Friedman en este punto, manifestó en esa entrevista de streaming que «se van a cumplir dos años que no emitimos más dinero, consecuentemente la inflación tiene fecha de defunción en Argentina; será un mes antes, un mes después, pero para mitad del año que viene la inflación es historia», garantizó.

El alegato del oficialismo libertario acerca de la tasa de inflación es un brochazo que pinta –como pocos otros- las singularidades de los tiempos recios que estamos viviendo en el país. Eso se infiere directamente al considerar la definición de base monetaria y su variación entre el 11 de diciembre de 2024 y el 8 de mayo de 2025 conforme los datos proporcionados por el Banco Central de la República Argentina (BCRA).

En el “diccionario financiero” del BCRA, un “completo diccionario de términos bancarios y financieros, para que en todo momento puedas interpretar de manera correcta lo que estás leyendo”, de acuerdo al tono coloquial con que lo presenta y establece su objetivo, la base monetaria se define “compuesta por los billetes y monedas (emitidos por el Banco Central y puestos en circulación) en poder del público y de las entidades financieras y los depósitos en pesos de las entidades financieras en el Banco Central”.

La fijación de la base monetaria es la que supuestamente -gracias a la “no emisión” para financiar el déficit fiscal, que los libertarios revirtieron a superávit fiscal- obrará el milagro de que a mediados del año que viene la inflación sea un mal recuerdo en la nutrida colección de malos recuerdos argentinos. 

Primer cuento. La base monetaria entre el 11 de diciembre de 2023 y el 6 de mayo de 2025 aumentó 275 por ciento. Entre diciembre de 2023 y marzo de 2025 los precios medidos por el Índice de Precios al Consumidor (IPC), subieron 137 por ciento. Ni la base monetaria fue mantenida sin cambios, ni los precios la siguieron de cerca.

La base monetaria no se puede controlar. Ni éste ni ningún gobierno lo pueden hacer. Es un mito que los monetaristas han vendido muy bien y todo el mundo ha comprado de buena gana. Y no se puede controlar porque la cantidad de dinero sigue a los precios y no los precios a la cantidad de dinero. 

El monetarismo es una pésima aproximación teórica que parte de la base de un supuesto totalmente impertinente: que el dinero tiene precio y por eso puede tener oferta y demanda. El dinero no tiene precio. Tiene paridad uno. Los neoclásicos para aplicarle su aparato de oferta y demanda, hace más de un siglo que están inventado modelos “cómo sí” la moneda tuviera precio. Pueden pasarse los próximos dos siglos, pero jamás le van a encontrar un precio a la unidad de cuenta del sistema, por eso mismo: por ser unidad de cuenta. Y cuando no lo es, con convertibilidad, es la eventual caja de conversión la que establece la paridad con el metal o bicho que se use de referencia. 

Ahora bien, nadie le endilga al gobierno que está desnudo. Es como si convalidaran su errado diagnóstico. Mientras sigan siendo todos monetaristas, de hecho y de derecho, ese insólito diagnóstico de la cantidad de dinero y del resultado fiscal seguirá haciendo estragos en las mayorías nacionales y sobre las posibilidades reales de mejorar su vida. 

¿Desaparecerá la inflación a medidos del año que viene? Si lo hace no será por el falluto diagnóstico libertario. Pero difícil que el chancho chifle. La estanflación la produce el aumento de costos que la malaria reinante impide que se trasladen completos a los precios. Hasta que no se estabilice la lucha política por la distribución del ingreso, el dólar y otros factores de costos como la renta inmobiliaria podrán tener todo el superávit fiscal que quieran que la inflación no va a cesar. Es más, con la austeridad que supone el superávit fiscal la presión de los costos va en aumento hacia arriba impulsados por los costos fijos, tan decisivos en el proceso productivo moderno. 

La intuición

Es notable el cuento –al que caracterizan de “intuitivo”- que hacen los monetaristas para vender el mítico infierno de la “emisión descontrolada” y el paraíso que proponen de estabilidad por emisión cero. Como es tradición en cuentos infantiles resulta que había una vez un gobernante afligido por la pobreza de sus conciudadanos. Para aliviarla se le ocurrió resellar los billetes de un mango y convertirlos en billetes de cien mangos. 

Multiplicó la “base monetaria” por cien y pensó que todos ahora serían más prósperos. Fueron al mercado y los precios volaron por los aires porque la producción permanece fija a corto plazo, como reseñamos que explicó Friedman. 

Esa “intuición” no tiene nada que ver con la realidad. Es una pésima intuición. Ningún gobernante hace eso porque –entre otras cosas- legalmente no lo puede hacer. Nada más y nada menos. ¿Es posible imaginar un gobernante explicando que la motivación del acto administrativo de emitir dinero es que la gente sea menos pobre aumentando el valor del billete?. ¿Sobre la base de qué parte del derecho positivo se enancaría? Eso es tan absurdo como la pretensión de que la emisión genera inflación, para decirlo con versito.

El dinero emitido responde a los gastos hechos, no a los gastos por hacer. Por supuesto personificar al gobernante como un boludo descocado de buen corazón es para llevar agua a su obtuso molino. Además deberíamos preguntarnos, aun en ese insólito caso traído a colación por las necesidades de contar con una causa que justifique las consecuencias –una vulgar “petición de principios”- por qué si los precios aumentan, los empresas no aumentan la producción. Se está tentado a responder: para que los insufribles monetaristas hagan su agosto. Nada más. 

¿Y cuando hay malaria por qué no generar gastos, como recomendó Lord Keynes a mediados de los ’30 a un capitalismo hecho pelota?. “Admito que existen medios a través de los cuales puede crearse una prosperidad temporaria (…) emitiendo billetes (…) alentando a los bancos a incrementar las emisiones de papel; pero semejante prosperidad sería totalmente ilusoria. Es más sabio, a mi entender, abstenerse de emplear estimulantes”, le decía en 1842 al comité de los bancos de emisión, Sir Robert Peel, entonces por segunda vez prime minister del Reino Unido. 

Al menos este súbdito de la Reina Victoria le hacía espacio a la realidad. Incluso cuando fue un duro monetarista que tiempo después subió y defendió la convertibilidad de la libra. “Abstenerse de emplear estimulantes”, no es una alternativa a disposición del capitalismo moderno.

Luis (el Toto) Caputo, ministro de Economía le vio la cara fea a la realidad. El cuento de la no emisión también se le acabo a él y ahora quiere por todos los medios controlar los precios. Particularmente los salarios. La propuesta de Caputo es simple: si no queremos inflación tenemos que abatir el nivel de vida del promedio de los argentinos. O sea la disyuntiva es: inflación o nivel de vida.

En este callejón sin salida de la sublimación de la anti-economía la realidad se le adelanta al Toto. El indec acaba de informar que la producción industrial en el primer trimestre del año sufrió una caída de casi el 10 por ciento en comparación con el mismo período de 2023. La industria creció 5,2 por ciento interanual en marzo de 2025 y bajó 4,5 por ciento respecto de febrero, lo que la sitúa en los niveles de mediados de 2024. Hay malaria antes de que el Toto enunciara que es menester profundizarla para controlar la inflación. Así dejó implícito que eso dependerá de que los libertarios ganen la elección legislativa de medio término. 

En el Congreso Económico Argentino que se llevó a cabo en el ámbito de la Expo Argentina de Economía, Finanzas e Inversiones (EFI) el 30 de abril, el Presidente Javier Milei pronunció un discurso en el que se regodeó de que “hace 11 meses el salario real no para de subir”. Volvió a sostener que “la inflación tiene fecha de defunción a mitad del año que viene. Y se va a terminar porque la política monetaria actúa con un rezago que oscila entre 18 y 24 meses. Ahora es el momento de empezar a pensar en crecer”. Y con relación al alza del producto bruto informó que “El último dato económico reflejó un crecimiento de 5,7% en la variación interanual y estamos viajando a una velocidad del 10% producto del ahorro fiscal y del déficit cero”. En fin. Menos mal que la única verdad es la realidad.

¡Explotadores del mundo, uníos!

Pero la falsa escuadra no se va a rendir así porque sí ante la despiadada verdad. En esto de presentar tozuda batalla a favor de la mitología revanchista reaccionaria, buena parte de los laureles se lleva el discurso que pronunció Milei el jueves en el Latam Economic Forum. En esa ocasión explicó que “Los trabajadores le venden trabajo a su empleador a cambio de pesos para, con esos pesos, comprar otros bienes. No sé si se acaban de dar cuenta, que acabo de usar un formato a la Rothbard, que acaba de destruir la teoría de la explotación”. El aludido es el economista estadounidense Murray Rothbard, uno de los más extremistas miembros de la corriente de análisis económico llamada escuela austríaca.

“Ustedes, (los trabajadores), le compran dinero a su empleador. Se acabó la teoría de la explotación. Sólo por plantear la discusión de una manera distinta, hace que se termine con la teoría de la explotación. Salvo que los trabajadores estén explotando a los empresarios. Porque son los que compran dinero a cambio de trabajo”, consignó para redondear su idea del funcionamiento de la vida económica en el modo de producción capitalista. 

Para encuadrar esta discusión hay que llevar al ruedo el aporte del historiador y economista inglés de la Universidad de Cambridge Maurice Dobb, quien planteó que la alternativa depende de cómo se entienda la formación del valor del producto: ya sea sumando la ganancia a los salarios (como sugieren ciertas formulaciones de Adam Smith y la doctrina neoclásica) o, por el contrario, deduciendo la ganancia del valor total del producto (según las versiones menos consistentes de David Ricardo y las más sólidas de Karl Marx). Milei optó por la primera postura, dándole su curiosa propia vuelta de tuerca

El economista greco-francés Arghiri Emmanuel señala –a modo de alerta- que “Pedirle a un sistema de precios o de valores que nos demuestre que la ganancia es producto de la explotación no tiene sentido. Todo depende de nuestros supuestos fundamentales y de nuestras propias definiciones. Lo que es necesario y suficiente es que el sistema de precios nos muestre que los salarios y las ganancias son componentes de una cantidad determinada y que, como tales, son funciones decrecientes entre sí. Que, en consecuencia, en determinadas condiciones de producción, ningún aumento de los salarios puede tener lugar sin una reducción de la ganancia y viceversa, que ninguna mejora de la condición de una clase sólo puede realizarse en detrimento de la de otra clase”.

La economista inglesa Joan Robinson –también de Cambridge-  puntualizó que si bien el capital puede ser productivo la propiedad del capital no constituye una actividad productiva. Esta es la respuesta adecuada al devaneo de Milei. El único factor que pertenece al individuo y que el individuo puede proporcionar a la sociedad es el trabajo. Otros factores, si existen, pertenecen y son proporcionados por la comunidad. De ello se deduce que los seres humanos explotan a otros seres humanos desde el momento en que reciben algo sin trabajo a cambio.

En otras palabras: el capital es productivo pero el fruto de esta productividad pertenece, como el resto, al trabajador. De hecho, el capital es producto de la abstinencia, pero la abstinencia en cuestión no es la de los empresarios. Sería absurdo hablar de abstinencia de los empresarios, cuando el más abstemio entre ellos consume más que el más pródigo de los trabajadores. Por un lado, es lo que el sistema salarial impone cada día al trabajador y, por otro lado, fue la abstinencia forzada de quienes anteriormente padecieron el proceso de acumulación primitiva.

¿Qué es el «proceso de acumulación primitiva» –un concepto que, al parecer, Milei y su mentor extremista Rothbard pasaron por alto?. Toda ganancia empresarial presupone un capital preexistente, es decir, una acumulación previa de beneficios. Del mismo modo, todo salario implica la existencia de un proletario: un ser humano cuya pobreza lo obliga a vender sus brazos, pues no posee nada más. Ese salario basta para reproducir su fuerza de trabajo (mantenerlo vivo y apto para trabajar), pero no le deja excedente alguno que le permita dejar de venderla. Esta es la esencia de la separación estructural entre el trabajador y los medios de producción.

A diferencia de los modos de producción anteriores, el capitalismo no otorga a los medios de producción privilegios institucionales. Están a disposición de cualquier persona que está dispuesta y es capaz de comprarlos. La desposesión y proletarización de los seres humanos, por lo tanto, debe reproducirse a sí misma de forma automática y continuamente.

Pero, si los salarios reproducen a los trabajadores y el beneficio reproduce a los empresarios, y si una vez establecidas estas relaciones se reproducen a sí mismas de forma automática (la violencia sólo sirve para proteger el orden existente contra la violencia de los que tratan de perturbarlo), tiene que haber habido un momento dado de acumulación original o primitiva del «capital», que fue el producto de algo más que un beneficio capitalista anterior, así como un primer trabajador que se vio constreñido por alguna cosa diferente al sistema de salarios.

Según Marx este “primum movens”, fue el despojo directo o saqueo de una cierta categoría de hombres, un acto previo de violencia: es decir, la acumulación originaria o primitiva. De la misma manera, en el plano internacional, el “primum movens” fue un acto inicial de expoliación directa de ciertas naciones sobre las demás: es decir, una acumulación originaria. Donde se implanta el capitalismo, los pueblos y naciones preexistentes son explotados sin necesidad de violencia, porque ya han sido previamente despojados de todo mediante actos de violencia originaria.

Por supuesto, se entiende que la explotación de esta manera se trata en términos éticos. No hay nada de amoral en ello. Por su naturaleza, esta noción es ética en sí misma y la cientificidad del marxismo no puede hacer nada al respecto. Lo científico en el marxismo es sólo la demostración del carácter irreductible del antagonismo y, por tanto, de la necesidad objetiva de la lucha de clases y de su continua acentuación hasta la desaparición definitiva de las clases mismas, en lo referente al tiempo. 

Cuando se trata de tiempoespacio -según la lúcida categoría pergeñada por Immanuel Wallerstein- el desarrollo nacional en un mundo de naciones, para aquellos escasos países periféricos donde esto resulta posible dentro del desarrollo desigual (Argentina se cuenta entre ese reducido pelotón), requiere que la lucha de clases se subordine a una alianza de clases que permita concretar la integración nacional. Es ese programa edificado sobre esas bases donde las mayorías nacionales encuentran su palanca para elevar el nivel de vida a tono con las expectativas y al menor costo político posible. El desarrollo capitalista, lejos de ser un mal sueño, es el antídoto contra el infierno de la pobreza sin destino.  

Si todo lo que está presente en esta Argentina que está para atrás son estos mitos, prejuicios y versos infames es porque enfrente hay un vacio notable, que por lo visto es difícil de ocupar. Habrá que creerle a los Redondos en eso de que cuando la noche es más oscura se viene el día en nuestro corazón. Al fin y al cabo, Juan Salvo está viajando en el tiempo.

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