Las acciones a escala nacional para construir una alternativa que supere el actual estancamiento histórico entre los fracasos de pasado y la operación desmanteladora del presente requieren tener en cuenta el panorama mundial. Pero al mismo tiempo es necesario forjar lazos de fraternidad con generosidad de miras para converger con todos quienes tienen su destino atado al de la Argentina.
En la mítica época de las viejas redacciones de diarios, donde el humo de los cigarrillos era una bruma apenas inmóvil a media altura entre el suelo y el techo, se repetía una historia que hablaba de la versatilidad de la profesión periodística.
En ese relato, mil veces evocado, el jefe de sección le dice al cronista: “ché, Felipe, prepará cuarenta líneas sobre la Navidad”. El escriba pone cansinamente una hoja en la máquina de escribir y antes de apoyar los dedos en el teclado le pregunta al jefe: “¿a favor o en contra?”.
Te lo contaban con fruición y hasta un dejo de cinismo en la sonrisa torva que acompañaba el relato. Hoy parece sacado de una novela romántica que idealizaba la tarea de contar los hechos y su orden causal como una misión sagrada, ejecutada por una suerte de sacerdotes de la verdad, que no le creían a nadie su versión hasta que se desmenuzaban los datos, a los que había, obviamente, que presentar con rigor y en lo posible con cierta elegancia.
Ejercitando la nostalgia, podríamos decir que entonces la lucha entre intereses para exponer distintas visiones como presuntas verdades era bastante más transparente que ahora, cuando se disputaban ideas y las mercancías –así fuesen habladurías– estaban a la vista de quien quisiera verlas. Con la aclaración válida de que ciegos voluntarios siempre hubo y no han dejado de reproducirse.
Ahora, de un buen tiempo a esta parte, la búsqueda de la verdad se ha vuelto bastante más complicada.
Lo más práctico es decir, con error, que no existe la verdad y que “todo es según el color del cristal con que se mira” (Ramón de Campoamor, periodista, poeta y político conservador español, 1817-1901), pero si la verdad no existe, simplificando mucho, solo queda la voluntad del poder y entonces estamos perdidos.
Ocurre que, como dijo otro gran escritor mucho más conocido, (Antoine Marie Jean-Baptiste Roger, conde de Saint-Exupéry 1900-1944), lo esencial es invisible a los ojos. Y en consecuencia la verdad, como aspecto esencial del conocimiento, también lo es. Casi nunca lo que parece ser la sustancia de un asunto crucial está a la vista como evidencia, sobre todo cuando analizamos fenómenos complejos de la vida social y política.
El segundo paso de esta breve apelación a la epistemología vulgar es asumir que, de todos modos, la verdad existe como un hecho objetivo fuera de nuestras limitadas cabezas, porque de otro modo tampoco nos manejaríamos en nuestras vidas con algo de cordura y, en el mejor de los casos, iríamos corriendo tras ilusiones y fantasías o peor nos quedaríamos siempre a la espera de una explicación que nos brindarían otros.
En conclusión, y con esto concluye esta pequeña incursión en la teoría del conocimiento, a la verdad –que nunca es evidente– hay que buscarla, es decir desentrañarla de las apariencias. Tarea siempre compleja y provisoria, y muchísimo más necesaria ahora en que los ingenieros del caos aplican masivas técnicas de manipulación de la conciencia colectiva con notable éxito y daños enormes para la cultura democrática.
Aquel ideal inacabado
La democracia ateniense (limitada a los ciudadanos libres que componían la polis lo cual la reduce a una aristocracia) fue mistificada a lo largo de la historia de las ideas políticas como el modo superior de organizar y dirigir los asuntos públicos.
Con las ampliaciones sucesivas de los electorados al conjunto de la población, empezando por los no propietarios pero vecinos afincados y pasando por las mujeres hasta llegar a la bajada de la edad a los muy jóvenes, el riesgo de que las elecciones diesen como resultado demagogos y dictadores agudizó los sentidos de los cuidadores del templo (el sagrado recinto áulico donde se ejerce el poder) y sus prevenciones se fueron plasmando en los mecanismos que rigen hoy la designación de los gobernantes.
Bien que mal, la democracia fue mejorando a lo largo del siglo XX –a pesar y en razón de sus terribles caídas dictatoriales– y permitió no pocos avances en las sociedades donde al mismo tiempo iban mejorando las condiciones materiales y culturales de la existencia humana en un proceso interactivo en el que los anhelos de justicia y libertad se iban consolidando con avances en la producción y la distribución de los resultados del esfuerzo común.
La segunda posguerra fue así la época de oro del Estado de Bienestar donde la competencia ideológica entre el sistema capitalista frente el comunista obligaba a todos a mejorar las condiciones de vida de las poblaciones laboriosas.
Bien podría considerarse que la implosión de la URSS, como resultado de su burocratización y rigidez ante la necesaria ampliación de la participación democrática en los asuntos públicos fue desde el punto de vista de esa competencia, una verdadera catástrofe porque el contendiente que quedó en pie rápidamente dejó de poner énfasis en la mejora social como objetivo de toda acción política gubernamental.
Los pícaros y siempre alertas voceros de las corporaciones que paralelamente se iban constituyendo lo relataron como un triunfo del libre mercado cuando ya se había operado una formidable concentración y centralización de la economía mundial.
El mercado libre (más allá de la exitosa marca comercial) nunca existió realmente salvo en los muy breves momentos iniciales de una competencia caótica cuando las fuerzas desatadas por el capitalismo industrial (tras la acumulación previa del colonialismo globalizador que lo hizo en el plano comercial y militar) se lanzaron a expandir la producción y ampliar la explotación de la mano de obra disponible, incluyendo diversas formas de esclavitud y sometimiento.
Duró poco en términos históricos, no solo porque las luchas sociales existieron desde el mismo momento en que se creó la sujeción a las máquinas y la producción en serie, sino también porque las crisis recurrentes de sobreproducción o carestía pusieron en alerta a los administradores del Estado. Ellos también estaban haciendo su aprendizaje de organización de las instituciones, para ordenar la producción mediante regulaciones que garantizaran la atenuación de los ciclos de expansión y caída. Permitieron llevar crecientemente la fiesta expansiva dentro de una cierta paz, no exenta de pujas reivindicativas y reclamos violentos cuando lo evidente era negado por los dueños del capital.
Desde finales del siglo pasado los ideales de raíz iluminista que habían inspirado la madre de las revoluciones transformadoras como libertad, igualdad y fraternidad pasaron a ese leídos con otros énfasis, donde la libertad asociada a la propiedad privada recortó las perspectivas de la igualdad y de ese modo su consecuencia necesaria, la fraternidad, fue relegada del escenario público y la prioridad fue puesta en la eficiencia por una parte, y el orden en su versión más persuasiva, por otra.
Un divorcio impensado
Así fue como asistimos en lo que va de este siglo a una pérdida del potencial transformador que los ideales, movimientos y partidos que reclamaban por la justicia social (entendida como un equilibrio en la distribución y participación enfocada en la promoción humana, no otra cosa es la equidad). Un estudioso de la economía y la sociedad, Thomas Piketty, describió ese proceso como la brahamanización de los partidos populares donde sus dirigencias fueron perdiendo contacto con sus bases hasta convertirse en representantes y administradores de sectores medios más educados que gustan verse a sí mismos como progresistas.
No se puede desconectar ese fenómeno, que se registra en no pocos lugares del mundo, con las corrientes migratorias que fueron desplazando de un país o continente a otro a contingentes que ya no encontraban en sus lugares de origen posibilidades de ascenso social y no pocas ocasiones de mera supervivencia. A esos recién llegados, a veces durante varias generaciones, no se los ha ido considerando parte de la sociedad a la que arriban, muchas veces solos dejando atrás a sus familias tanto temporalmente como para siempre, con desarraigos en diverso grado.
Izquierda y derecha en el sentido ambiguo pero tradicional de ambos términos pasaron a confundirse. Y los acuerdos de cúpula entre los antiguos reformistas o revolucionarios con los muy aggiornados protagonistas del anterior segmento conservador empezaron a aparecer por todas partes. Se mantuvieron, como disfraz, las denominaciones partidarias y casi todos fueron sometiéndose a las leyes del marketing electoral. Éstas implican la ambigüedad y la licuación de las concepciones identitarias en formatos cada vez más superficiales y aptos para ser trasmitidos y captados por clientelas confundidas y motivadas con estímulos sensibles dominantes dentro del espectáculo al que se reduce la política. Las decisiones importantes se discuten y resuelven en otro lado.
Sensible suena tierno, pero en modo alguno lo es porque en realidad un componente clave de estos mecanismos actuales de manipulación es escarbar sobre los resentimientos y cuentas a cobrar que todos los grupos sociales tienen escondido en su interior oscuro, donde viven los prejuicios inconfesables. De ese modo el odio resulta muchísimo más movilizador que el amor, del que la fraternidad es su derivado principal en términos de vida comunitaria. Movilizador, como queda claro, no quiere decir necesariamente constructivo ni integrador.
El sistema dominante ya de por sí es individualista y considera al egoísmo un motor aceptable de acción humana. Si a eso, que es una barbaridad en sí misma, se le quitan todas las compensaciones que requiere la más lógica y elemental solidaridad entre miembros de una misma entidad social, tenemos creado el mejor escenario para administrar sin contemplaciones una sociedad que ignora los lazos que la nutren y ve en el prójimo un competidor antes que un hermano.
Para lograrlo, no hay que dar tiempo para pensar y decantar experiencias. Hay que tener a la gente ocupada en el último escándalo o el próximo romance de los protagonistas del espectáculo como una necesidad del dispositivo en marcha.
“No necesito silencio, yo no tengo en qué pensar”, dice el paisano que nunca va a engrasar los ejes de su carreta, y en el colmo de su desesperanza agrega “tenía, pero hace tiempo, ahora ya no tengo más”.
Estado de bienestar
La brutalidad de la Segunda Guerra Mundial dejó lecciones que era imposible eludir.
Ya había ocurrido con la Primera, entre 1914 y 1918, cuando los campesinos llamados a filas que lograron sobrevivir no querían volver a sus trabajos dependientes y sin perspectivas de futuro en las haciendas señoriales que todavía persistían en las campiñas inglesas y francesas, pero con la segunda gran guerra, el efecto democratizador fue mucho más amplio.
Había que reconstruir las ciudades y los circuitos de producción y consumo. Para colmo, el inmenso sacrificio en número de bajas que ofrendaron la Rusia soviética para derrotar al nazismo en Europa y antes China para resistir al racismo militarista japonés, dejaban como modelos alternativos otros tipos de organización social que interrogaban a las masas europeas y norteamericanas las que respondieron alimentando los frentes populares que por un instante amenazaron seriamente las hegemonías políticas tradicionales existentes. Tal vez allí, apuntemos a modo de hipótesis, empezó la mutación del conservador partido demócrata estadounidense a su pose progresista actual.
“No los unió el amor sino el espanto”, podríamos decir con cierta justificación retórica.
Cierto es que durante un cuarto de siglo, hasta los ‘70, las política públicas en los países más avanzados, que eran también los principales protagonistas de los conflictos bélicos, se enfocaron en mejorar las condiciones de salud, educación y vivienda de las comunidades que querían dejar atrás la pesadilla de los enfrentamientos armados a escala global.
No desaparecieron las guerras, pero ellas se mantuvieron (¿administraron?) localizadas y contenidas ante el riesgo del holocausto nuclear que acabaría con la mayor parte de la especie humana sobre la Tierra. Ese riesgo no ha desaparecido en modo alguno, pero si se ha desdibujado en la esfera del debate público.
Escuelas, hospitales, barrios populares en las periferias de las grandes ciudades y no poco acceso a bienes culturales por parte de amplios sectores de trabajadores fueron la consigna de la época.
Reinaba en esos años una sensación de que la prosperidad estaba en curso, sobre todo al comienzo del ciclo (años ‘50 y ‘60).
Hay que sumar los procesos de descolonización que en Asia y África alumbraron nuevos estados donde las potencias se habían dividido continentes, regiones y pueblos.
El proceso de acumulación sin embargo no dejó de condensarse haciendo de la “cooperación para el desarrollo”, una expresión de nuevos negocios. Al mismo tiempo la industria bélica no tuvo un minuto de parálisis, habida cuenta de que existe una coexistencia pacífica fundada en el poderío de la misilística nuclear, de destrucción masiva, y la proliferación de otros tipos de armas innovadoras y nuevos modos de intervención en la creación de conflictos hasta desembocar en lo que conocemos hoy como guerra irrestricta (Ricardo Auer dixit).
En un cuarto de siglo, gestándose en paralelo con la caída del muro de Berlín y de los intentos de Gorbachov y sus lúcidos camaradas por salvar de la rutina y pérdida de competitividad al régimen soviético, se habían creado nuevas relaciones de fuerza, sobre el reacomodamiento de la gran industria y las finanzas mundiales. Permitieron la aparición del Consenso de Washington, en 1989, proponiendo ajustes que dejaron atrás las metas sociales que habían garantizado altos niveles de vida a la mayoría de las poblaciones, sobre todo en los países más industrializados.
Sobrevino así la conocida revolución conservadora cuyas figuras más mencionadas fueron Ronald Reagan (presidente estadounidense entre 1981 y 1989) y Margaret Thatcher (primer ministro británica entre 1979 y 1990) que deberíamos revisar como fenómeno político con cuidado para entender mejor la ola neoliberal que vivimos hoy (autopercibida en forma un tanto ridícula como anarcolibertarismo), muchísimo más desfachatada pero al mismo tiempo tributaria como su antecesora de la relación de fuerzas que preside la supremacía financiera mundial sobre la producción y el bienestar a escala de cada país.
Al reforzar y blindar el proceso de acumulación, en una fase de coordinación inédita en la historia mundial, el margen de maniobra para el ejercicio de políticas nacionales de integración social y productiva objetivamente se achica, pero es importante saber que no desaparece, solo aumenta la exigencia de afinar las políticas de desarrollo a objetivos cualitativos y estratégicos.
En esas condiciones ciertamente adversas, se libra hoy la lucha nacional para proteger y desenvolver las capacidades creativas de los países que, como la Argentina, mantienen abierta la posibilidad de emerger como sociedades con crecientes niveles de vida y de cultura.
El presente parece sombrío en la medida en que deja de plantearse la prioridad de una convergencia de esfuerzos para abrir a toda la población la oportunidad de participar en los trabajos de creación de una nueva sociedad, próspera y equitativa.
Se practican políticas de enfrentamiento y al mismo tiempo en lo que –mal definido– se denomina “campo popular” reina la mayor confusión, narcisismo, oportunismo y ombliguismo suicida.
Aquí viene a cuento el relato a favor o en contra de la Navidad. Si con esta fiesta de hondo arraigo y origen religioso que articula al conjunto social, cuya celebración ha sido bastante triste, no logramos recrear lazos de amistad, fraternidad, convivencia y solidaridad, vamos a tener que buscar otras opciones y momentos para hacerlo, puesto que lo que falta en cuanto a mirar el porvenir es justamente buscar una convergencia generosa de lo que hoy está disperso.
La desunión es el triunfo de las autoproclamadas “fuerzas del cielo”. Ha llegado el momento de deponer todos los prejuicios y abrir las mentes y los corazones para poder ver lo que es invisible y es al mismo tiempo indispensable, la idea de comunidad que se vuelve acto en el diálogo y la práctica de acciones comunes no solo para resistir, sino sobre todo para iluminar el camino hacia adelante.
Y como ya dijimos: la “batalla cultural” más importante no se da en el palabrerío sino en las conductas convergentes y el entramado de las energías que hoy están a la defensiva. Por supuesto que las barbaridades que se dicen requieren de respuestas sólidas en en el plano teórico, pero que se encarnan y se vuelen fértiles cuando se llevan a hechos y actitudes ampliamente compartidas.