No se busque coherencia intrínseca en las ideologías, porque no responden a un orden lógico. Indáguese su vínculo con los prejuicios más inconfesables que alberga el lado oscuro del alma humana. Y luego, con ese método en proceso, desechando falsas antinomias, identifíquense las contradicciones sustantivas que deben resolverse en un proceso dinámico que permita sumar a toda la población en un proyecto virtuoso e integrador, único camino válido para alcanzar la libertad.
Es imposible funcionar en la asepsia absoluta de la racionalidad, y no sólo por aquello de que “el sueño de la razón produce monstruos”,del perspicaz Francisco José de Goya y Lucientes (1746-1828) quien, cuando todavía no se había hecho la crítica de la Ilustración como más tarde ella misma lo necesitó, ya había descubierto los riesgos de confiar en una sola de las virtudes del talento humano.
El motor de la razón no requiere demostración, pues posee una potencia fenomenal y nos ha dado los niveles de civilización de que gozamos hoy. Son sus desvíos lo que la vuelven peligrosa.
Es frecuente, aunque ingenuo, escuchar que alguien pretende expresarse sin ideología. Eso no existe, pero puede indicar un principio de toma de conciencia sobre el sesgo que una concepción predeterminada impone sobre las opiniones de cada uno. Pero más ingenuo aún es creer que el ideologizado es el otro, puesto que uno presume de pensar y opinar desde la más pura objetividad.
Ni la ciencia escapa de este problema, pero se ha ido dotando de ciertos mecanismos de revisión que – en principio – atenúan riesgos puesto que sus aportes son sometidos a un escrutinio prolijo y no se establecen como principios del conocimiento hasta que son admitidos con un consenso muy amplio y experto. Es decir, han probado que funcionan.
Y ni qué hablar de la vida diaria y la política. Sobre esto haremos algunas reflexiones.
Nunca desaparecen los riesgos distorsivos que la ideología genera – ni tomando todas las precauciones – porque entre medio está la cuestión del poder, que para imponerse necesita presentarse como si aplicara siempre sus criterios de orden con fundamentos legítimos.
Los grandes relatos
El relato iluminista que se despega de la autoridad divina y logra centrar en la razón los criterios de verdad y justicia, significó un gran cambio que dejó atrás el mundo feudal, tan prolífico como fragmentado, que a su vez resultó de la disolución de los grandes imperios de la Antigüedad.
Fueron procesos seculares muy diversos según las diferentes geografías, culturas y tradiciones. Consumieron siglos de la compleja y asombrosa trayectoria de la especie humana. Ahora parece que todo va más rápido, aun cuando subyacen y siguen sin resolverse antiguas cuestiones de la convivencia en este valle de lágrimas.
La Ilustración necesitó del gran relato racionalista para sacarse de encima el portentoso legado de la historia anterior y, en particular, la gravitación del Cristianismo cuya pretensión de universalidad no ha podido ser borrada. Según el discurso iluminista la razón está al alcance de todos, potenciada por la educación, y entonces el porvenir que enfrentamos es luminoso.
En nombre de la razón se estableció a escala mundial el sistema capitalista, donde la acumulación (esto es la apropiación de la renta) requirió de un sólido relato que permitiese ejercer el dominio de unos (pocos) sobre otros (pueblos y culturas) que traería prosperidad para el conjunto del género humano. Así se estableció el sistema colonial que se extendió más de tres siglos.
El reclamo de libertad, igualdad y fraternidad, cuya vigencia es hoy más indudable que nunca, hizo lugar a un sistema productivo y una organización social que se correspondían en su orden y jerarquías, estableciendo la primera globalización que experimentó la especie humana. Todas las anteriores se habían puesto en práctica sobre la base de la exclusión del otro que bajo los criterios de la modernidad debía ser dominado, disciplinado y reeducado bajo los principios de la razón. Relato eurocéntrico, por supuesto, y en su nombre se produjeron inmensos daños a los pueblos y países bajo su dominio, en Oriente Medio, en Asia y en África.
En la América española la expoliación se hizo bajo la protección de la Cruz, pero combinando atrocidades y matanzas (y genocidio por enfermedades) con la imparable mezcla de los conquistadores con la población local. Cuando la defensa de los indígenas los declaró seres humanos sujetos a la evangelización ya hacía mucho tiempo que esa fusión estaba en proceso. La identidad mestiza, criolla, arrancó cuando desembarcó el primer tripulante de las naves conquistadoras.
Una diferencia importante con la colonización portuguesa es que la esclavitud no era admitida en la América española y en ella la expoliación del trabajo indígena se hizo bajo formas jurídicas más laxas y por lo tanto menos estamentales. Allí quizás esté la raíz plebeya de nuestras formas políticas.
La simplificación de que España y Portugal trasladaron a América las formas feudales no ha resistido el paso del tiempo, entre otras cosas porque el propio mundo feudal estaba en disolución en esas metrópolis. A medida que progrese la investigación histórica iremos teniendo más claro la originalidad primigenia de nuestras sociedades, a su vez tan diversas entre sí como lo eran los pueblos que existían a lo largo de un territorio que casi duplicaba el mundo conocido (desde Europa) hasta entonces.
Los elementos unificadores (básicamente la burocracia real que tenía por encargo la administración de los territorios divididos en virreinatos y el monopolio de la lengua española) determinaron un relato oficial que, si bien no podía omitir lo que era evidente de la complejidad cultural precolombina, de todos modos ponía en un mismo plano de sumisión/administración lo que se pretendía gobernar/cristianizar.
La Compañía de Jesús fue expulsada de los territorios del rey, entre otros fuertes motivos, por su aptitud para encontrar formas organizativas originales para la nueva realidad social que se forjaba en la fusión conquistadores/conquistados. Y no sólo por las misiones en la vertiente tupí-guaraní puesto que sus miembros estuvieron presentes en prácticamente todas las geografías americanas conquistadas.
Un dato histórico curioso exhibe esa complejidad: la yerba mate producida en su zona ecológicamente apta y aprovechada con anterioridad por las culturas en ellas establecidas se consumía, por vía de la propia Compañía y su dispositivo de comunicaciones y transporte, hasta México a lo largo de toda Sud y Centro América. La orden franciscana, que a partir de 1767 se hizo cargo de la mayor parte de los establecimientos jesuitas (misiones, estancias, colegios, seminarios y templos) no pudo mantener esa red y con ello hizo lugar a la introducción del cacao como infusión para consumo popular.
Agreguemos que la expulsión de los jesuitas no fue sólo una decisión con efecto americano. Los echaron primero de Portugal y sus dominios, y luego de España, Francia y cortes italianas como Parma y Nápoles-Sicilia, todas en manos borbónicas. Fue ordenada por Clemente XIII y su sucesor, de corto mandato, Clemente XIV, completó en 1773 la tarea con la disolución de la Compañía bajo la presión política fenomenal que suponía eliminar un poder muy extendido y al mismo tiempo muy enraizado con formas de gobierno mucho menos despóticas.
La “nueva” esclavitud
La esclavitud de la antigüedad había caído en desuso con la disolución de los grandes imperios, básicamente el romano, y si bien no había desaparecido pues seguía siendo un método para aprovechar la mano de obra de los vencidos en las guerras, no era una forma social admitida en el mundo medieval, que prefería atar al dependiente a la tierra y obligarlo a producir su propio sustento además de generar prioritariamente las rentas que acaparaba el señor. Sistema que duró, con altibajos y variaciones de todo tipo, seis o siete siglos.
Las formas de acumulación priorizaban el comercio y el saqueo antes que la mano de obra esclava. Esto cambió con la expansión del capitalismo colonial a escala mundial y África, expoliada en sus recursos lo fue también de su gente, con la complicidad activa de reyezuelos y esclavistas de diversa laya, muchos de ellos árabes.
Cuando el Reino Unido se convierte en la mayor potencia marítima, relegando a los Países Bajos y acosando a franceses y españoles (en los portugueses casi siempre encontró aliados), ese comercio infame alcanzó su mejor momento expansivo, pero chocó con la conciencia civilizada y la voz de las iglesias y los movimientos antiesclavistas. Gran Bretaña la abolió formalmente en 1833 para convertirse en su financiadora por cuenta de corsarios y esclavistas provenientes de las más variadas latitudes.
El tema, aunque antiguo, no es menor. Recordemos que aún no ha desaparecido la esclavitud, aunque la censura moral sea hoy de condena absoluta, bajo cualquier forma que se la conozca, como trata de mujeres y hombres o explotación infantil.
Y lo que es más interesante para entender del propio capitalismo, al que miopes creyentes siguen elogiando y repitiendo hoy que está profundamente comprometido con la democracia, implica señalar que así como la esclavitud fue un gigantesco y oprobioso negocio mundial entre los siglos XVI y XIX (del que no estuvieron excluidas las colonias americanas tanto en su versión católica como protestante), ocurrió porque el sistema dominante encontraba con ello formas eficientes de obtención de ganancias extraordinarias.
A esa tendencia se opone la visión humanista que considera a cada persona digna de respeto y protección, y no parece ocioso traerlo a cuento.
Tensión con la democracia
La democracia es mucho más que un mecanismo electoral. Es, ante todo, una forma perfectible de convivencia y participación en los asuntos públicos, es decir de todos.
Al ser su sustancia integradora por definición se choca con los procesos de acumulación, que se nutren de las diferencias y sacan provecho de la desigualdad. Sin embargo, a lo largo de la historia, la dialéctica capitalismo/democracia se ha mostrado fecunda, al aportar esta última las prioridades sociales que, sin tener que pensarlo mucho, tienen que ver con la ampliación de los mercados. De modo no inocente, claro.
Donde la democracia ha regulado virtuosamente a los mercados el capitalismo ha florecido, no sin secuelas indeseables (en los procesos coloniales, como vimos, desastrosas para los países dominados), que congelan estamentos sociales y permiten la aparición de oligarquías que hacen todo lo necesario para preservar su poder y no pocas veces lo logran.
En el último medio siglo los conocidos procesos de concentración económica y financiera han acelerado su marcha, traduciéndose en una puja entre oligopolios que recurren a métodos eficaces de manipulación de las voluntades de los representados, es decir de los ciudadanos. Esta tensión está muy lejos de apaciguarse, más bien lo contrario. De eso se trata hoy, en profundidad, el debate en los países centrales, justamente los que más han desenvuelto hasta ahora sus circuitos productivos y de distribución, a los que la voracidad de los dueños del dinero cuestiona crecientemente sus niveles de bienestar y calidad de vida.
El capitalismo, en su punto más alto de sofisticación tecnológica, ritmo de producción y productividad consecuente se ha vuelto insaciable, paradójicamente cuando están dadas todas las condiciones para que el conjunto de la humanidad avance hacia un estadio superior de convivencia, tanto en lo que hace a su existencia material como al despliegue de las expresiones culturales propias de cada pueblo.
Y en la Argentina todo eso pega del peor modo, fracasando en crear una comunidad organizada, caracterizada por valores como la fraternidad y la equidad. No es casual, puesto que no somos un país sin posibilidades de realización plena, todo lo contrario. Su desarticulación conviene a los intereses que ponen el ojo en los recursos que disponemos, tanto humanos como naturales.
Por eso las operaciones ideológicas sobre el pueblo argentino tienen una larga historia que no empezaron con las redes sociales pero ellas las aprovecha a pleno, favoreciendo la confusión y manejos segmentados de los diversos grupos y clases que componen comunidades nacionales y en nuestro caso con una impronta identitaria muy fuerte.
La trampa de la ideología binaria
Izquierdas y derechas su enfrentan, se odian, se excluyen y se necesitan imperiosamente para bloquear entendimientos que son absolutamente indispensables para perpetuar su dominio.
Ambas impostoras (izquierdas y derechas) se repelen y al mismo tiempo comparten la necesidad de exclusividad con que llegan a sus “públicos”, aunque podríamos decir clientelas. Como no tienen mucha entidad en tanto son recitados desarticulados enraizados en prejuicios inconfesables, sobreviven excitando antagonismos irreductibles.
Apuntemos que esas matrices ideológicas sobreviven porque aportan certeza y consuelo en un mundo de insatisfacciones extendidas sin respuesta por parte de las dirigencias políticas y sociales. Sobre todo, explican por qué estamos como estamos, tan enojados, y nos ofrecen en bandeja los culpables.
Son la negación de la racionalidad bien entendida, aunque los argumentos adopten formas pretendidamente irrefutables.
No busque el lector coherencia en el discurso de las ideologías, puesto que no la hay, pero sí para entender su funcionamiento es necesario asumir que hay un sólido lazo confirmatorio con las creencias más íntimas que deben ser revisadas a la luz de convocatorias amplias, sin dejar nadie afuera. Y sobre todo superar un cuadro actual en el que prevalecen las contradicciones artificiosas que se plantean con otros semejantes que padecen los mismos problemas.
Hay que trabajar para superar los abroquelamientos que nos empujan a la confrontación y al mismo tiempo, como condición indispensable, crear los terrenos de colaboración nacional y social que nos lleve a respetarnos como compatriotas en una misma nación donde nadie quede excluido ni haya dueños sino en todo caso mayores responsables de conducir y/o gestionar las áreas que a cada uno le toquen.
Olvidarse de “las fuerzas del cielo” que sólo reconocen a los “argentinos de bien”. Esta consigna divisionista lleva a la violencia, primero verbal e inmediatamente después a las vías de hecho.
Hay que tender las manos al vecino, al comprovinciano, al compatriota, y con ese gesto abrir el corazón y la cabeza, saliendo del encierro actual, tan negativo y angustiante.
Cerremos con la recordada corrección que hizo el general Perón cuando volvió al país en 1973 a la consigna sectaria de que “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”, señalando que para “un argentino no hay nada mejor que otro argentino”.
Ahora, en las actuales condiciones de fragmentación, desarraigo, pobreza y manipulación deberíamos dar un paso más en esa misma dirección constructiva, señalando que “para un peronista no hay nada mejor que otro argentino”, como vacuna frente al ombliguismo que hoy amenaza ser la contrapartida de la cruel ideología dominante que hace todo lo necesario, cada día, para enconar y enfrentar a nuestros compatriotas en cualquier tema, la mayoría de ellos asuntos completamente marginales y secundarios, cuando no irrelevantes. Poniendo a la luz las contradicciones sustantivas, única forma de establecer prioridades sólidas en la acción de gobierno, podremos trabajar en la búsqueda de coherencia, algo que sólo puede darnos un trabajo convergente, integrador y solidario.