Nada de aristócratas atenienses reunidos en el foro parados sobre un sistema esclavista. Con las fiestas y el cierre del año vienen la sana costumbre de desearnos amor y paz. En este contexto de odio, puede ser un gesto revolucionario. La fraternidad y un programa potente de despliegue de las capacidades creativas permitirán superar esta etapa sombría.
El gobierno logró en octubre una victoria electoral con un padrón achicado por la abstención luego de que la oposición obtuviera en septiembre una rotunda victoria en las desdobladas elecciones de la Provincia de Buenos Aires.
Entre ambos hechos tenemos una expresión ciudadana de apariencia contradictoria que merece ser analizada para intentar entender, con algo más de detalle, las tendencias en juego.
La composición de ambas Cámaras del Congreso Nacional, teniendo en cuenta los resultados y los pases borocotizados inmediatamente posteriores le otorgaban al oficialismo en los números cierta comodidad para sesionar y sancionar leyes. Pero hete aquí que apenas se comienzan a tratar cuestiones centrales en Diputados, como el Presupuesto, las presuntas mayorías se vuelven líquidas.
Con prudencia inesperada, los que parecían venir por todo, (léase Patricia Bullrich), bajan la bandera de la reforma laboral en el Senado y la pasan para febrero, temiendo otro revés como ocurrió en la Cámara Baja con el capítulo XI del Presupuesto Nacional donde estaban incluidos los ajustes en materia de discapacidad y financiamiento universitario.
Los vencedores de octubre tienen pies de barro y se empantanan. Como a nadie le gusta comer vidrio, ponen violín en bolsa y a otra cosa mariposa, haciéndose los distraídos. Insistirán por otro lado en su designio desmantelador.
El voto al gobierno en las elecciones para renovar la legislatura no puede entenderse de otro modo que como un claro mandato de no volver al pasado, opción que dos años antes fue cerrada con el triunfo de Milei en el balotaje.
Los vencedores de entonces, entusiasmados con tan inesperado como rotundo pronunciamiento popular, creyeron que tenía carta blanca para proceder a la demolición institucional de un país que tiene problemas estructurales pero también una profunda vocación democrática de desarrollo pleno.
Asimismo, se equivocan los presuntos vencedores sobre la representación que invisten, pero se nota menos por puro entusiasmo e irresponsabilidad tanto de los protagonistas como de sus epígonos comunicacionales.
Creen en el azar, en la ruleta o en la fortuna, sin saber que ya Maquiavelo, a comienzos del siglo XVI, había advertido de que estas condiciones requieren, para no naufragar, de la voluntad y la inteligencia en la administración del estado.
El problema, sin embargo, está en el campo popular, no en la intencionalidad regresiva del mileísmo. No hay que pifiarla en el diagnóstico so pena de equivocar en la estrategia.
Deshilachada la sociedad por políticas equivocadas, cuestionada la capacidad representativa de las dirigencias y sometida la opinión pública a una fortísima operación de manipulación ideológica el resultado no debiera sorprender a nadie.
Milei no es más que un efecto catalizador, un personaje provocador de la televisión, pero cuando se pone su disfraz de superhéroe se la cree y se vuelve dañino.
Todo lo que hay que reformar en el sector público, (que es muchísimo) se transforma en un objetivo publicitario de la motosierra y, cuando pueden, los destructores entran a los palazos y destruyen.
Donde hace falta corregir y mejorar, evitando la burocratización y los quioscos de peaje, esta gente quiere hacer tabla rasa amparada, como artículo de fe, en que la “iniciativa privada” lo hará mejor por definición con menores controles.
No logran asumir el conocimiento histórico básico de que la complejidad de las sociedades contemporáneas requiere administraciones muy eficaces de los intereses generales para orientarlos hacia el bien común. No ocurre espontáneamente como imaginan estos creyentes en el dios-mercado.
Ignora (tal vez intencionalmente por brutalidad o quizás solo por incultura, cuestión para historiadores de la psicología), la verdad elemental de que el mercado, para funcionar bien y contribuir a la prosperidad general requiere de regulaciones virtuosas que deben a su vez ser mejoradas de modo permanente conforme cambian las formas de acumulación.
La relación de fuerzas
El poder no lo ganó Milei, lo perdió el campo popular por creer que lo que se hacía era suficiente para garantizar el bienestar mientras se desintegraba el cuerpo social y aumentaba la marginalidad y lo pobreza.
La confusión ganó entonces el espíritu de la mayoría, y es bastante claro que se expresó como repudio. No fue un proceso mecánico sino inducido por usinas mundiales que en todas partes incentivan la distracción y consiguiente atomización para consolidar el poder de las grandes corporaciones tecnofeudales, según la aguda definición de Yanis Varoufakis.
Funciona porque encuentra a la organización social con las defensas bajas. Y esto a su vez se debe a que la transición entre el capitalismo industrial (que incluye la agricultura actual) hacia el dominio financiero permitió aprovechar los dirigidos avances tecnológicos para concentrar aún más la riqueza, sobre una mejora parcial de la calidad de vida de la humanidad en modo alguno equivalente al que rige en los sectores opulentos.
La explosión de la productividad trajo paradójicamente consigo un aumento de la concentración y la desigualdad, cuando debió ocurrir todo lo contrario. Hubo una renuncia o incompetencia de quienes debían conducir tan formidable proceso hacia condiciones donde el ejercicio de la libertad estuviese inspirado en la igualdad y al mismo tiempo regido por la fraternidad. Eso es lo que se quebró.
¿Había existido antes? No en modo suficiente, pero sí como aspiración compartida por todos los pueblos.
La concentración no operó sólo sobre la riqueza, sino también sobre los criterios culturales dominantes. Sobre esa base se estableció y en eso todavía estamos, por un lado, la renuncia de la mayor parte de las dirigencias a confrontar en serio con tal formidable poder y, por otro, una degradación del sistema democrático, considerado como el más participativo que se había podido construir a lo largo de la historia.
Así, la “molestia” que generaba en el poder concentrado la libre expresión de las voluntades populares tuvo una solución también técnica: se optó por la manipulación a escala global.
Estamos padeciendo eso en casi todas partes, con distintos modelos de imposición de creencias. Saberlo no nos exime de responsabilidades, puesto que tenemos un vínculo directo con quienes compartimos este país, que no es sólo una geografía para residir sino una comunidad (dañada) para consolidar y ampliar.
En efecto, nuestra responsabilidad por el prójimo empieza por reconocer que existen compatriotas con diverso grado de necesidades y dificultades en aumento.
Negar esto es el principio de la cerrazón interesada del libertarismo, donde cada cual tiene que arreglárselas por su cuenta con independencia de la suerte que corra el vecino, el compañero de trabajo, el conciudadano que confiere el mando a alguien para que resuelva los problemas.
Trastocar la participación real por una ficción de popularidad es la receta que hasta ahora se impone. Quizás tenga que ver con la necesidad de no sentirnos absolutamente solos como resultaría de ser cierta tanta desvergonzada propaganda individualista.
Individualismo y consumismo van de la mano. No son ambas deformaciones nuevas, pero se han entronizado como principales.
Por eso decimos que hay poco por celebrar, pero las razones que tenemos son suficientemente generosas como para proponer un cambio de calidad en la política, que es la tarea noble de atender al conjunto. O sea que en lugar de establecer divisiones pensar en la sumatoria. No es tan difícil, pero por momentos parece imposible.
En el estado de fragmentación actual parece una tarea imposible, pero conviene reflexionar (y las fiestas de fin de año son propicias para ello por su contenido gregario) que tenemos muchas más cosas que nos unen que aquellas, odiosas, que nos dividen.
Los grandes ideales (elementales en muchos casos) tienen la virtud de movilizar lo mejor de cada uno. Cuando desaparecen o se opacan, afloran las conductas rapaces que se convierten en dominantes. O sea, tenemos que dar la batalla de la fraternidad por una cuestión de supervivencia, en primer término, y por una genuina construcción en común que va a instalar también virtudes públicas como paradigmas de conducta, algo hoy ausente.
No hay buenos y malos per se (o cualquier otra división con que esta falsa dicotomía se disfrace, peronistas o antiperonistas, por ejemplo) sino que todos llevamos dentro la noción de justicia y el anhelo de libertad real, que supone disponer de los bienes necesarios “para el ejercicio de la virtud”, como enseñaba Tomás de Aquino y muchos autodefinidos tomistas olvidaron ganados por el elitismo que lleva a la soberbia.
Esto que es elemental fue durante mucho tiempo ocultado por un idealismo de pacotilla que presumía que cada cual hacía de su vida lo que quería, coartada perfecta para desentenderse de los menos favorecidos pero igualmente dignos de los mismos derechos que todos. Así la acusación de “materialismo” o “economicismo” encubría la consolidación de desigualdades bien reales y pesadas.
Ahora, con la concentración de riqueza y fuerza que opera a escala mundial e incide en cada país (muy dolorosamente en el nuestro) todas las expresiones de desprecio por el otro reaparecen con fuerza.
No es mérito de la capacidad de persuasión del libertarismo, que es muy rudimentario, sino resultado de una relación de fuerzas que es imprescindible identificar y a partir de allí organizarse para cambiar.
Por eso decimos que si bien hay poco para festejar, lo bueno es que nada está definitivamente perdido si logramos revertir la actual decadencia moral y social estableciendo objetivos realizables de mejora comunitaria, sanitaria, laboral y educativa para el conjunto, en primer término.
Nada de volver a un pasado que, con avances y retrocesos, no atendía al conjunto de la sociedad, sino recuperar todo lo positivo que la Argentina construyó a lo largo de su historia para dar un salto consciente hacia adelante a partir de las posibilidades reales de que disponemos en territorio, recursos tanto humanos como naturales, y una tradición de convivencia pacífica donde las diferencias movilicen la mejora colectiva y sean la sal del debate.
De eso se trata vivir en democracia a esta altura de la civilización.
Nada de aristócratas atenienses reunidos en el foro parados sobre un sistema esclavista. Por primera vez tenemos como algo propio de este siglo, pero ya entrevisto con claridad en el pasado reciente, la certeza de que la humanidad puede resolver positivamente sus necesidades y hacerlo de modo inteligente, sin destruir el planeta en el cual vive.
Para lograrlo tiene abierto el ancho y generoso camino de la participación democrática en el esfuerzo y goce de los resultados.
Tal nuestro voto esperanzado en los tiempos por venir, un horizonte de oportunidades que requieren coordinar en la diversidad todas las fuerzas populares cuya creatividad aparece en cuanto se crean las condiciones para su florecimiento.