Cada vez son más los adolescentes y jóvenes que, conforme se expanden los dispositivos para jugar on line, padecen ludopatía. La regulación es notablemente insuficiente, pero lo que no se advierte con claridad es el giro copernicano que ha dado la subjetividad del jugador en general, que ahora acepta hacer apuestas en dispositivos programables y programados, como si no quedara azar sino destino.
No sucedió en un garito ceñido por una venda floja de humo azul sino en uno de los Casinos nacionales, el de la Rambla marplatense, por ejemplo, antes de ser contaminados por las maquinitas tragamonedas. Sucedió en tiempos en que abundaba la presencialidad en esta materia, o sea, tiempos pre pandémicos, cuando asomado a una ruleta se acomodó un pelirrojo bebedor de whisky, gordo, sanguíneo, lleno de várices, que jugaba con desesperación a la segunda docena en general, pero sobre todo al 21.
Había muchos entendidos en la materia, mezclando chances de color, docenas y columnas, y también cargando plenos por sectores. Componían minuciosas series perdedoras (32, 15, 19, 4, 21, por ejemplo, o 20, 14, 31, 9, 22, 18) y pronunciaban los debidos argumentos de consolación: “La bola quedó corta, venía bien pero se cruzó en el último rebote”.
Según transfería dinero a la banca con fluidez inapelable, el apostador gordo y sanguíneo clavaba los ojos en su número cuando la bola se echaba a rodar, y pretendía no perderlo de vista pese a la euforia giratoria de la ruleta. Estaba decididamente agotado. Había salido negro el 4 y otro apostador oportunista dedujo que aquel hombre era un amante del 19 o del 21, los colorados que flanquean al 4 y son pródigos cuando se los acierta (en: felicidad, dinero, anestesia para este valle de lágrimas, etcétera) o son hostiles cuando se convierten en los heraldos de la perdición.
Puñalada trapera: como el tipo coronó de nuevo al 21 con una parva de fichas, el otro, el jugador oportunista que se había acomodado a su lado, pensó que venía “atrasado” (en parte por la obstinación del gordo en seguir “buscándolo”) y que él debía jugar a negro el 4, número vecino, aunque acabara de salir. Retorcido el hombre. Miró al paño y constató que nadie suponía que repetiría (Error: si es posible –insistió en su alma–, también es tan probable como las veces anteriores).
El gordo y sanguíneo hizo un ruido y se desplomó. El jugador oportunista lo vio a través de los humores sombríos de los apostadores. Pensó en jugar al 4, que en el tapete lucía huérfano de apuestas como la prueba de una ligereza colectiva, aunque el amante del número vecino, el 21, boqueara como un pez fuera del agua y padeciera convulsiones. Había caído con él un vaso de cristal vacío de whisky, pero con dos cubitos de hielo que salieron disparados como insectos hacia el rincón más oscuro de la sala.
Hubo silencio. Un jugador se llevó las manos a la cara y cerró los ojos. Otro miró el techo y exclamó: “¡Médico! ¡Médico!”
Varios dieron media vuelta y permanecieron de espaldas a la ruleta. Una mujer abrió una cartera de cuero negro, extrajo un espejito de mano y un lápiz labial, pero permaneció paralizada, mirándose como si no reconociera su boca. El gordo, luego de las convulsiones, parecía más calmo, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo. El jugador oportunista pensó que volvería pronto a la normalidad y podrían dilucidar la intriga respecto del 21, su número preferido, y del 4, la traición estadística. Pero el tipo no daba señales de recuperación, y entonces apareció el Jefe de Sala.
Traje negro, cara enharinada, pelo peinado a la gomina, se dirigió al croupier y dijo con voz de bajo, de sepulturero, que trajeran una manta y llamaran al servicio sanitario. Al hombre del 21 le salió una forma ignominiosa, un charquito de orina. Los dejaba. El Jefe de Sala se dio cuenta y ordenó que llamaran a la policía y que no lo tocaran hasta que se apersonara el juez interviniente. Hizo una mueca desagradable, y como si emergiera de un profundo sufrimiento se acarició la gomina seca en el costado de la cabeza, deslizando una mano hacia atrás y estirando la cara hacia adelante.
El apostador oportunista estaba furioso. Vio el tapete lleno de fichas y al croupierreubicado en su lugar de comando, pero sin intención de continuar. El Jefe de Sala debió percatarse de que algo no funcionaba, de que el oportunista estaba al borde de un ataque de nervios, y de que el resto de los jugadores haría exactamente lo que les ordenara. Una mujer giró alrededor de la mesa hasta donde estaba el muerto, estiró el cuello y murmuró: “¿La verdad? Ni se ve.”
–¿Qué vamos a hacer? –dijo el apostador oportunista con entonación monocorde– ¿La banca quiere que retiremos las apuestas y nos vayamos a casa? Todos menos el muerto, se entiende…
La mujer que había girado alrededor de la mesa repitió que al pobrecito no se lo veía, y el Jefe de Sala midió la situación con odio.
–La otra alternativa es tirar esta bola y después ver cómo sigue la cosa –continuó el oportunista, impertérrito–. Y la verdad es que ni se ve, como bien señaló la señora.
Hubo un suspiro general de alivio y todos comenzaron a parlotear a la vez mientras doblaban las posturas. El número asociado con la desgracia, el 17, recibía un flujo feroz de fichas adicionales, y también el 21 porque alguien dijo que el muerto lo había coronado con el resto que le quedaba. Un hombre mayor se puso metafísico y planteó que tal vez la fortuna concediera al finado el último deseo. Pero el apostador oportunista continuó traicionándolo: coronó al negro el 4 con todo lo que tenía.
Instalación para jugar
La ludopatía, como cualquier otra adicción, mata. Pero aun suponiendo la existencia de un juego responsable, y concentrando la atención en la situación descripta más arriba, surgen algunas líneas de interés. La presencialidad facilita los controles referidos al acceso de menores, por ejemplo, o de quienes tienen prohibido el ingreso por haber gestionado la exclusión merced a la Ley de juego compulsivo, eventualmente sancionada en su jurisdicción. También asegura que el dispositivo para hacer apuestas sea lo que se ve, y por lo tanto sea digno de fe y cumpla relativamente con el “ver para creer” del apóstol Tomás sin mediaciones que habiliten recelos o sospechas adicionales.
Aunque no se lo mencione en el relato, aquel gordo sanguíneo y sus compañeros de aventuras casi con seguridad probaban suerte con un mecanismo que en la Argentina se conoce como Ruleta “europea”, la que tiene 37 números en la rueda, desde el cero hasta el 36 inclusive. En ese dispositivo por cada peso apostado a un pleno, a un número, si éste resulta ganador el jugador afortunado cobra 36 pesos, o sea, una ganancia de 35 más el peso de la apuesta. Semejante modalidad arrancó desde mediados del siglo XIX en Francia, cuando se incorporó el cero a la rueda para generar y garantizar a la banca un margen de ganancia del 2,7% de las apuestas con una probabilidad de 1/37. O sea que desde entonces los jugadores gananciosos cobraron 36 por pleno incluida la apuesta (ganancia con una probabilidad de 1/37), transfiriendo de paso cierta plusvalía adicional a los capitalistas para evitarles sobresaltos. La Ruleta “americana”, en cambio, paga lo mismo pero con 38 números en la rueda porque además del cero tiene el doble cero, y la probabilidad entonces cambia a 1/38, o sea, alrededor de 2,63%. Finalmente, esta diferente esperanza entre la banca y los jugadores se da reforzada, siempre para evitar sobresaltos a los capitalistas del juego, por disposiciones reglamentarias como los límites a las apuestas individuales y el control de que no sean burlados por arreglos en la sala entre apostadores asociados.
En el relato, habida cuenta de que aparecen personajes como el croupier o el Jefe de Sala, queda claro que el dispositivo para jugar (la ruleta en ese caso) es mecánico o analógico, no es digital. Por mecánico o analógico podría amañarse (algo virtualmente imposible en un Casino nacional, donde además la vigilancia y las tareas de mantenimiento son obsesivas y hacen a su prestigio), pero no podría procesarse. Los dispositivos digitales son los procesables, y por lo tanto programables y programados, cuestión que no fue destacada con el debido énfasis: hay algo fraudulento en los juegos que por su propia naturaleza no cumplen, al sacrificar el azar, los requisitos mínimos de los juegos realizados con dispositivos analógicos.
El azar sin suerte
En el principio fueron las máquinas tragamonedas, una parafernalia que se volvió digital y prologaría la creciente expansión del juego online. Curiosamente, cuando algunos publicistas dijeron a los apostadores que las máquinas estaban diseñadas para que pagaran un premio con determinada frecuencia, estos aceptaron la confesión, y entonces de hecho también aceptaron el azar programable y programado. Realizaron un giro copernicano en su subjetividad y decidieron que dispositivos digitales, y por lo tanto programables y programados, se hicieran cargo de sus apuestas.
Los estudiosos del juego lo saben: en salas como la descripta más arriba, en el relato moralizante con final dramático (un gordo sanguíneo que muere sin alcanzar su número), el dispositivo para apostar es mecánico y debe funcionar bien, de manera tal que se preserve el azar. También es posible la mejor regulación y control en múltiples aspectos de la sala donde el relato transcurre, de manera que sea inaccesible para los menores, por ejemplo, lo cual no sería tan sencillo si el dispositivo para apostar derivara de nuevas tecnologías en materia de comunicación. Pero cuando llegaron los Casinos on line, sus publicistas pusieron en duda las instalaciones tradicionales, y aseguraron que los juegos digitales restaurarían el imperio del azar. Lo hicieron ampulosamente, apelando a conceptos nuevos para el común de los mortales, como el de los algoritmos generadores de números aleatorios, entre otros, y lo asombroso fue que tuvo lugar, como lo demostró el éxito creciente de las apuestas en Internet, una suerte de masivo acto de fe.
Los nuevos adictos
Quienes han analizado la cuestión coinciden en que el crecimiento del juego online se dio sustancialmente merced a la pandemia, y que los menores de 18 años, que tienen prohibida la participación en apuestas, apelando a la falsificación de datos y documentación, o creando perfiles falsos con datos de algún adulto lograron sortear los impedimentos para probar suerte. La adicción a los juegos online, en tanto grave patología, entre otras consecuencias puede ocasionar la pérdida de relaciones interpersonales, el aislamiento social, la falta de rendimiento escolar y laboral, el desinterés generalizado y largos períodos de profunda depresión.
Un reciente trabajo del Observatorio Humanitario de Cruz Roja Argentina (“Apuestas online y adolescencia: construyendo entornos seguros”) que fue difundido por Y Ahora Qué? a comienzos de diciembre, dejó claro que se da una alta exposición de los adolescentes (el 60%) al juego online, merced a la acción publicitaria de influencers, deportistas y personas famosas, páginas web, eventos deportivos, streaming y otros estímulos por el estilo. Entre las motivaciones dominantes del ingreso a las apuestas online, por ejemplo, se destacan la curiosidad (89%), el entretenimiento (84%) y la expectativa de “ganar dinero rápido”. El inicio es temprano y progresivo, con una brecha de género marcada porque los varones apuestan tres veces más que las mujeres (24%, frente al 8%) y presentan mayor frecuencia e intensidad de juego, siempre en el marco de un “acceso facilitado y sin controles efectivos”.
Según la encuesta de Cruz Roja Argentina el 80% de los adolescentes consultados percibe como insuficientes las regulaciones para prevenir la ludopatía, y consideran que las medidas para impedir el acceso de menores a los juegos en red no funcionan. Pero además de poner de manifiesto un nivel superior de conciencia que el de las autoridades respecto de esta problemática, exhiben un sentido común conmovedor: el 75% demanda “establecer controles más estrictos sobre plataformas”, al tiempo que un 40% solicita “talleres y campañas educativas”, y conocer “dónde pedir ayuda”. Un altísimo porcentaje (entre el 79 y el 87%) afirma que “en sus hogares y escuelas se habla poco o nada sobre apuestas online”.
En conjunto los hallazgos sugieren que las apuestas online, agrega el trabajo de Cruz Roja Argentina, configuran “un fenómeno altamente accesible, socialmente validado en ciertos entornos juveniles y potenciado por el ecosistema digital, sin regulación efectiva en la práctica”. Además es un panorama que “plantea desafíos para la protección de derechos de niñas, niños y adolescentes, particularmente en lo relativo a alfabetización digital crítica, prevención de riesgos económicos y cuidado de la salud mental”. Y los datos evidencian la urgencia de políticas preventivas integrales que combinen regulación, educación digital, acompañamiento familiar y estrategias de intervención en entornos digitales. Se propone, por lo tanto, el “bloqueo de dominios ilegales”, en articulación con empresas de telecomunicaciones y organismos reguladores. De este modo se “permitiría impedir el acceso desde redes públicas y privadas, especialmente en entornos escolares”. También se concluye que sería útil “fortalecer controles en billeteras virtuales” y “desarrollar campañas de prevención digital con participación juvenil”.
Finalmente, corresponde agregar que mientras se difundía en Argentina el valioso trabajo de Cruz Roja sobre los menores y el juego online (aunque sin poner bajo la lupa la naturaleza de todo juego digital) en Australia fue sancionada la prohibición, desde el miércoles, del acceso de menores de 16 años a una decena de plataformas (como Instagram, Facebook, Threads, X, TikTok, Reddit, Snapchat, Reddit, Kick, Twitch, YouTube, y siguen los nombres), las cuales serán fuertemente multadas si no toman “pasos razonables” para verificar la edad de sus usuarios y suspender las cuentas de los menores de 16 años. La iniciativa es difícil y valiente, pero dicen que una niña de 12 años dijo: “Cada me gusta (like), cada notificación, cada video corto, libera dopamina y mantiene nuestros cerebros enganchados, incluso si no nos hacen más felices ni saludables. Los jóvenes merecemos algo mejor. Merecemos la oportunidad de descubrir quiénes somos sin algoritmos que nos digan qué nos gusta, qué pensar y cómo sentir.”