En ¿Democracia muerta? (Ariel), el politólogo uruguayo-chileno Juan Pablo Luna —profesor en McGill University y en la Escuela de Gobierno de la Universidad Católica de Chile, y una de las voces más incisivas para pensar la crisis democrática latinoamericana— sostiene que muchas de nuestras democracias no están “a punto de morir”, sino atrapadas en una fase crónica de debilitamiento. Luna las llama “democracias lánguidas”: mantienen elecciones limpias y alternancia pero no tienen capacidad real para cumplir promesas, mover la aguja en la vida cotidiana de la gente ni reconstruir la confianza.
En esta entrevista con Y ahora qué?, Juan Pablo Luna propone un diagnóstico estructural que va mucho más allá del comodín “populismo”: un modelo de desarrollo agotado, Estados cada vez con menos palancas, el avance del crimen organizado y de mercados ilegales que ofrecen a los jóvenes —desde las apuestas online hasta el microtráfico o las plataformas de contenidos— salidas que la escuela y el trabajo formal ya no garantizan. Sobre ese piso inestable se montan liderazgos como los de Milei, Trump o Kast, que explotan décadas de frustración con el Estado y combinan antiestatismo, promesas de orden y, en el caso europeo, un fuerte componente nativista y xenófobo. Chile aparece como laboratorio privilegiado: del estallido y la esperanza que despertó la llegada de Gabriel Boric al giro conservador, el avance de Kast y una sociedad menos polarizada que cansada y anti-política. La Argentina, como caso singular donde la economía organiza todo, el escándalo tiene poco costo político y la baja violencia homicida convive con un “pacto de doble delegación” entre política, policía y mercados ilegales. La conversación cierra en el lugar más incómodo: si los grandes problemas de época —Big Tech, clima, crimen globalizado— desbordan al Estado nación, y nuestras instituciones liberales fueron diseñadas para otro mundo, la pregunta ya no es solo cómo defender la democracia, sino cómo reinventarla para que deje de ser, como dice Luna, un dispositivo que funciona en la superficie pero llega cada vez menos al fondo de la sociedad.
–En el libro definís la democracia en su estado actual como una “democracia lánguida”. ¿Qué significa que la democracia haya entrado en una fase de debilitamiento crónico —aunque no necesariamente esté al borde de la muerte— pese a que se siga votando, haya alternancia y funcionen las instituciones? ¿Qué valores de la democracia se vacían de contenido cuando el sistema no logra dar respuesta a las demandas sociales?
–En el libro hago un contraste entre las cosas que solemos mirar —populismo, polarización, retrocesos autoritarios— y otro tipo de configuración que vemos menos. Ahí recupero la noción de “pluralismo lánguido”, de Tom Carothers, y la traduzco como “democracia lánguida”. Es lo que vemos hoy en Perú, en Chile, en Ecuador, en Colombia: tenés elecciones limpias, competitivas, alternancia entre opciones que, en el papel, son diferentes. Pero esa alternancia no logra generar los cambios que promete. Los gobiernos llegan, se debilitan muy rápido, tienen lunas de miel cortas, muestran mucha dificultad para implementar las políticas públicas con las que hicieron campaña. Todo esto se da en un contexto de desafección y desconfianza ciudadana que se mantiene en niveles altos.
–En América Latina, la figura del populismo se ha trivializado, es decir que se lo referencia como si fuera el problema que afecta a la democracia. Sin embargo, en tu libro insistís en factores más estructurales y profundos: mercados ilegales, agotamiento del modelo de desarrollo, colapso de los partidos políticos y, sobre todo, la incapacidad del Estado para afrontar los problemas actuales. ¿Cómo se combinan hoy estos procesos en la región?
–Tenemos un modelo de desarrollo bastante agotado, sobre todo en su capacidad de ofrecer futuros deseables a una parte importante de la ciudadanía. Tenés cada vez menos empleos de alta calidad, muy restringidos, y mucha gente que se va quedando fuera —o se siente fuera— del mercado laboral formal, algo que la revolución tecnológica tiende a profundizar. En paralelo, el crimen organizado y los mercados ilegales ganan peso en nuestras economías. Eso se traduce también en escándalos políticos, en dirigentes involucrados en distintos tipos de transacciones con esos mercados. Esos escándalos van deslegitimando a los actores tradicionales y, por extensión, al sistema político. Ahí se arma una tormenta perfecta: frustración con el Estado y con el mercado, problemas de seguridad, escándalos permanentes en la opinión pública.
–¿Qué hallazgos concretos te está arrojando ese estudio en colegios de Uruguay y Chile?
–Cada vez más, las nuevas generaciones miran hacia esos mercados ilegales o informales, muchas veces potenciados por plataformas tecnológicas, como vehículos para estructurar horizontes de futuro. Por un lado, al menos como promesa, perciben las oportunidades que allí se abren como viables para alcanzar los niveles de consumo y bienestar a los que aspiran. Esa aspiración, además, se ha globalizado. Por otro lado, también encuentran que las posibilidades que ofrecen vehículos clásicos de movilidad social como ir a la escuela, invertir en educación, llegar a la universidad y obtener retornos que permitan ascender socialmente son muy limitadas. Esa promesa, en la región, está quebrada. En Uruguay, por ejemplo, la deserción en educación media supera el 50% a nivel general y llega al 65% en barrios críticos; el promedio nacional es similar al de Guatemala. Casi la mitad de quienes tienen más de 18 años no terminó el liceo (escuela secundaria). ¿Qué empleos van a poder tener en un mercado laboral cada vez más dual, donde unos pocos acceden a buenos trabajos y el resto sobrevive a fuerza de changas y rebusques? En Chile, los jóvenes siguen yendo al colegio, pero lo viven más como un espacio de socialización y, muchas veces, como un lugar donde empiezan a armar pequeños negocios, más que como palanca de movilidad social. No hablo solo de microtráfico. Veo con fuerza los mercados de apuestas y el crédito informal para financiarlas. En el caso de las chicas, la venta de contenidos en plataformas como OnlyFans, el fenómeno de los “Sugar Daddy”. Todo eso pasó a cumplir el rol que tenía el fútbol cuando nosotros éramos chicos: el atajo hacia la movilidad social. Hoy el trabajo en plataformas, la inversión en cripto —los “criptobros”— y todo el mercado de préstamos que aparece en los colegios, financiado en parte con dinero del microtráfico en los barrios, son percibidos como alternativas al mercado formal y a la educación. En la medida en que el poder del Estado para mover la aguja en la vida de la gente se reduce, los políticos que lo administran se van quedando sin recursos reales para cambiar algo sustantivo.
–¿Podés explicar la idea de pérdida de “palanca de movilidad social” con algún ejemplo concreto?
–En Chile, después de una disminución sostenida de los campamentos, se ve un crecimiento geométrico desde 2010, que se acelera con el estallido social y la pandemia. Hoy estamos de vuelta en niveles históricos de tomas de tierras. La diferencia está en quién organiza esas tomas.
–¿En qué consiste esa diferencia en la organización de las tomas?
–Históricamente, los organizadores eran grupos de vecinos, muchas veces ligados a organizaciones sociales o políticas, que ocupaban el terreno, construían viviendas precarias, armaban comités y postulaban a subsidios del Ministerio de Vivienda. Ahora, una parte importante de las nuevas tomas las organizan grupos criminales. Llegan con una Caterpillar, cercan el terreno, lo lotean, lo urbanizan de forma precaria y venden los lotes. La gente compra porque son más baratos y construye viviendas permanentes de tres pisos. Esa población ya no va a pedir un subsidio al Ministerio. El Estado perdió esa palanca de acción. Y esas familias prefieren ir ahí porque la banda les da mejores “bienes públicos”: seguridad, algo de urbanización, cosas que no ven en el Estado. En Perú, por primera vez, se revierte el patrón de migración interna: ya no se migra de la periferia a Lima buscando trabajo y cercanía con el Estado, sino de Lima hacia la selva, atraídos por los mercados de tala y minería ilegal. Es gente que busca incorporación y acceso al consumo saliéndose, con los pies, del Estado. Y todo esto convive con lo que vos señalabas: un desplazamiento hacia lógicas de gobierno más autoritarias.
–En el libro hablás de democracias “iliberales” y de liderazgos que vulneran derechos e instituciones, sobre todo en lo relativo a la división de poderes. Y, al mismo tiempo, planteás que esos liderazgos de derecha radical aún no terminan de consolidarse. ¿Cómo caracterizarías hoy estos liderazgos, tanto en América como en Europa?
–Un elemento interesante —pensando en Milei, pero también en Trump o en alguien como Elon Musk— es que muchos de estos liderazgos llegan con una retórica abiertamente antiestatista: desmantelar el Estado, ser “el topo” que lo dinamita desde dentro. Eso está muy alineado con lo que plantean figuras como Peter Thiel. Ahí se produce una conjunción entre ese discurso y la experiencia de la gente después de 20, 30 o 40 años de frustración con el Estado. Pensemos en el repartidor de Rappi que vota a Milei: se ve a sí mismo como emprendedor, con su bicicleta y su mochila, y quiere “sacarse el Estado de encima”. Se cruzan esa nueva economía política y una experiencia prolongada de promesas incumplidas: la promesa alfonsinista de que con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura, terminó, para mucha gente, siendo una promesa vacía.
–En ese contexto, cuando hablamos de democracias de baja intensidad, algunos sectores hablan de una “vuelta al fascismo”. Hay una discusión fuerte alrededor de ese concepto. ¿Qué posición tomás en ese debate?
–Muy rápidamente caemos en la tentación de decir que volvimos a los años ‘30, que esto es una “vuelta al fascismo”. Yo trato de matizar esa lectura. Hoy los Estados tienen menos poder relativo, y a nivel de economía política y geopolítica están debilitados frente a las grandes tecnológicas. Eso hace que estos liderazgos tengan menos capacidad de consolidar un régimen autoritario pleno que los autócratas del pasado, más allá de sus alianzas con grandes corporaciones. Lo que vemos son péndulos: liderazgos muy duros en el estilo y en la performance, pero con pies de barro. Les cuesta sostenerse, sobre todo mientras las reglas básicas de la competencia democrática siguen en pie.
–Ahí querría desdoblar la reflexión. Por un lado, ¿qué factores alimentan la inestabilidad de esos liderazgos? Y, por otro, ¿hasta qué punto son comparables el nacionalismo de Trump y la “desnacionalización” que propone Milei? A este respecto, se me ocurre que persisten ciertas diferencias entre países centrales y países en desarrollo.
–Yo creo que hay diferencias importantes, en efecto. Pero, más que pensar en nacionalismo versus desnacionalización, el clivaje central está en el nativismo europeo. En Europa, los liderazgos de derecha radical son fuertemente nativistas y xenófobos. Eso tiene que ver con cambios demográficos profundos —la relación entre insiders y outsiders, sobre todo africanos— y con componentes culturales y religiosos que generan mucho potencial de movilización. En América Latina, aunque hay brotes xenófobos ligados a la diáspora venezolana —Chile y Perú son buenos ejemplos—, eso todavía no alcanza la densidad que sostiene a los liderazgos nativistas europeos. En Estados Unidos, el caso de Trump se parece en algunos sentidos al europeo, pero con menos anclaje: por la tradición del melting pot (“crisol de culturas”), por la historia de país de migrantes y por una estructura demográfica distinta. En América Latina y en Estados Unidos, estos liderazgos se apoyan más en el malestar económico: desplazamiento de viejos insiders, pérdida de trabajo, inflación. Por otro lado, en buena parte de la región, y cada vez más, la seguridad pública se ha vuelto el eje central.
–Me interesa cruzar esto con la experiencia reciente argentina. Acabamos de vivir un ciclo casi “de laboratorio”: inseguridad sobredimensionada, una economía devastada y una secuencia de escándalos. Y, sin embargo, en el caso de Milei, da la sensación de que el escándalo no tiene costo. ¿Cómo ves ese cuadro?
–La Argentina es muy distinta al resto de la región por la centralidad de la economía. Milei logra algo muy eficaz: asociar la “casta” con la debacle económica, con la corrupción, el clientelismo y el Estado visto como principal responsable de la espiral inflacionaria. Ahí la inflación y la desincorporación social de una sociedad que estuvo previamente incorporada, son clave para entender lo que pasó. Y, pese a todo lo que pueda resultar aberrante de Milei, mucha gente sigue privilegiando la promesa de estabilidad, ante décadas de crisis e inflación como telón de fondo. El caso argentino es interesante también en materia de seguridad: si uno buscara una alternativa a Bukele para explicar la caída de la violencia homicida, Argentina funciona muy bien. Pero en buena medida por lo que Marcelo Sain, Hernán Flom y Matías Dewey llaman “pacto de doble delegación”.
–¿A qué te referís con “pacto de doble delegación”?
–Básicamente, a que la política le entrega a la policía el control y la regulación de los mercados ilegales a cambio de una reducción de los homicidios. En esa transacción se liberan territorios para otros negocios —delitos contra la propiedad, microtráfico, etcétera— y aparecen las coimas policiales, que terminan financiando también a la política y tocando al sistema judicial. Es un esquema más de “plata que plomo”, pero que, desde el punto de vista de la opinión pública, baja la centralidad de los mercados ilegales, la violencia y la inseguridad en comparación con otros países de la región.
–Te llevo a Chile y a las últimas elecciones, en las que José Antonio Kast le ganó a Jeannette Jara en e balotaje.
–Yo he argumentado varias veces que Chile hoy no es una sociedad polarizada, sino más bien una sociedad profundamente antipolítica. Lo que está polarizado son las élites, en una lógica que a la ciudadanía le hace poco sentido. Lo único constante es un rechazo fuerte al sistema y una gran desconfianza en las instituciones. Al mismo tiempo, hay un giro de todo el espectro hacia la derecha que se cristaliza en el plebiscito de la primera Convención, con el triunfo del Rechazo. Es un giro conservador clásico después de un momento de ruptura: el estallido, la elección de Gabriel Boric, una Convención que “se va de mambo”. Ahí se reconstituye una coalición de orden: se revaloriza un pasado percibido como más ordenado, con más crecimiento, menos migrantes y menos inseguridad. Eso se expresa no sólo electoralmente sino también en la política pública. El gobierno de Boric es, paradójicamente, el más “mano dura” desde la transición, con más de 50 leyes de endurecimiento penal y un aumento significativo del presupuesto para las policías. Y aun así la ciudadanía sigue percibiendo “mano blanda”.
–¿Por qué ganó Jara en primera vuelta, entonces?
–La de Jara fue una victoria más bien nominal. Ganó la primera vuelta porque hay alrededor de un 30% del electorado —de centroizquierda e izquierda— que sigue aprobando al presidente, a su gestión y a este gobierno. Ese es el “piso duro” de la centroizquierda. El problema es que tiene un techo bajo. Y, además, ese 30% no es tanto el mundo estudiantil o juvenil que solemos asociar a Boric, sino más bien gente de entre 30 y 45 años. Los menores de 30, en la primera vuelta, votaron de manera significativa por opciones de derecha o antisistema, como Franco Parisi. Ahí hubo un límite muy claro para el crecimiento de la izquierda: nunca convenció a los pobres y perdió a los jóvenes. En buena medida, los defraudó a ambos.
–. ¿Cómo interpretás esa preferencia por más autoritarismo en favor de Kast? ¿Deberían ser pensadas como un continuo con las políticas de mano dura del gobierno de Boric o como un cambio de clima más profundo?
–En términos normativos, la mayoría sigue diciendo que prefiere la democracia. Pero hay una demanda muy fuerte por políticas de mano dura. En Chile se habla de “pasar bala”: si la gente sale a protestar, hay que reprimir. Pasamos de un 80% que veía con esperanza el estallido a un 80% que hoy diría que, si hubiera otro estallido, habría que reprimir duramente. Lo mismo ocurre con los migrantes. Kast ha prometido expulsar a todos los migrantes irregulares, incluso a padres de niños nacidos en Chile si ellos están en situación irregular. Y hay apoyo a esa agenda: más cárceles, más poder para la policía, estados de excepción, etcétera. Yo, como extranjero, vi muy claro este ethos autoritario en la pandemia. Chile tuvo medidas de aislamiento extremas: había que entrar a la web de la policía para pedir permiso para ir al supermercado o pasear al perro, te daban pocos permisos y tenías que salir con ese pase. A mí eso me parecía aberrante en términos de libertades democráticas básicas. Pero a muchos chilenos les parecía genial, una muestra de buena gestión y control del virus. Ahí pensé: acá hay un resorte autoritario fuerte, un ethos ligado al verticalismo y a una compulsión por la autoridad, que yo creía más bien retrospectivo —asociado a quienes valoran el legado de Pinochet— y que, sin embargo, empezó a aparecer también de manera prospectiva.
–¿Qué escenarios imaginás para ese ethos autoritario en un próximo gobierno de derecha en Chile?
–Pensando en un gobierno de Kast, tengo dos hipótesis que no son excluyentes. Una es que, como muchos gobiernos anteriores, se dé de bruces con sus promesas, tenga una luna de miel muy corta y enfrente enormes dificultades para gobernar y responder a la demanda de mano dura y orden. La otra es que, sobre todo en el plano performativo y comunicacional, pueda sostener su popularidad sin lograr demasiado en materia de políticas públicas concretas, pero sea suficiente con gestos de autoridad y acciones de mano dura. Eso podría prolongar su luna de miel y reconfigurar un poco el péndulo que viene marcando la política chilena desde hace años. Y no tengo claro cuál de los dos escenarios es menos problemático.
–En algunos momentos planteás la idea de una “crisis crónica” de la democracia. ¿Cómo se sale de esa crisis?
–No tengo idea. Parte del problema es que nuestras instituciones de democracia liberal —que valoramos y queremos preservar— fueron diseñadas para el Estado nación y la sociedad industrial. Funcionaron relativamente bien ahí. Hoy cambiaron la sociología política, la comunicación política y la economía política. Esa institucionalidad está desfasada de la realidad. Los grandes problemas actuales —regular las Big Tech, enfrentar la crisis climática, lidiar con mercados ilegales que mueven enormes volúmenes de dinero— requiere soluciones que exceden al Estado nación. Y, al mismo tiempo, la transición hegemónica entre Estados Unidos y China está resquebrajando las instancias de cooperación supranacional y multilateral.
–¿Cómo impacta esta aceleración de cambio en la capacidad de los Estados nación para entender y enfrentar estas crisis?
–Elegimos gobernantes cada cuatro o cinco años. Antes las lunas de miel duraban dos o tres años; hoy duran cuatro, cinco, seis semanas. Tenemos una arquitectura institucional pensada para otro tiempo social y otro tipo de conflicto, mal adaptada a los desafíos actuales. Si como civilización queremos evitar escenarios de violencia masiva o colapsos poblacionales, necesitamos diseños institucionales mejor adaptados a la sociedad en que vivimos: más multinivel, más líquidos, pero también más participativos e inclusivos. Más allá de esas intuiciones, me parece que estamos todos bastante perdidos.