Si como dice el Gobierno la inflación es generada por la emisión monetaria, ¿qué tienen que ver los sindicatos y las leyes que amparan a los trabajadores con la suba de precios?
Los escarceos del gobierno en torno a la fijación del salario mínimo vital y móvil (SMVM) para el primer trimestre de 2024 expresan –objetivamente- la voluntad política de bajar las remuneraciones de los trabajadores y de las personas que reciben transferencia de la seguridad social. Es que el SMVM es un precio que sirve de parámetro a un cúmulo de transferencias, por ejemplo el plan Potenciar Trabajo o la beca Progresar. Ponerlo tan bajo implica condenar a la malaria incluso a los jubilados, que tienen en este precio una referencia para indexar sus haberes.
El gobierno mantuvo para enero el mismo valor del SMVM de 156.000 pesos de diciembre. El casi 50 % de inflación de esos dos meses te lo debo. Para febrero lo elevó a 180.000 pesos y para marzo a 202.800 pesos. Un trimestre con 30% de aumento, con una inflación que al menos se aguarda del doble para el mismo lapso.
En el Consejo del Salario, el ámbito establecido por ley en el que el gobierno convoca las representaciones gremiales de los trabajadores y los empresarios para definir el número, los sindicalistas propusieron un ajuste mensual vía índice de precios al consumidor. Otra alternativa era aumentar 85% en febrero el SMVM y llevarlo a 288.000 pesos. En la reunión virtual la gremial empresaria rechazó ambas propuestas sin plantear nada. El gobierno entonces se sintió con las manos legalmente libres para sancionar la exacción al bolsillo popular.
Acomodaticios
El actual oficialismo libertario es una de las (no muchas) variantes de los monetaristas argentinos. Cualquiera sea el matiz del pelaje común entre estos reaccionarios muy conservadores, comparten un curioso fervor por la falta de rigor en aplicar las enseñanzas de sus referentes. Mejor dicho, el de acomodar esas enseñanzas a los intereses que tradicionalmente representan, reñido hasta el enfrentamiento con el interés nacional. El enfoque sindicatos-inflación del célebre Milton Friedman, padre del monetarismo, contrastado con el episodio SMVM, prueba fehacientemente, que la racionalización espuria es la marca en el orillo de los monetaristas argentinos.
El Presidente de la República y el equipo económico que lo acompaña comparten la creencia en la responsabilidad del déficit fiscal como causante del exceso de dinero en circulación en la economía. Según ellos a la postre devendría en inflación con un retraso de hasta dos años. Por lo tanto, asumen la necesidad de obturar su expansión con un ajuste del orden del 3% del PIB en las cuentas públicas, lo que podría llevar, según sus propios cálculos, a una caída en el nivel de actividad del orden del 5% para el primer semestre de 2024.
Se configuraría así un escenario de “estanflación” en el cual durante un tiempo, que podría extenderse entre seis meses a dos años, conviviría una altísima inflación con una caída pronunciada en el nivel de actividad. Espera el Gobierno que durante ese período baje lo suficiente la circulación monetaria para frenar la inflación. En su lógica, la estabilización del nivel de precios devolvería la economía a un sendero de crecimiento que, al cabo de unos 45 años, nos volvería la envidia del mundo desarrollado. Ese sería el fruto magnífico de evitar la intervención del Estado y dejar actuar al dios Mercado y a las Fuerzas del Cielo, que obrarían sus milagros a través de la restricción en la circulación monetaria.
Los sindicatos y Friedman
En el decreto 70/2023 se busca “poner fin tanto al déficit fiscal como a la emisión de dinero necesaria para financiarlo y, con ello, a la única causa de la inflación empíricamente cierta y válida en términos teóricos”. Ahora bien, si como dice el gobierno la inflación es generada por la emisión monetaria, ¿qué tienen que ver los sindicatos y las leyes que amparan a los trabajadores con el empinamiento de la inflación? Y eso al punto de que el DNU 70/2023 tiene como uno de sus puntales la derrota y el desarme del movimiento obrero organizado para que la flexibilización laboral que propugnan no encuentre resistencia.
Milton Friedman diría que no tienen nada que ver. En efecto, según explica Seth Ackerman, editor ejecutivo de la publicación norteamericana Jacobin Magazine, en una nota publicada el 24 de abril pasado, “en la visión ideológica que subyacía a la teoría cuantitativa, la economía privada era una fuente de estabilidad y eficiencia macroeconómicas, mientras que todas las perturbaciones graves del funcionamiento armonioso del capitalismo procedían de políticas de creación excesiva o insuficiente de dinero por parte de un banco central torpe (…) Los defensores del laissez-faire consideraban que los sindicatos eran monopolios destructores de la eficiencia. Pero admitir que el comportamiento de los agentes privados en el mercado —incluso de los agentes que se comportaban de forma monopolística— podía causar disfunciones sistémicas como la inflación o la recesión supondrían una acusación contra el libre mercado y abriría la puerta a una justificación de la intervención sistemática del Estado”.
Es por eso que promediando la década del ‘70 Friedman, tras volver de un viaje a Londres declaró que se encontraba “consternado por el apoyo generalizado al ataque a los sindicatos como forma de atacar la inflación”. Se lamentaba de que “en Gran Bretaña la explicación que todo el mundo da de la inflación es que ésta está causada por los sindicatos, los codiciosos obreros avariciosos que fuerzan al alza los salarios que causan la inflación”.
Se equivocó de Paraíso Perdido
Friedman estaba equivocado ni bien se admite que la inflación es una respuesta del nivel general precios a la presión de los costos y no está impulsada por el supuesto aumento de la emisión monetaria. Si la eventual alza de los salarios privados no es financiada por el Estado, una política que nunca ha recibido la atención y el enorme crédito que merece, entonces lo pagan los precios incrementados. Es más, la inspección del cuadro de los salarios comparados del G-20 es un indicio serio de que en la Argentina estamos en presencia de un conflicto político endémico.
En nuestro país se pagan salarios que están apenas por sobre la media más baja, menos de la mitad del promedio del G 20 y una cuarta parte de los países que están por encima de la media del grupo. Éste es un mundo entrelazado para lo mejor y para lo peor. La vida que se quiere vivir la establecen en la cultura global, en la que tallan los países que están por encima del promedio. Con salarios de 966 dólares mensuales (en este tipo de dólar técnico útil para la comparación global) estamos para andar a las trompadas viviendo de frustración en frustración.
La corrección
Corregir ese estado de cosas implica –sí o sí- subir el poder de compra de los salarios, lo que empieza por alzarlos nominalmente. Obvio, con estos monetaristas imposible, porque nos vamos a los caños. Los que crean que es cuestión de trabajar más en vez de subir la remuneración del trabajo deberían mirar la comparación internacional de horas trabajadas. Así no seguirían solicitando sacrificios que, por otra parte, se hacen desde hace mucho tiempo.
En la década del ’60 había inflación empujada por los costos –entre ellos el aumento de salarios-, pero los trabajadores iban ganando participación en el producto bruto. En la torta, como quién dice. Y es falso que éso repercutía en que nos quedábamos sin dólares, porque entre 1962 y 1975, salvo un par de años, siempre hubo superávit comerciales, aunque fuesen módicos. O sea: las exportaciones fueron mayores que las importaciones. Japón pasó en la misma época por una etapa similar y con los mismos síntomas inflacionarios. Y justo cuando los japoneses arreglaron el pacto nacional y abatieron la inflación a nosotros nos tocó la dictadura genocida.
No hay que perder de vista que el cuadro de los salarios o, mejor dicho, la notable fractura que expone, sugieren que el ajo se encuentra en las reglas de juego particulares en las relaciones internacionales. Esto pone en entredicho al orden internacional existente y la transferencia unilateral de la riqueza que genera. Si todos ponen más o menos la misma cantidad de horas en el crisol de la producción mundial y unos sacan diez veces más que otros, hay un problema.
Los libertarios que nos gobiernan refutarían que si son más ricos y consumen más que otros, no es porque se apropian de una parte de la producción de otros sino porque producen más que los otros. Es decir, consumen más porque ellos producen más. En efecto, si se demostrara que, año tras año y en el conjunto del período que se considere, los países desarrollados sólo consumen lo que producen, las sabias teorías sobre el imperialismo económico, la explotación de una nación por otra, etcétera, servirían nada más que para alimentar el bochorno del izquierdismo cultural.
Pero, ¿cómo saben los libertarios que este es realmente el caso? Lo que un país consume («consume» en sentido amplio, es decir, englobando a los dos consumos, final e intermedio) es igual a lo que produce más lo que importa menos lo que exporta. Entonces, para poder decir que el consumo no excede a la producción, los libertarios primero deben asegurarse de que las importaciones no exceden a las exportaciones. A dos conjuntos heterogéneos de bienes que son comparables sólo a través de los precios. Desde el momento en que esto último se pone en tela de juicio las previsibles afirmaciones libertarias se vuelven irrelevantes.
Al conjunto de los precios actuales, es cierto, las importaciones de los países desarrollados de bienes y servicios en el largo plazo no exceden significativamente sus exportaciones. Sin embargo, si se toma otro conjunto de precios las importaciones de estos países pueden perfectamente valer varias veces sus exportaciones. Así que de cualquier manera que se aborde se llega a una alternativa: o bien no hay explotación a nivel internacional y los países industrializados no le deben nada a la periferia que no sea caridad, o el vehículo de la expoliación es el sistema existente de formación de precios en el mercado mundial y ninguno otro.
Si se decide un día proceder a una rectificación de la situación por medio de una transferencia unilateral opuesta, por lo tanto a favor de la periferia, esta transferencia no podrá, a su turno, ser materializada más que bajo la forma final de bienes adicionales que cruzan las fronteras de los Estados interesados. Como, por otra parte, ni las balanzas de pagos ni las deudas pueden ser acrecentadas hasta el infinito, el único vehículo posible de esos bienes será, una vez más, una modificación en los términos de intercambio, que es la relación entre precios de exportaciones y precios de importaciones. Es por esto que el precio mundial constituye actualmente el principal desafío, incluso, en última instancia, exclusivo del conflicto Norte-Sur.
El cacao aumenta muy fuerte en Londres (referencia mundial), informa estos días el Financial Times. Dice que los africanos que lo producen y los sudamericanos seguirán cobrando lo mismo por las bayas. La diferencia se la van a engullir los trabajadores y las empresas chocolateras en los países desarrollados. ¿El chocolate -o lo que sea- de la periferia empobrece a sus trabajadores y ese mismo insumo enriquece a sus homólogos del centro? Es lo que hay que corregir en aquellos países que pueden, por caso la Argentina.
Los libertarios ni de casualidad están en condiciones intelectuales –y tal parece que espirituales- de entender cómo funciona verdaderamente la acumulación a escala mundial. La economía capitalista realmente existente les resulta esquiva. Enfrentar los albures de la economía global implica entender que hay que subir los salarios como condición necesaria. Los libertarios son bajistas. Un desatino profundo –quizás el más profundo- en un mundo regido por el intercambio desigual. Habrá que ver en qué desemboca este brutal sinsentido de la política en general y de la política económica en particular, mientras se sigue navegando en un mar de desatinos con el único objetivo cierto de volver al país anterior al 17 de octubre de 1945. Eso sí, no antes de quince años más y con efecto pleno dentro de cuarenta y cinco, según sus propios heraldos.