Milei trata de presentarse como un teórico del crecimiento sin lograrlo, y aquí se explica por qué. Pero además eligió la economía como campo de batalla ideológica porque advirtió que sus adversarios políticos fallan en esta materia. No saben cómo contestarle, por fuera de opinar que dice pavadas o que lo que lo hace va a terminar mal. Sin explicar lo que harían ellos, ni por qué terminaría mejor.
El viernes 3 de enero, el diario La Nación publicó una columna de opinión con la firma del Presidente Javier Milei, titulada El retorno al sendero del crecimiento. Algunas de sus connotaciones políticas ya fueron comentadas en La semana de Su Excelencia de la edición anterior.
Dejando de lado las mistificaciones propias del discurso presidencial en torno a la historia argentina, la columna introduce un elemento de novedad. Hasta entonces, habían aparecido ideas y argumentos sobre los impulsos que este gobierno dice darle al crecimiento como parte de mensajes más amplios. Ahora tienen una formulación específica, coherente. Es decir que se transformaron en un argumento por sí mismas. No son solamente parte, aunque fuese sustancial, de una exegesis general. Y más allá de las conveniencias publicitarias, Milei expone una idea del crecimiento sumamente ingenua que dice mucho sobre el devenir de su gobierno.
El análisis que será desenvuelto no tiene la finalidad de explicar la evolución de la teoría del crecimiento. Eso requiere de un tiempo y una dedicación que exceden largamente a los límites del análisis político, y corresponden a otro espacio. Lo que se busca, en cambio, es señalar las falacias del discurso presidencial, y la importancia que adquiere una comprensión sobre el tema para el campo nacional.
Tasas de crecimiento diversas
El artículo de Milei comienza con una cita a Robert Lucas Jr, de 1985, que vale la pena reproducir entera: “Las tasas de crecimiento del PIB per cápita son diversas… Mientras que la renta de la India se duplica cada 50 años, la de Corea lo hace cada 10. La situación de un indio, en promedio, será 2 veces mejor que la de su abuelo, mientras que la de un coreano 32 veces mejor… No entiendo cómo se pueden observar cifras como estas sin ver que representan posibilidades. ¿Podría tomar el gobierno de la India alguna medida que permitiera que la economía india creciera como la de Indonesia o la de Egipto? En caso afirmativo, ¿cuál exactamente? En caso negativo ¿qué hay en la ‘naturaleza de la India’ que lo impida? Las consecuencias que tienen este tipo de cuestiones sobre el bienestar humano son sencillamente estremecedoras: cuando uno empieza a pensar en ellas, resulta imposible pensar en otra cosa”.
Milei repara en que la pregunta aplica a la Argentina y “todo país que busque mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos”. Añade: “La cuestión no es nueva. Ya en 1776, Adam Smith había señalado que la conjunción de mercados libres (la mano invisible y su correlato con los de derechos de propiedad), rendimientos crecientes (fábrica de alfileres), progreso tecnológico, aprendizaje en la práctica (capital humano específico), en un contexto de un Estado mínimo y una política monetaria impoluta (patrón oro), nos traería el ansiado bienestar. Sin embargo, esta llama de esperanza fue apagada por la visión oscura de los rendimientos decrecientes de Thomas Malthus y sus seguidores. Es más, cuando a finales del siglo XIX e inicios del XX la profesión estaba tomando cuenta del error, la llegada de la Gran Depresión y de John M. Keynes desvió el debate durante medio siglo, hasta que Paul Romer y Robert Lucas Jr. lo trajeron nuevamente al centro de la escena (sin menospreciar grandes aportes como los de Harrod, Domar, Solow, Swan, Usawa, Hahn, Phelps, Cass y Koopmans), para que en 1989 Mankiw, D. Romer y Weil le dieran un cierre empírico al debate, poniendo en el centro de la escena no sólo a la acumulación de capital físico sino también al capital humano”.
Ciertamente, las diferencias en los niveles de producción por habitante entre países distintos no son una cosa nueva, como nos recuerda el erudito Milei, ni las descubrió Robert Lucas. Desde mediados del siglo XX se hace énfasis en que existe una pronunciada disparidad en las economías según los grupos de países, que en base a este criterio se clasifican como desarrollados y subdesarrollados.
Toda una rama del pensamiento económico, llamada Economía del Desarrollo, puso su atención sobre la persistencia de la pobreza en el mundo subdesarrollado. El tema sigue siendo materia de discusión y elaboración de informes de organismos internacionales.
Para ser exactos, como requiere un análisis tan sesudo, Lucas se refiere en la cita a las tasas de crecimiento del PIB. El PIB per cápita es el resultado al cual se llega dentro de un determinado período, de acuerdo a la magnitud del crecimiento.
Y la pregunta por la diferencia entre naciones tiene una respuesta. Para que todos los países del mundo puedan equiparar sus calidades de vida, los más ricos deberían crecer menos que los más pobres, sistemáticamente y por un tiempo muy largo, hasta que se llegue a un balance.
“¿Qué lo impide?”, pregunta Lucas. Primero, que no se trata solamente de lo que podría hacer el gobierno de un país subdesarrollado, sino de que también en los países desarrollados se debería tomar la decisión de detener el crecimiento. Por los conflictos políticos imaginables, eso no resulta fácil.
Pero además, los países subdesarrollados tienen sus propios impedimentos, aunque Lucas y Milei los ignoren, o piensen que antes de que los iluminasen con el faro de su inteligencia los economistas eran tan ignorantes como ellos. Por caso, la falta de integración de su industria conlleva una dificultad para sostener procesos de crecimiento continuos. La demanda de los bienes necesarios para los procesos de producción, que escasean en los países subdesarrollados y se suelen importar, tiende a provocar déficits comerciales insostenibles a la larga.
Tampoco, si se quisiese maximizar la derivación del excedente al proceso de producción, se trataría de algo tan sencillo, porque requeriría privar a la población del consumo para incrementar el ahorro. Y aquí el capitalismo juega en contra, porque para que la producción alcance continuidad tiene que encontrar demanda. Por otro lado, en una economía planificada, que seguramente no le gustaría a Milei, convencer a la población de sacrificarse para incrementar el ahorro no es una tarea sencilla, y tampoco es efectiva siempre.
Es decir que en la naturaleza de las cosas, el subdesarrollo es la norma. Eso no quiere decir que los países subdesarrollados no crecen. Experimentan procesos de crecimiento acelerado mientras consolidan su economía en función de las necesidades de la división internacional de trabajo.
Una vez establecidas su estructura productiva y su intercambio con los países desarrollados que conforman el centro de la economía mundial, el crecimiento de países periféricos adquiere una tendencia de largo plazo, en la que pueden presentarse fluctuaciones, pero que a la larga no es lo suficientemente vigorosa para modificar su condición de tales.
Justamente por eso, el subdesarrollo es una característica estructural de la economía mundial, que llama la atención de la humanidad desde hace al menos casi un siglo.
La llama de la esperanza
Eso de la esperanza alzada por Adam Smith que Malthus y Keynes, y la mismísima historia, cometieron el error de alejar, es otra inexactitud por parte del erudito Milei.
Al escribir Smith sobre la evolución del proceso de producción a la que da lugar la división del trabajo (en el primer capítulo de su obra seminal, La Riqueza de las Naciones), explicó que con la extensión del mercado para la producción (la demanda), la especialización en una tarea y la continuidad del aprendizaje llevan a mejorar la técnica de producción.
En lo que Smith no indagó es en los determinantes generales de la acumulación en el capitalismo, o lo que se denomina crecimiento. No es que La Riqueza de las Naciones no investigaba lo que sugiere su título. Se trató de una exposición sistemática fundacional sobre los principios que hacen a la economía, tópico que luego recibió un gran refinamiento.
En cambio, Thomas Malthus y John Maynard Keynes sí se preocuparon por lo último. Y no por el uso de la ley de los rendimientos decrecientes por parte de Malthus, que hace a otra cuestión.
Malthus sostuvo que, en condiciones determinadas que suelen presentarse en los hechos, el capitalismo tiende a generar un mayor volumen de producción que el que puede absorber la demanda, provocando una detención repentina de la actividad con consecuencias severas y prolongadas.
Keynes reivindicó su pensamiento en La Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, tomándolo como un antecedente del suyo. Y lo aunó con una idea muy característica del pensamiento inglés que, casualmente, fue expuesta por Adam Smith: cuanto más rápidamente se acumula capital, la competencia entre empresas induce a una disminución de la ganancia por la actividad que, a la larga, detiene o aletarga la acumulación.
Para Keynes, es uno de los determinantes parciales del descenso de la acumulación que se proponía combatir. Sus seguidores Roy Harrod y Evsey Domar, elogiados accidentalmente por el erudito Presidente argentino, desarrollaron explicaciones sobre el crecimiento bajo esta premisa. A saber, que el crecimiento en el capitalismo es inestable, y que el sistema tiende a provocar subempleo y desaceleración de la actividad en forma crónica si no se lo estabiliza por medio de la política económica.
Robert Solow inauguró un análisis contrapuesto. Para Solow, el crecimiento es estable y se explica por las capacidades productivas de una economía, sin que los rasgos de la forma de acumulación incidan sobre el mismo. Todos los demás economistas a los que alude Milei realizaron extensiones sobre la misma idea.
Que el crecimiento económico se explique por la cantidad de herramental productivo en funcionamiento, fuerza de trabajo en actividad, o terreno utilizado para la actividad agraria, y la tecnología existente, es decir tan poco como que se produce lo que se pude producir.
Sobre cómo se alcanzan estas magnitudes, Solow calla. Igual que la larga lista de la muchachada que le sigue, hasta darle un cierre empírico al debate en 1989 a algo que se sigue debatiendo en 2025, habiendo descubierto que no solamente importan las máquinas, sino también saber utilizarlas. Mal llamadas capital físico y capital humano, ya que por sí mismas ni las máquinas ni las personas constituyen un capital.
Otras complejidades
La monserga sobre la historia de la teoría del crecimiento da paso al discurso habitual del Presidente, que se ocupa de revestirlo de una presunta respetabilidad intelectual. Sería así: “Lo que se dice a continuación, se dice porque este muchacho sabe. Y lo que se dice, se hizo. Como lo hizo alguien que sabe, entonces está bien”.
Por caso, le atribuye al debate haber aprendido que para salir del pozo en el que nos hundió el “populismo socialistoide” la estabilidad es una precondición, y que es necesario eliminar el déficit fiscal y la brecha cambiaria, que producen inflación y distorsionan la perspectiva del día a día.
También se ufana de la caída del riesgo país, el avance en el ranking de libertad económica y la cantidad de regulaciones que caen por día. Y acota: “De más está decir que esto no es un punto menor, ya que aquellos países más libres no sólo crecen el doble que los reprimidos, sino que a su vez tienen un ingreso per cápita 12 veces mayor y con 50 veces menos de pobres en el formato extremo. Sin embargo, la reforma no terminó con estos dos grandes hitos, sino que además se quitan 3,5 regulaciones por día, lo que incrementa así nuestra libertad e ingresos”.
Qué son países libres y qué son países reprimidos es, en este párrafo, un concepto que permanece sin explicación. Tampoco da cuenta de las ventajas que atañen a la caída de las regulaciones, como si se tratase de un mal a reducir, cuando en realidad eso depende de qué es o no lo que se regula, y cómo. Considerando que el efecto desde que tuvieron lugar esas reformas es que los ingresos caigan, uno se permite sospechar que las cosas son un poquito diferentes.
Nada de esto figura en el debate sobre el crecimiento, que, como se intentó explicar anteriormente, reviste otras complejidades. Pero, evidentemente, Milei eligió la economía como campo de batalla ideológica porque advirtió que sus adversarios políticos fallan en esta materia, y no saben cómo contestarle, por fuera de que dice pavadas o que lo que lo hace va a terminar mal. Sin explicar lo que harían ellos, ni por qué terminaría mejor.
Es un problema que sugiere que interesarse genuinamente en entender el crecimiento económico puede ser útil para los sectores políticos que promueven una mejora en las condiciones de vida para la población argentina. Se trata de comprender cómo llevar adelante una de sus principales tareas. Desde ya, no es como lo describe Milei.