¿Qué es una nación?

Ni la Cruz Roja, Médicos sin Fronteras o Amnesty Internacional, entre otras, todas valiosas instituciones, pueden resolver la elevación del nivel de vida, educación y cultura de los que aún permanecen en el subdesarrollo. No hay forma benéfica o voluntaria de establecer la Justicia Social, sino que es la propia sociedad, a través de su representación jurídico-política, o sea el Estado, la que puede y debe corregir las desigualdades que se multiplican conforme avanza la concentración y centralización de la economía mundial. 

Empeñados en recuperar el valor de las palabras recogimos estos días opiniones que respetamos mucho en torno al concepto de nación como factor integrador de la sociedad y su cultura. 

Esas opiniones hablan de un cierto desgaste de las palabras nación o nacional. Dada la importancia de la cuestión preferimos ir al encuentro del problema, a la vez teórico y práctico, para poder construir acuerdos profundos que nos permitan superar el actual estancamiento de la política el cual nos condena a una repetición de desencuentros,

Lo primero que descubrimos es que el diccionario de la Real Academia Española de la lengua no nos ayuda mucho esta vez, aun cuando nos auxilió muchísimas veces. Las definiciones que ofrece sobre el concepto de nación son anodinas e insuficientes, aunque sean presentadas como sinónimos: país, estado, patria, potencia, pueblo, ciudadanía, territorio… y, si abundamos: “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Deja gusto a poco, porque lo pone en un plano de mera inercia histórica. Le falta futuro.

Puestos a meditar sobre este desajuste terminológico recordamos que, como ocurre siempre, los conceptos y las palabras están cargadas de historicidad y se actualizan con el paso del tiempo. 

Tal es el caso porque las naciones, como agregados humanos, ya existían en el lenguaje occidental antes de la aparición de los estados nacionales entre los siglos XIV y XV. Las naciones eran, por ejemplo, los grupos estudiantiles por origen en la Universidad de Paris, una vez que obtuvo reconocimiento papal en 1215, cuando ya atraía “buscadores del saber”, conocimiento que por entonces se buscaba inicialmente y en cuya cima del orden intelectual estaba la teología. 

Los estados nacionales o estados-nación (denominación antigua) aparecen como tales, tras una trabajosa gestación, recién después de la Paz de Westfalia (1648) con la extinción de los imperios feudales en que se desmembró el Romano. Se trata de una lenta transición que empezó en el siglo XV y culmina con el primer estado nacional moderno que engendra la Revolución Francesa en 1789. Le llevó tres centurias y las formas adoptadas, muy diversas, tenían en común la centralización del poder, que unificaba un territorio y variadas pero concretas formas de administración de los asuntos públicos, generalmente con un monarca al que se sometían los señoríos territoriales y establecía fronteras diferenciadoras con los vecinos sujetas a los vaivenes de las casas reinantes y la suerte en los campos de batalla.

La unificación cultural llevó más tiempo, pero siempre tuvo como eje la adopción de un idioma común, que se imponía como lengua oficial y se convertía en el modo de administración con mayor o menor independencia de sus partes. La excepción, que las hubo y muchas, fueron los estados plurilingüisticos que se sometieron a una autoridad común preservando sus idiomas originales, pero en la mayor parte de los casos la presión centralista fue impuesta sobre las lenguas particulares, varias derivadas del celta, como en Irlanda y Gales, y algunos reductos de ascendencia germana. En Bélgica son lenguas oficiales el flamenco (neerlandés con acento propio), el francés y el alemán, aunque la población con este idioma sea sólo el 1%, menos que los turcos afincados allí. 

Infinidad de dialectos y lenguas sobreviven en reductos sociales medios y/o pequeños, pero el cometido unificador se logró y cada país adoptó su propia forma de organización dentro del parámetro común del estado nacional. 

La contemporaneidad de este fenómeno bajo el enorme cambio cultural que significó la primera revolución industrial consolidó esos estados en Europa. Las excepciones, por gigantismo, fueron el imperio inglés (marítimo), el ruso (europeo y asiático) y el expansionismo norteamericano luego de la Independencia. De hecho, se considera al siglo XIX como la más amplia expresión de la estatalidad nacional, que no puede separarse de la proyección colonial sobre África y Asia

Nosotros, en Iberoamérica, heredamos esas formas de organización sobre la base de la mezcla del agente colonial (sobre todo español y portugués) con las particularidades locales, geográficas y culturales de las poblaciones colonizadas, que dieron lugar a las naciones actualmente existentes. 

No hubo una sola potencia colonizadora en América Central y del Sur, puesto que el Tratado de Tordesillas de España con Portugal, aplicado con amplitud en beneficio territorial lusitano, amplió la presencia de esta potencia colonizadora con enormes porciones de terra incognita. 

Tampoco hubo, y esto es importante para no mistificar el pasado, una unidad social y cultural precolombina. Los imperios inca y mesoamericanos se desconocían en gran medida, con lenguas, tradiciones y culturas muy diferentes y distantes. Otro tanto con las etnias genéricamente guaraníes que abarcaban las regiones orientales del continente e infinidad de otras poblaciones laterales. 

Conocían su mutua existencia, incluso con cierto intercambio y luchas, pero no constituían una cultura ni estados vinculados. De allí que sea un mito la propuesta de volver a un estado virginal y paradisíaco que nunca existió

Hubo en su lugar una inmensa y dispersa riqueza de culturas locales que tuvieron su propio desenvolvimiento a las que el proceso colonizador desarticuló y remodeló, primero con el choque militar y sanitario y luego con la construcción de sociedades criollas, mestizas, con sus propias características, sobre las que se fundaron los estados actuales. La pluralidad étnica y lingüística boliviana de hoy da cuenta de ello.

La unidad latinoamericana como un regreso al pasado es añorada por ciertos intelectuales que hoy resultan funcionales al proceso de dominación económica que encuentra en los estados nacionales el único obstáculo para su perpetración. De hecho, con los procesos integracionistas que se han llevado a cabo (por ej. el Mercosur) quienes han prosperado en realidad son las empresas trasnacionales, siendo muy pocas de origen local, instaladas en “la región” (la propia denominación acota el objeto) que programan su producción en vistas a un amplio mercado donde consumen mucho pequeñas porciones de las comunidades de cada país. 

Con los países hermanos de América nos unen muchas cosas, como un ideario común heredado de las luchas de la Independencia, pero la forma de elevación de las condiciones de vida de los pueblos sigue pasando por la autoridad estatal nacional, única instancia de poder que puede implementar formas de equidad y justicia social.  

La dificultad en encontrar en el idioma español europeo (de acuerdo a la RAE) una definición de nación que se corresponda con nuestras realidades se debe, justamente, a la diversa historia recorrida entre Europa y América. 

Nosotros adoptamos aquella que considera a la nación (con mayúscula cuando nos referimos a la Nación Argentina como sujeto): como una categoría histórica, es decir que se gestó en un proceso de convivencia y modificación de su propio ambiente, que abarca tanto el territorio con sus diferencias comarcales como los diferentes grupos sociales que habitan y trabajan en ese medio, y que incluye asimismo todas las formas propias de trabajar y expresase, incluyendo el complejo de ideas que existen en su seno. La nación es entonces una entidad social y cultural compleja, propia de cada país, donde las manifestaciones artísticas suelen expresar y modelar el acervo común, de ninguna manera uniforme, pero con articulaciones específicas. 

La Nación (Argentina), como cualquier otra, no se expresa en forma unívoca. Tiene rasgos de identidad y ejes transversales que la hacen reconocible, pero en modo alguno es excluyente o a contrapelo de aquellas otras realidades, culturas y organizaciones institucionales (estados) con las que convive en el mundo. Más bien al contrario, se caracteriza por absorber y digerir de un modo propio las corrientes del pensamiento tanto como las innovaciones tecnológicas a nivel mundial. 

El vínculo entre nación y cultura es muy fuerte. Si bien podemos hablar de cultura universal, refiriéndonos a hechos, obras, ideas o personas específicos en el conjunto humano, lo usual es encontrar estas particularidades insertas en un contexto cultural de cada país y con vínculos con otras manifestaciones de la vida de cada pueblo. Por ejemplo, la novela nórdica, la música brasileña, peruana o mejicana, o el teatro inglés. 

Con la obra de arte, al referirse a cuestiones y aspectos esenciales de la sensibilidad humana, ocurre algo muy interesante, pues si bien siempre ella se genera en un contexto cultural e histórico determinado puede sublimar su entorno y trascender con un mensaje universal, cuando se refieren a aspectos esenciales de la condición humana. Otro tanto ocurre con la filosofía, tomada en el sentido más amplio posible como disciplina o modo de pensar. 

Nacemos, crecemos, aprendemos, trabajamos, amamos y nos reproducimos en sociedades concretas, no somos espíritus vagabundos sin raíces, pero el anhelo de trascendencia está implícito aun en los trabajos y manifestaciones más pedestres. 

De allí que la dialéctica entre el alma y la materia (por caso, física o corporal) sea tan vital y enriquecedora expresada incluso en múltiples manifestaciones religiosas o de tipo espiritual. Aun negando el alma como entidad física no puede descartarse un élan o inspiración que vaya más allá de lo fenomenológico y tangible. 

Bajando a tierra estas disquisiciones, queremos decir que existen lazos muy fuertes entre los miembros de cada comunidad humana.

Y las sociedades se organizan de muchas y diversas formas, siendo la modalidad nacional la más extendida en esta etapa de la existencia humana, aunque no lo haya sido en el pasado y pueda no serlo en el futuro. 

El instinto de poder está también inserto culturalmente en la naturaleza humana. Quizás viene de las épocas en que la supervivencia era una apuesta diaria al todo o nada. Durante milenios los hombres lucharon entre sí por la comida y el abrigo y eso modeló las primeras civilizaciones que descubrieron la ventaja de la convivencia en paz entre los pueblos, siempre sobre una base de vigilancia armada y evitando la rapacidad ajena.

El modo de producción antiguo, basado en la esclavitud, era muy poco fecundo. Agotaba recursos y estaba siempre expuesto a los avatares de la naturaleza y el choque entre tribus e imperios. La tecnología bélica aportaba su cuota de eficacia a esa convivencia armada.

Con la modernidad se produjeron cambios culturales significativos que prepararon el advenimiento del capitalismo industrial montado sobre los excedentes generados por la expansión colonial. El estado de convivencia vigilante se multiplicó a partir de entonces, pero no dejó de innovar en materia científico-tecnológica. 

El punto de inflexión se produjo muy recientemente en términos históricos cuando las herramientas para la generación de bienes para abastecer la vida humana alcanzaron la capacidad real, aunque nunca puesta en práctica hasta hoy, para proveer los bienes necesarios a una existencia humana digna para todos y cada uno de los seres que habitan el planeta Tierra. A partir de allí cesó de tener sentido de acumulación previsora para garantizar la propia existencia. Sin embargo, el sistema (capitalista, como el más dinámico en emprender esas transformaciones) siguió actuando bajo los principios de su aparición histórica, signado por la necesidad.  

No perdió potencia, más bien la ganó al incorporar las innovaciones tecnológicas como un flujo continuo que incrementó la velocidad en el diseño y fabricación de nuevos bienes de uso y de producción. 

Dominó cada vez más, tal como lo advirtieron tempranamente los principales teóricos en el análisis crítico de este proceso, la dimensión financiera sobre la economía real y al mismo tiempo se orientó la innovación hacia el ahorro de mano de obra directa con lo cual la masa de trabajadores que habían mejorado sus condiciones de vida se empequeñeció proporcionalmente. 

No disminuyó la jornada laboral acompañada de incremento en las remuneraciones como perfectamente lo permiten las economías avanzadas. Y no se crearon las condiciones para que cada una de las sociedades pudieran mejorar su educación y su libertad para elegir qué hacer de sus vidas. En la mayor abundancia, aumentó la pobreza relativa.

La forma democrática, esto es la expresión de la voluntad general (J.J. Rousseau) se consideró peligrosa porque justamente implica la distribución generosa de los beneficios cuantiosos de la sociedad contemporánea. Si hubiese sido cierto lo pronosticado por Malthus, de que la población crecía más rápido que los recursos (tal cual él lo observó en el primer despliegue del capitalismo industrial), hace rato que la humanidad hubiese retrocedido a la Edad de Piedra. 

Afortunadamente, el genocidio como forma de solución de la escasez quedó absolutamente desacreditado. De un modo aún torpe y no general, la vida humana es un valor innegociable y ello vuelve inconfesable las intenciones de acumulación a cualquier precio de las élites financieras y propietarias que se alejaron de aquella simple y ajustadísima definición del burgués realiza por el premio Nobel, Paul Samuelson, como “frugal y laborioso”. 

En este punto estamos, en condiciones técnicas y productivas como para garantizar una vida decente al conjunto de las poblaciones y al mismo tiempo muy lejos de lograrlo.

Ni la Cruz Roja, Médicos sin Fronteras o Amnesty Internacional, entre otras, todas valiosas instituciones que ayudan frente a realidades acuciantes sanitarias o de derechos humanos, pueden resolver la elevación del nivel de vida, educación y cultura de los que aún permanecen en el subdesarrollo. No hay forma benéfica o voluntaria de establecer la Justicia Social, sino que es la propia sociedad, a través de su representación jurídico-política, o sea el Estado, la que puede y debe corregir las desigualdades que se multiplican conforme avanza la concentración y centralización de la economía mundial. 

No hablamos del estado bobo, incompetente y prebendario, sino de un funcionariado que se ocupa eficazmente de mejorar cada una de las dimensiones necesarias: alimentación, vivienda, educación y cultura, entendida esta como una articulación superior de acciones compartidas con base en la solidaridad y una concepción amplia del mundo y las posibilidades que se ofrecen al conjunto del género humano. 

Un Estado que no esté colonizado por intereses parciales en desmedro del resto, o que se conciba a sí mismo como el todo, cuando su misión es conducir y servir al conjunto. Un Estado que promueva el desarrollo, que no es algo que deba dejarse en manos de la iniciativa privada. Esta función no está en la teoría republicana clásica, pero tiene hondas motivaciones democráticas al apuntar a promover condiciones auspiciosas para todos los miembros de la sociedad argentina. 

Al revés de lo que se presupone, la iniciativa privada florecerá por todas partes en la medida en que se promueva el dinamismo económico y social desde una perspectiva estructural amplia y completa, que no se restrinja a cuestiones limitadas al interés de los sectores ya instalados y dominantes. 

Lo mejor está por venir, pero no va a aparecer en forma mágica o espontánea como presume el simplismo libertario. Requiere plan, proyectos articulados, financiamiento, visión de futuro e inspiración para crear una sociedad integrada, a la que históricamente llamamos comunidad organizada. 

La Nación, que alimenta al Estado y le establece su función promotora, incluye al territorio y su pueblo, su historia y su cultura, sin reducirse a aspectos parciales, para llegar a un estadio superior de convivencia perfectamente posible dada la dotación de saberes y recursos con que contamos.
Éstas son, entonces, algunas de las razones por las que no podemos prescindir del concepto de nación. Y con su despliegue, se podrá, desde una perspectiva dinámica y múltiples trabajos solidarios, no sólo superar este presente desgarrado sino incluir a todos en una interacción fecunda.

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