Según el discurso oficial, la estructura de los convenios y las relaciones laborales es sometida a rigideces que favorecen a los sindicatos. Eso no condice con los hechos. Entre mediados de 1990 y 2001 hubo reformas laborales que resultaron en un crecimiento de la informalidad. Cómo funcionan la imprudencia patronal y la estructura sindical de defensa del salario.
Desde que el Gobierno salió airoso en las elecciones de medio término, sobrevino la iniciativa de impulsar una reforma laboral. El argumento que la respalda es que es necesaria para crear empleo y rescatar al país del estancamiento crónico, puesto que el anquilosamiento de las leyes laborales y el elevado costo de contratación inhiben la inversión. Se engloba dentro del conjunto de “reformas de segunda generación” que darían paso a un salto en calidad de la política económica libertaria.
El contenido concreto de la potencial reforma no se conoce. Circularon versiones sobre extender la jornada laboral de 8 a 12 horas, o de reemplazar el sistema de indemnizaciones por contribuciones voluntarias de empleados y empleadores para un fondo de despido. Más recientemente, se le dio curso a la idea de alterar los beneficios salariales que establecen ciertos convenios, aplicando individualmente y como premios pautas que se extienden para el conjunto de trabajadores alcanzados.
La intención declarada del Gobierno, que se volvió más explícita en los últimos días, es la de debilitar la estructura sindical argentina. Ahora, depende de la venia del sindicalismo que se haga efectivo un eventual debilitamiento sin que medie un grado de conflicto comprometedor.
Este problema da lugar a preguntarse dos cosas. Primero, si realmente la reforma laboral tendría el efecto que se propone. Y segundo, cuáles son la importancia y la relevancia de la estructura sindical. Es necesario despejar ambas incógnitas para comprender el problema final: si una reforma laboral con la orientación que impulsa el Gobierno resultaría favorable o contraproducente para el crecimiento de la economía nacional.
Comencemos por lo que es inmediatamente observable. Según el discurso oficial, la estructura de los convenios y las relaciones laborales es sometida a rigideces que favorecen a los sindicatos. Por lo que subsisten de manera parasitaria, porque perduran en base a un régimen retardatario.
Es un punto de vista simplista de las redes de protección conformadas en torno a las relaciones laborales, que al someterse a examen emerge como poco plausible desde el punto de vista teórico, y al contrastarlo con la realidad se ve aún más endeble.
En el aspecto legal, la relación de trabajo tiene dos funciones. La primigenia es establecer el carácter asalariado del trabajo dentro de una economía capitalista. En segunda instancia, se determinan derechos y limitaciones tanto para los trabajadores como para los empleadores. El concepto de “equilibrio entre capital y trabajo” alude a esto último, y la noción de “equilibrio”, plausible por las implicancias de la relación misma, implica que no se debe favorecer tendencialmente a una parte en detrimento de la otra.
En vista de lo anterior, conviene señalar que los trabajadores, al no disponer de capital, requieren de una representación colectiva. Por sí mismos, son individuos que carecen de la fuerza para morigerar la imposición de condiciones por parte de los empresarios. La representación sindical no es espontánea, ni menor. En los países desarrollados se consolidó recién entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
En Argentina, si bien aparece para esas épocas, adquirió una gravitación prominente recién en la década de 1960, con el auge de la sustitución de importaciones. Previamente, los sindicatos tuvieron un avance, igual que las leyes laborales, con la entrada en escena de Juan Domingo Perón. El reconocimiento de la clase trabajadora el principal motivo de su crecimiento político, y la simiente para la consolidación posterior.
Hasta antes de la dictadura de 1976, fueron un factor de contención y aglutinamiento de los trabajadores, que oficiaron como línea de defensa incluso hasta cuando Alfonsín aplicó el Plan Austral, que se sostuvo, entre otras cosas, en base al congelamiento de los salarios.
Sin embargo, progresivamente perdieron incidencia y fueron adaptándose a las políticas económicas de los Gobiernos subsiguientes.
Durante la Presidencia de Menem, se aplicaron una serie de reformas que incluyeron la introducción de modalidades contractuales temporales como alternativa al contrato de duración indeterminada, el fraccionamiento del aguinaldo y la división de vacaciones en el caso de las PyMEs, y el acotamiento de la ultraactividad de los convenios colectivos de trabajo, reduciendo la vigencia de los convenios a plazos temporales.
Luego vino la famosa ley Banelco de De La Rúa, que amplío los períodos de prueba de 3 a 6 meses, con algunos casos de opción de prórroga, tuvo la finalidad de hacer prevalecer los convenios por empresa en vez de aquellos por rama de actividad, y reiteró la acotación de la ultraactividad.
En esos años, el desempleo alcanzó tasas de dos dígitos, superando el 20 por ciento luego de la crisis de 2001, y el peso de los asalariados no registrados sobre el total captado por los datos oficiales pasó de ser del 36,5 por ciento en 1995 al 41,9 hacia 1999, antes de la crisis. Luego ascendió al 49,2 por ciento para 2003. Desde entonces hubo un descenso progresivo, llegando al 32,7 por ciento en 2015. También se redujo el desempleo. Todo con aumentos salariales y restablecimiento de una legislación laboral más “dura”.
Las indemnizaciones y las cargas sociales son instrumentos de protección para los trabajadores. Las primeras obran en un doble sentido. Inhiben la arbitrariedad del despido, y al producirse, le otorgan al trabajador afectado una compensación económica que le permite sostenerse mientras encuentra otro trabajo.
Que en un principio le cuestan a las empresas es cierto. Pero si no pudiesen contratar trabajadores, el sostenimiento de la actividad sería imposible. Fácticamente, no lo es, porque la actividad se sostuvo en períodos anteriores, y además creció con condiciones más favorables para los trabajadores. Con ella aumentó la ocupación y disminuyó la informalidad.
Lo que motiva el crecimiento de la economía es el aumento de la demanda. La capacidad de compra de los trabajadores es, naturalmente, el componente principal. Que se diga que la producción precede a la demanda y la frenan los costos altos es un sinsentido, porque una vez establecida la tasa de ganancia, cuya existencia nunca estuvo en juego, el sistema capitalista se reproduce por sus propias leyes. El gasto agregado es el determinante, y los costos una circunstancia.
¿Cuál es, entonces, el origen del sesgo ideológico contra los trabajadores? Los empresarios tienen conciencia de clase, pero no se comportan para preservarse como tales. La aplican en su acción individual. En lugar de considerar al capitalismo como sistema, toman en cuenta la percepción inmediata de su realidad, que les indica que el sindicalismo es una molestia con la que es mejor evitar lidiar. Sin embargo, si se comprime la demanda por una ola de despidos, precipitan un colapso del nivel de actividad, a partir de la caída de sus ventas.
La imprudencia patronal se contrarresta, así, con la acción política y la organización de los trabajadores. No se trata de plantear reformas “adecuadas”, puesto que para lo que se plantea no las hay. Lo necesario es defender los salarios y la estructura política que le da entidad al trabajador como sujeto colectivo. A menor solidez de la defensa, mayor es el alcance de la crisis que resulta de la política mileista.