Las apuestas legales en la Argentina son monopolio del sector público en distintos niveles, y se adaptan a nuevas pautas culturales, preferencias y hábitos de los jugadores.
En otros tiempos, en varias ciudades turísticas funcionaban casinos con amplios salones donde abundaban mesas de ruleta presencial. Para los visitantes constituían un paseo ritual, nocturno, con probadas exigencias de elegancia. No era cuestión de ir hecha un mamarracho, y eran bien vistos desde algunos vestidos de noche con alhajas discretas, pero alhajas al fin, hasta saquitos de verano con camisas escotadas. Ellos necesariamente debían lucir un elegante sport.
La multitud y el bullicio disimulaban lo que aparecería poco después, terminada la temporada, sin necesidad de leer El jugador de Dostoyevski para comprender una adicción que suele conducir a la ruina. En efecto, a partir de las primeras pinceladas ocres del otoño los casinos continuarían abiertos, aunque con menos salas habilitadas y menos visitantes, y las voces funerarias de croupiers y pagadores resultarían más audibles, casi siempre presagiando malas noticias. Pero a los jugadores perennes no les interesaría la falta de continuidad de una ceremonia veraniega con algún matiz festivo, con algo de “ver y ser vistos”, sino el mundo puro y duro de las apuestas. Y serían reconocibles por su vestimenta: zapatos y zapatillas al borde de la extinción, pantalones con fondillos lustrosos, camperas agónicas y gorras de lana calzadas hasta las cejas. Ellos seguirían animando, levantado el velo de los visitantes de temporada, un problema social serio y con historia porque siempre hubo apuestas, aunque fueran informales y clandestinas, oficializadas o prohibidas. En definitiva, las hubo y siempre las habrá, y como el juego es perjudicial para la sociedad y su prohibición es poco efectiva para evitarlo, en su momento se estableció el monopolio público, un verdadero “fallo” del sistema acosado, mal que les pese a los libertarios vernáculos, por concesionarios hambrientos, ansiosos por convertirse en el fallido reemplazo de semejante “fallo”.
Como es sabido cada jugador tiene su juego predilecto, pero es adicto al Juego. A todos los iguala la ilusión de ser elegidos por la banca, por la que siempre gana, y eventualmente resultar provisoriamente gananciosos. Por lo tanto, aunque la banca también aparezca desempeñando un cierto papel de mediación entre ellos, todos los jugadores apuestan para sí mismos y contra los demás, al igual que lo hacen en una mesa de poker, cara a cara. Pero allí está la banca para procurar alivio a las bellas almas, para expresar una ficción moralmente reparadora, un discurso ideológico, y sugerirles una sentencia del budismo zen corporativo que evocó oportunamente el filósofo esloveno Slavoj Žižek: “No te mato yo; te mata mi espada.” O sea que cada apostador, un individualista extremo, alcanza la creencia de que no juega contra otro como él sino contra la banca, y de que su triunfo, si le toca ganar, en nada afecta al vecino, habida cuenta de que su pérdida corre por cuerda separada.
Suena lindo, pero no es así. Dejando de lado hipótesis exageradas referidas a la tramitación de cada actividad lúdica, basta contemplar un paño de ruleta para dilucidar que el juego genera individualismos paradigmáticos. Cuando la bola se deposita en la ranura del número beneficiado por las fuerzas del cielo, se lo nombra en voz alta y la escobilla del pagador hace estragos. Barre todo el fichaje perdedor y deja una pequeña pila de fichas ganadoras a pleno o adyacencias (semiplenos, cuartos, etcétera) y algunas chances (color, docenas, etcétera). Difícil encontrar mayor manifestación de individualismo, porque el ganador sabe que si cualquier otro hubiera sido el agraciado, serían sus fichas las maltratadas por la escobilla, y él militaría en ese momento en la facción de los perdedores.
Ahora bien, suponiendo que haya apostado un peso y esté jugando en la Argentina en una ruleta europea –que tiene 37 números, desde el cero hasta el 36 inclusive–, si gana un pleno cobra 36 pesos, o sea, una ganancia de 35 más el peso de la apuesta. Algo ha sucedido allí: cuando en Francia se incorporó el cero a mediados del siglo XIX fue para generar y garantizar un margen de ganancia para la banca (la casa, el casino) del 2,7% de las apuestas con una probabilidad de 1/37; desde entonces los jugadores, que continuaron como hasta ahora cobrando 36 por pleno incluida la apuesta (ganancia con una probabilidad de 1/37), cada vez que los toca alguna fuerza del cielo descarriada transfieren cierta plusvalía adicional a los capitalistas para evitarles sobresaltos.
La intervención del sector público generó un monopolio natural y reguló muchos aspectos del juego en general y de la ruleta en particular. Y la existencia de “fallos del mercado” derivados de los juegos de suerte quedaría palmariamente demostrada, al tiempo que ese monopolio público se perfeccionaría por la continuidad de la prohibición y una regulación severa, pero sin la rigidez que impediría asimilar el impacto de nuevos gustos y tecnologías. Sólo a título de ejemplo, habrá que evocar aquí el aciago momento en que las máquinas tragamonedas, mecánicas o electrónicas, empezaron a mancillar el buen gusto de las salas de juego de los Casinos tradicionales, prologando el inicio y la rápida expansión del juego online. Es curioso, porque los apostadores (con independencia de la leyenda urbana que asegura que un croupier puede tirar la bola al número que se le ocurra, o que en el black jack puede hacer lo propio con la carta ganadora) aceptaron el azar programable y programado, y que les dijeran con todas las letras que las máquimas estaban hechas de modo que pagaran un premio con determinada frecuencia. Así los viciosos, que son legión como el endemoniado bíblico (Mateo 8:32), se despeñaron hasta hundirse en las pantanosas aguas del colmo de la soledad y el individualismo: se convencieron de que todo era cuestión de estar frente a la máquina, en el lugar y el momento oportunos.
Algo más tarde se registró la llegada y la rápida expansión de los casinos on line, que merced a intensas campañas publicitarias redoblaron la apuesta (valga la redundancia) e intentaron convencer a los usuarios de que venían a restaurar el imperio del azar. Aparecieron conceptos nuevos para el común de los mortales, como el de los algoritmos generadores de números aleatorios, y lo asombroso fue que tuvo lugar, dado el éxito creciente de las apuestas en Internet, una suerte de masivo acto de fe.
Si a la ruleta mecánica se le vieron pocas aptitudes para el juego amañado, sobre la ruleta electrónica, programable y programada, cayeron en su momento mayores sospechas. Pero las campañas publicitarias desplegadas por los casinos online rindieron frutos, porque a la cuestión de los algoritmos generadores de números aleatorios agregaron varios argumentos de venta, desde mensajes referidos a la actuación en el marco legal de cada país hasta la posesión de alguna licencia de un organismo internacional de juego. También se refirieron en diversos medios a la necesidad de ser regulados por entes especializados en el control de flujos financieros y de datos, y un detalle sugestivo: en una de las publicaciones consultadas se señala que las autoridades con mayor reputación y transparencia al respecto son las de Malta, Curazao y Gibraltar.
O sea que hace al interés nacional mantener presente el tema, sobre todo porque en la Argentina se ha legislado sobre el juego online en varias provincias, pero no a nivel federal. También hay que mantener presente que cualquier argentino puede acceder a los mejores casinos on line de los EE.UU., por ejemplo, sin importar dónde se encuentre, y convencido de que goza de óptimas condiciones de seguridad, tanto en términos de los mecanismos de apuestas como también financieros y de preservación de datos personales. Y hay que mantener presente el tema, finalmente, porque por esas redes específicas circulan pasiones, ingentes recursos financieros y publicidad de la buena y de la mala.