Una semana de batalla cultural

Trump salió picando, pero más que nada desarmando el aparato político contra la discriminación y perdonando milicianos. Hay que ver qué pasa cuando arranque el ajuste.

Hace cuatro años, cientos de disfrazados tomaron por la fuerza el edificio del Congreso de los Estados Unidos. Daba gusto verlos, vestidos como soldados hasta el último detalle, llevando puestos cientos de dólares en chalecos tácticos, borceguíes ultralivianos, visores nocturnos, kevlar antibalas y AR15 brotados de guías laser y miras telescópicas. Las “unidades” de estas milicias hasta mostraban sus insignias, especialmente mandadas a hacer, y se mezclaban entre evidentes civiles que habían ido a una manifestación. 

Esa mañana de enero no hacía tantísimo frío como en este enero en que volvió Donald Trump al poder, pero hay una metáfora que se mantiene en pie. Es que al llegar al blanco Capitolio, los milicianos y los civiles no lo tomaron por asalto de modo militar sino que lo atacaron tipo barra brava. Fue grave, dejó víctimas fatales, mandó una pila de gente al hospital, pero a la vez fue un pif… Una vez que se apoderaron del augusto edificio, los asaltantes literalmente no sabían qué hacer. Pasearon, vandalizaron oficinas, se robaron cosas, pero por sobre todo se sacaron selfies.

Todos acaban de ser perdonados por Trump. Varios twitearon enseguida que era hora “de comprar armas”.

Pero si el derechismo es la enfermedad infantil de la derecha, la agenda trumpiana debe ser vista desde ese ángulo. Pese a la bronca de los policías de Washington y al miedo que da ver tanto loco armado otra vez suelto, las amnistías son un hueso a la base, una manera de enviar señales a cuanto racista autoritario haya, que hay tantos, que el presidente los banca. Pero nada más: el Donald es un hombre de orden y no busca una revolución de abajo para arriba.

Por el contrario, su asunción estuvo llena de ricos y su gabinete tiene más cabezas de empresas con mil millones o más de patrimonio personal que ningún otro en el mundo. Ni Vladimir Putin, que tiene sus oligarcas por toda Rusia, los mantiene tan cerquita. Lo que hay que entender del naciente trumpismo 2.0 es que es profundamente norteamericano.

En EE.UU. pasan cosas en política que son rarísimas para nosotros. La gente respeta a los militares de un modo que te deja con la boca abierta. Ser policía, pese a toda la evidencia en contrario, sigue siendo bien visto. La gente hasta se pone de pie si le presentan un senador y ser millonario no despierta el automático “a quién le habrás robado vos…” de tantos argentinos.

Los conservadores son capaces de matarte si hablás bien del aborto y sospechan del que no va a la iglesia y se golpea el pecho. Hasta los moderados terminan cualquier aparición pública con un Dios bendiga a América, Dios los bendiga. Y todo el mundo, en ese palo, desconfía “del Estado”, así en abstracto, como de una conspiración diabólica.

Los progres no se quedan atrás, con sus convulsiones cada vez que escuchan la palabra negro o no se usa lenguaje inclusivo. Alguien que remotamente tenga una idea religiosa es un obscurantista, a menos que sea un culto de moda o una creencia nativa. El Estado es una buena herramienta, pero hay una exagerada confianza en que hay que educar de prepo a los obscurantistas.

De lo que nadie habla nunca, es de plata, salarios, reparto de la torta, justicia social, propiedad común. El dólar aparece en discusiones sobre China y es raro escuchar a alguien que tenga algo concreto, activable, que decir sobre cuestiones sobre por qué te roban a mano armada cada vez que te enfermás, y por qué el uno por ciento es dueño del país.

Trump es un político profundamente norteamericano en este sentido. Sus primeras medidas fueron directo al centro de este aparato social pero no económico: adiós a la igualdad entre blancos y no blancos ante el Estado, adiós a la corrección política, adiós a las políticas de inclusión y protección de minorías, castigo inmediato al empleado público que sea tan zonzo de tratar de disimularlas y seguir aplicándolas.

Todo esto es barato e inmediato, y va a dejar un tendal de gente sufriendo, pero la gente “correcta” para la derecha. Lo mismo que todo el discurso de comprar Groenlandia y “recuperar” el Canal de Panamá: discursos nacionalistas de recuperar el honor del país, volver a ser respetados y temidos, que pueden dejar un tendal de muertos, por suerte extranjeros.

Los que más van a sufrir en lo inmediato son los inmigrantes flojos de papeles. Los que entraron bajo las políticas de Joe Biden ya están en el limbo: se suponía que iban a completar el trámite una vez en EE.UU., pero el martes se apagó la app en la que estaban inscriptos. Al día siguiente se anunció que habían suspendido una gran razzia “de ilegales” en Chicago porque alguien la filtró y se perdió el factor sorpresa. El Ejército ya está movilizando una brigada para sellar un sector de la frontera con México.

La derecha moderna, ya aprendimos, es cruel. Pero ahora va a venir la verdadera crueldad, que es el ajuste. Trump prometió dos cosas contradictorias, gastar más en sus proyectos y ajustar el presupuesto. También prometió otro recorte de impuestos a los más ricos, con lo que queda una sola cosa que hacer: bajar la asistencia social y los pagos a jubilados, los dos ítems más caros del presupuesto.

Nadie habló de recortar el trillón de dólares que se gastan los militares cada año.

La primera semana, entonces, fue una de gestos en la batalla cultural. Ahora, a ver cuáles son los pasos que se toman en la batalla real, la del dólar.

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