Soberanía, divino tesoro

Los gobernantes que renuncian a la mejora del conjunto de la sociedad bajo su responsabilidad no sólo incumplen el mandato que les ha otorgado la ciudadanía, sino que retardan los avances que en todas partes realizan quienes se esfuerzan por el bien común. 

El salvataje anunciado del gobierno norteamericano para intentar salvar del colapso las cuentas públicas argentinas deja importantes lecciones para meditar. 

En primer lugar lo básico: una gestión que tiene como objetivo excluyente ordenar las cuentas públicas y bajar la inflación fracasa una y otra vez en ese cometido, muy limitado por cierto, porque no moviliza las fuerzas productivas, las dispersa y adormece. 

El más cruel ajuste que se tenga memoria en la historia reciente no logra su cometido. Bajó artificialmente la inflación con el truco de condenar a jubilados, discapacitados y empleados públicos a una caída sustancial de sus haberes y prestaciones, además de descuidar completamente la obra pública y, a pesar de ese tremendo sacrificio, está al borde de la quiebra emitiendo a raudales para mantener la ruleta financiera. Esto es algo más que mala praxis. 

Un fracaso total que ya lleva dos salvatajes externos en menos de dos años si se concreta este que se anuncia con bombos y platillos. El gobierno norteamericano tiene sus propios problemas al enfrentar la amenaza de su “cierre” por no haber todavía acuerdo en el Congreso sobre el presupuesto, algo que quizás esté resuelto para cuando esta nota sea publicada, puesto que el suicidio no está entre las características del manejo político-financiero de la principal economía mundial.

Además de la necesidad geopolítica de Trump de preservar algunos aliados en el continente sudamericano, está en juego también el tipo de relación que plantea con la Argentina que tiene, mucho más débil, una economía no complementaria con la suya. No en vano los granjeros norteamericanos se quejan de la competitividad acrecentada que tiene la quita de retenciones a la producción agrícola en estas praderas. Y el secretario del Tesoro se muestra sensible a tales reclamos. 

Haciendo abstracción por un momento de sus enormes diferencias de volumen, los programas económicos de ambas naciones no podrían ser más divergentes y resultan deliberadamente en desmedro nuestro. Por algo subieron los aranceles a las importaciones de acero y aluminio fabricados en la Argentina. 

Mientras la administración Trump busca reinstalar actividades productivas en su propio territorio la Argentina encara, en nombre de una presunta liberalización, un proceso de desmantelamiento de lo que queda de una estructura económica local y propicia un régimen de enclave cuya pieza clave es el RIGI (Régimen de incentivos para las grandes inversiones) que financia un modelo extractivista con bajo procesamiento local. Parecen programas divergentes, pero en realidad son complementarios, si bien se mira. El modelo propuesto desde el Norte para la Argentina es la primarización de nuestras actividades productivas. Nada nuevo bajo el sol en el proyecto imperial para esta región del mundo.

Como se desconocen las condiciones en que será apuntalada la pobre gestión mileista no tiene mucho sentido especular sobre el tema antes de conocer los términos del auxilio anunciado, aunque es perfectamente previsible pensar que supondrán un afianzamiento de los roles asignados a ambas economías, muy desparejos y sobre todo desiguales.

No se trata de generosidad, sino de ejercicio del poder ante un gobierno títere que naufraga, fracasando hasta en su propia y reducida visión del mundo, la moneda y las finanzas. Esto nos lleva a repensar la cuestión de la soberanía en las condiciones y relaciones de fuerza que caracterizan al mundo contemporáneo. 

Por supuesto, existen países y potencias más poderosos que otros, pero la organización social que cada pueblo construye es propia y merece el reconocimiento que da lugar a la existencia de, por ejemplo, las Naciones Unidas, un organismo donde cada miembro tiene derecho al mismo respeto. 

Lo hemos visto estos días, con la asamblea anual, donde se han escuchado los más variados discursos, pronunciados con una amplitud que no está en la cabecera de la información cotidiana, a esta altura demasiado fragmentada. 

Se entiende la incomodidad con que Trump se presenta ante ese plenario, puesto que su hegemonía no le asegura ninguna ventaja especial. 

Y aun en el Consejo de Seguridad, organismo restringido a las potencias más grandes acompañados por otros no permanentes, donde no hay condiciones para garantizar y promover la paz mundial. Allí sólo hay posibilidades de vetar iniciativas en ese sentido, apoyado cómo está su poder bélico en la posesión de arsenales nucleares. O sea, es la paridad atómica y el riesgo siempre presente de un holocausto de la humanidad lo que frena el desborde de las guerras locales que son, por cierto, demasiado abundantes.

No ha existido todavía la posibilidad de respetar de un modo integral la soberanía de cada estado, pero mirado este proceso en perspectiva histórica es evidente que se ha avanzado muchísimo al reconocerse el derecho a la existencia independiente de cada país

Este estadio no ideal está ahora amenazado por la centralización y concentración de la riqueza que genera una casta de superricos a quienes cada vez más les molestan las normativas que los diferentes países establecen para organizar su existencia. Una tensión que debe resolverse en el marco de regulaciones mundiales tomadas por consenso y aplicadas con apoyo de una conciencia mayoritaria de que la acumulación y el poder bélico no otorga privilegios a costa de la vida y el bienestar del conjunto del género humano.

Es necesario ir al encuentro de esta problemática en el marco de esta compleja evolución donde por un lado hay cada vez más instrumentos para elevar las condiciones de vida y de cultura, pero esa posibilidad todavía no se instala como una prioridad sino que, por el contrario, pareciera a veces retroceder ante las pretensiones arbitrarias de los que mandan.  

Allí radica, entre otras dimensiones, la cuestión de la soberanía. O sea, de la capacidad de cada comunidad organizada de elegir el camino que considere más conveniente para alcanzar los mejores estadios de convivencia, tanto espiritual como material.

En la era de los imperios antiguos y la atomización medieval las relaciones de fuerza ocupaban el centro de la escena. Esto, sin desaparecer, ha ido matizándose con el avance de la civilización y la conciencia de que cada cultura tiene de sí misma lo que le permite hacer su aporte al conjunto universal.

No estamos en un punto idílico que permita reducir los arsenales mortíferos de armas cada vez más sofisticadas, pero tampoco hemos descendido, como parecen proponérselo algunos matones, a la lucha más brutal entre los pueblos

La excepción a esta tendencia, para humillación de quienes se consideran los dueños del mundo, es el genocidio palestino. Que no es el único y tampoco es igual a la guerra en Ucrania, donde se trata de una pulseada sangrienta entre áreas de influencia y seguridad militares.

Que cada pueblo tenga su propia organización es la forma que nos brinda la evolución de la sociedad humana. Por ello, desde que se constituyen los estados nacionales los procesos no son uniformes, aunque se influyen mutuamente. La mejora material permite ir resolviendo situaciones precarias, o al menos así lo parecía hasta que se decretó absurdamente la obsolescencia del estado de bienestar como lo deseable para ir perfeccionando la convivencia.

A esto renuncia Milei cuando se convierte, so pretexto de ser un aliado, en un obsecuente de los Estados Unidos e Israel. Va de la mano con la visión estrecha que tiene de la convivencia humana a la que reduce a transacciones de mercado. O sea: economicismo al palo. 

La soberanía es una dimensión cualitativa, un modo de ser de los países que tienen conciencia de sí, de sus posibilidades y de los desafíos que enfrentan para asegurar un desarrollo pleno, que incluya en su promoción a todos sus grupos sociales.

Si a la soberanía se la ignora o se la menosprecia, el costo es altísimo, pues se traduce en una coexistencia enrarecida, una mezquindad que se instala y se vuelve institucional. Decimos esto sin idealizar ningún pasado puesto que el estado de bienestar nunca llegó a ser un paraíso, pero sin dudas fue un avance notable en el siglo pasado tras los horrores vividos a escala global. 

Hoy la capacidad de producción, innovación y mejora en la calidad de vida garantizan potencialmente una convivencia digna para el conjunto humano, que no se concreta por la apropiación egoísta de los beneficios que ofrece la civilización contemporánea. 

Así, la soberanía (o sea la capacidad de decisión propia que cada país tiene) se convierte en una condición esencial. Si se la pierde, se condena a ir como furgón de cola de un proceso en el que otros establecen las condiciones y el ritmo con que se procura la pretendida redención de nuestros semejantes. Y no hablamos de religión, aunque por supuesto se la incluye entre las opciones para que cada uno elija lo que quiera en plena libertad. 

Si no hay soberanía, por condicionada que sea y siempre en algún grado lo es, la invocación a la libertad se vuelve vacía e hipócrita, puesto que no existirían instancias locales para gestionar la convivencia (los trabajos y los goces) con visión de bien común.

Don Hipólito Yrigoyen hablaba del régimen “falaz y descreído” en que se había convertido la dirigencia conservadora de entonces. Este momento oscuro de la patria nos recuerda la necesidad de abrir la cabeza y el corazón para imaginar otras formas, más colaborativas, de resolver las diferencias y sobre todo de compartir esfuerzos (plasmados en concretos programas de gobierno) destinados a establecer condiciones de trabajo y dignidad para el conjunto del pueblo argentino. 

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