La guerra en Ucrania ya es un laboratorio de tecnología militar, y uno con sorpresas. Los mapas electrónicos, los drones hechos a mano y el posible final del tanque.
Ahí va el tanque, un Abrams de diez millones de dólares, con insignias ucranianas. Y de golpe estalla. Atrás viene un Leopard alemán, alguito menos caro, y también estalla. La infantería no entiende y los comandantes tienen que pasar en cámara lenta un video para ver que los dos mamuts de combate, fina flor de la ingeniería militar de este mundo, fueron destruidos por drones “suicidas”.
El enemigo se alegra, hasta que sus T90 marcados con una Z blanca empiezan a estallar. También hay un video, también hay cámara lenta y también aparece una arañita voladora que se estrella contra el tanque.
Bienvenidos al nuevo teatro de guerra, donde un aparato de entre 300 y 500 dólares liquida monstruos de entre cinco y diez millones.
La vida real
Ya se sabe que en la guerra los planes mejor preparados se estrellan contra ese factor impredecible, el enemigo. Y también se sabe que todo el mundo va al frente listo para pelear la guerra anterior. Pero en este raro mundo en que vivimos, “tecnología” es la palabra mágica y la justificación de presupuestos inmensos, lo que explica que los militares se pongan nerdos.
Los Abrams, los Leopard y los T-90, por no hablar del flamante Armata ruso, son maravillas del diseño militar. A sus blindajes le agregan armaduras reactivas automáticas, sistemas de guiado que les permiten disparar por encima del horizonte y niveles de computación dignos de una cápsula espacial.
Pero algunos de los videos de Ucrania muestran tanques que vuelan en pedazos porque la escotilla superior estaba abierta y el dron, chiquito él, se mete y explota. O, con excelente puntería, le da al monstruo en la corredera entre la torreta y el cuerpo. O, simplemente, se estrella contra las orugas y lo inmoviliza.
Los rusos hacen esto con drones comparables a los que se pueden comprar libremente en una buena casa de deportes, adaptados para llevar una carga de penetración. Costo final: unos 500 dólares. Los ucranianos los fabrican en un galpón abandonado en Kiev, con un plantel de estudiantes de colegio industrial que montan la placa con los controles y motores, que luego es enviada a otro galpón donde lo pegan a un esqueleto de plástico y lo ponen en una caja de cartón. En el frente, los militares completan el arma atándole con una correa de tela una bala de cañón de 20 libras. Costo final: 350 dólares.
Los rusos ya destruyeron cinco y dañaron tres de los 31 Abrams que el Pentágono, amarrete, les mandó a los ucranianos en octubre. También liquidaron 140 tanques europeos de diversas marcas enviados por aliados. Y se cargaron 656 tanques ucranianos de modelos todavía soviéticos, restos del arsenal que quedó después de la disolución de la URSS. ¿Cuántos perdieron los rusos? Es un secreto, con Ucrania afirmando que fueron siete mil y el Grupo Oryx, más confiable en estos temas, diciendo que fueron 2900 blindados de todo tipo.
El problema es el de defender a los tanques de un pajarito impredecible, que zigzaguea y subibaja feliz para esquivar los disparos. En posiciones fijas, los dos bandos encontraron soluciones simples, como rodear sus piezas de artillería con redes de plástico bien altas, cosa de enredar a los drones, o dispararles con escopetas, como a patos. Más sofisticado, se pueden usar piezas antiaéreas automatizadas, como el Flakpanzer Gepard, una plataforma montada en un tanque que ya salvó Kiev del ataque de comandos al principio de la guerra.
Pero otra cosa es espantar o neutralizar a los drones a campo abierto y en situación de combate. El recurso más estudiado y testeado es el de la interferencia electrónica, que funciona bastante bien pero tiene el problema de que el ruido electrónico tapa las comunicaciones propias. Es como un juego de suma cero, donde para desorientar a los drones enemigos también hay que cegar los propios.
La idea que está surgiendo es una variante del viejo y probado dogma que dice que los tanques nunca pueden operar sin una escolta de infantería. En este escenario, lo que se agrega es una escolta de drones, también pequeños, diseñados para cazar a los del enemigo. Por ejemplo, estrellándose contra ellos.
A todo esto, en el Pentágono descubrieron que no tienen drones que no sean del tamaño de un pequeño avión y cuesten menos de dos millones de dólares. Son esos que uno ve en las películas, allá arriba como un Ojo en el Cielo, filmando a cientos de kilómetros de la base más cercana o disparando misiles crucero. Pero incapaces de defender a un tanque y vulnerables ante un enemigo que tiene misiles antiaéreos: los rusos barrieron todos los drones de alta tecnología que recibieron los ucranianos.
La niebla de la guerra
Hace tantos años, Von Clausewitz inventó la frase Nebel des Krieges, la niebla de la guerra, para describir la falta de información que tiene un comandante en el frente. Quien está al mando, indica el concepto, sabe dónde están sus fuerzas y tiene alguna idea de dónde está el enemigo, pero poco más. El resto lo ve como en una niebla, sobre todo cuando empieza del combate y la información que llega al puesto de comando es fragmentaria, confusa y abrumadora en cantidad.
No extraña que los ejércitos del mundo inviertan en procedimientos para procesar tanta información y formar un mapa coherente, entendible, de qué está pasando en el frente. EE.UU. arrancó hace seis años con un encargo a Google para que inventara una Inteligencia Artificial capaz de “leer” lo que pasa y traducirlo en esquemas visuales. El Proyect Maven, Proyecto Experto, no es un producto de Google porque la idea de trabajar para los militares disparó un motín entre los ingenieros de la empresa, pero ya está siendo probado en Ucrania.
Y no está funcionado.
Maven crea unas lindas imágenes muy entendibles y prácticas del enemigo en movimiento, con algoritmos que predicen bastante bien sus cambios de dirección. El problema es que la guerra en Ucrania ya se está pareciendo más a la Primera Guerra Mundial que a la Segunda, con posiciones fijas y trincheras por todos lados. Simplemente, este tipo de guerra “quieta” no genera tanta información como para que Maven se destaque.
Y hubo otro problema sorprendente con las comunicaciones. Como parte de este experimento, EE.UU. repartió teléfonos satelitales a los oficiales en el frente, para que pasen información a sus comandantes y a Maven. Estos teléfonos estaban preseteados para usar el sistema militar de satélites, que como los drones son enormes y carísimos. Hartos de que no no poder comunicarse casi nunca y de recibir explicaciones sobre “horizontes” y “azimuts”, los oficiales empezaron a usar la red Satlink de Elon Musk. O sea, usaron los teléfonos satelitales como si fueran celulares.
¿Por qué funcionaba la red privada y no la militar? Porque en lugar de estar compuesta por unos pocos satélites de alta complejidad, la de Musk se compone de cientos de pequeños satélites. Será menos sofisticada, pero cubre en serio el planeta entero.
Small is beautiful
En alguna parte de Europa, la OTAN tiene una oficina con personal de varios países anotando estos fracasos. Es la “oficina de lecciones aprendidas”, que eventualmente va a compilar una lista y hacer recomendaciones a futuro. Una, ya se entiende, es que los drones grandotes y los satélites carísimos no son la solución a los problemas de la guerra.
Y otra que está asomando es que nunca conviene subestimar a los rusos. Al principio de esta guerra, Moscú casi ni usó su arsenal electrónico. Cuando Joe Biden finalmente se animó a equipar a los ucranianos con los temidos misiles de alcance medio HIMARS, los rusos enseguida aprendieron a desviarlo. Iban a ser el arma definitoria, pero casi no tuvieron efecto.