El atentado contra el ex presidente de los EE.UU. y actual candidato republicano Donald Trump, que mereció un repudio virtualmente unánime, también fue ocasión para el forzamiento ideológico, el oportunismo indisimulable y la incursión en el ridículo.
Apenas publicada la edición Nº 26 de ¿Y ahora qué? ganaron el centro del escenario las noticias referidas al atentado contra el ex presidente de los EE.UU., Donald Trump, en ese momento todavía en carrera proselitista para ser de nuevo el candidato presidencial republicano (horas después la convención partidaria lo elegiría casi por unanimidad). Bien visto, y advirtiendo con absoluta claridad que cualquier atentado político es deplorable y que lo mejor que puede suceder, si ocurre, es que fracase, lo cierto es que se trató de un atentado a la van Gogh, con una oreja sangrante para ilustrarlo, una víctima inocente, el ingeniero y bombero voluntario Corey Comperatore, y dos heridos gravísimos, David Dutch y James Copenhaver.
También murió abatido por la policía el autor del atentado, Thomas Matthew Crooks, un joven de veinte años, votante republicano con práctica de tiro y poseedor de un fusil AR-15 semiautomático de venta libre, pero adquirido por su padre. Según trascendidos periodísticos, en algún momento de su adolescencia a Crooks lo habría tentado el progresismo en general, o el Partido Demócrata en particular, alineamiento político preferido por su madre; pero finalmente concluyó su breve derrotero en el Partido Republicano, tal vez aspirado por la influencia ideológica de un padre libertario.
Las hipótesis en torno del atentado merecen una mirada atenta. Numerosas publicaciones informaron que en principio el FBI supone que Thomas Matthew Crooks sería “un lobo solitario”, quedando entonces descartado por el momento un accionar que hubiera coronado el despliegue de una conspiración doméstica o de carácter internacional. Pero al mismo tiempo los medios lo describen como un joven “normal”, aunque padeciente de bullyng cuando tenía edad escolar y con poca vida social cuando fue más adulto. Un joven “normal” que en caso de lograr su objetivo, matar a Donald Trump, hubiera escrito su nombre en la Historia con tinta indeleble. También numerosas publicaciones consideraron oportuno sugerir que para este caso habría dado sus frutos la prédica incansable que desde 1871 anima la Asociación Nacional del Rifle (National Rifle Asosociation) a favor de la libre tenencia y portación de armas, habilitando en numerosos Estados el acceso de la ciudadanía a los arsenales más sofisticados. Y en este punto corresponde advertir que la mayor permisividad al respecto fue recientemente debatida en la Argentina durante la campaña presidencial, a raíz de un tiroteo que hubo en una escuela de Texas donde murieron 19 niños y dos maestros; entonces el diputado y candidato Javier Milei aseguró, haciendo caso omiso de toda evidencia en contrario, que “aquellos Estados que tienen libre portación de armas, le guste o no a la progresía, tienen muchos menos delitos (que) donde vos tenés obligados a estar indefensos a los honestos”.
La exacerbación de los humores sombríos de una sociedad en plena campaña electoral, los discursos acalorados que estimulan aún más la retórica propia de una cultura del odio en expansión y la facilidad de acceso a fusiles como el AR-15 semiautomático, que fuera muy utilizado en Vietnam, constituyen el mejor caldo de cultivo para la emergencia de una variante del exitismo con raíces que llegan hasta la Antigüedad clásica. Siempre manteniendo, aunque sea provisoriamente y hasta tanto se cuente con más información, la hipótesis de que el francotirador Crooks no fuera el último eslabón de una cadena conspirativa doméstica o de carácter internacional, en principio parece animar un perfil psicológico similar al de Eróstrato de Éfeso, el pirómano que al promediar el siglo IV antes de C. incendió el templo de Artemisa (o Diana), una de las siete maravillas del mundo antiguo. La pusilanimidad de Eróstrato se tradujo en una pasión desenfrenada por la fama, por convertirse en un influencer extemporáneo pero de altísimo vuelo, y ésta lo llevó a quemar el templo de Artemisa, acción que confesó bajo tortura y mereció dos penas: la de muerte (que fue ejecutada con éxito) y la condena de la memoria, la damnatio memoriae consistente en la prohibición de pronunciar o escribir su nombre y la acción realizada, quedando establecida también la pena de muerte para quienes no respetaran este último castigo complementario. Así lo sentenció Artajerjes, pero el nombre y la triste hazaña de Eróstrato llegó a oídos de historiadores y cronistas de la época y trascendió hasta la actualidad, pasando por textos de Cervantes, de Lope de Vega, de Miguel de Unamuno, de Marcel Schwob, de Jean-Paul Sartre, que en uno de sus primeros libros de ficción, El muro, incluyó un cuento titulado precisamente “Eróstrato”; de Fernando Pessoa y de muchos otros que lo utilizaron incluso como referente de comprensión universal.
Pero la oreja sangrante de Trump motivaría también interpretaciones más sofisticadas y contrarias a la hipótesis de la existencia de “un lobo solitario” dispuesto a realizar un atentado del cual, sin importar el éxito o el fracaso, no saldría vivo. Y la responsabilidad habría que buscarla, por ejemplo, en la oposición globalista que sale al cruce del patriotismo, o en la “élite globalista internacional” enfrentada al proyecto “Estados Unidos primero” (America First) de Donald Trump, o en la cruzada contra los valores de Occidente de “la configuración actual del marxismo” o “la globalización económica que ahora controla el marxismo cultural”. Figuras como los Clinton y los Obama serían promotores destacados de ese conglomerado de poder y verían con buenos ojos que se interrumpiera la marcha de Trump hacia la Casa Blanca, frenando así la eventual reducción del expansionismo estadounidense de cara a la OTAN y las zonas calientes del planeta, con la consecuente limitación relativa de los intereses del complejo militar-industrial-financiero, al menos teóricamente.
Así las cosas, era fácil comprender que el repudio al atentado ubicaba al enunciante en una cornisa de tránsito difícil, y que implicaba cierta solidaridad con quien lo había padecido y con las formas de convivencia democrática y civilizada, no con posiciones políticas, ideológicas o partidistas específicas, todas emergentes de un devenir histórico desbordante de complejidad. Era fácil aconsejar la prudencia, y comprender que la sobreactuación del repudio tratando de aprovecharlo desde cierta insignificancia inveterada, y por añadidura forzando los hechos para someterlos a un corsé ideológico de muy dudosa solvencia intelectual, conducía sin solución de continuidad a la extravagancia.
El presidente argentino Javier Milei estaba en los EE.UU., en el exclusivo “campamento de verano” para multimillonarios en Sun Valley, cuando supo que se había producido el atentado contra Donald Trump. Entonces decidió sumarse al torrente de repudios y acusaciones que inundaba las redes y mandó un tuit en el cual, además de expresar su “apoyo y solidaridad al Presidente y candidato Donald Trump, víctima de un cobarde intento de asesinato que puso en riesgo su vida y la de cientos de personas”, aseguraba que no debía sorprender “la desesperación de la izquierda internacional que hoy ve cómo su ideología nefasta expira, y está dispuesta a desestabilizar las democracias y promover la violencia para atornillarse al poder”. Palabras notablemente contrastantes con las que diría Joe Biden luego de comunicarse telefónicamente con Trump la noche del sábado para solidarizarse con él, aunque sin abandonar su liderazgo (según la ultraderecha) de quienes en consonancia con cierta presunta izquierda internacional probablemente querrían atornillarse al poder.
Pero el presidente Milei y su entorno más próximo viven en un mundo carente de matices. Biden hablaría a la Nación desde el Salón Oval de la Casa Blanca el domingo para repetir públicamente su repudio al atentado, recordar que “debemos bajar el tono de nuestra política y que, aunque tengamos desacuerdos, no somos enemigos; somos vecinos, somos amigos, somos compañeros de trabajo, ciudadanos… Y lo más importante es que somos estadounidenses”. Para Biden, según declaró en un reportaje concedido pocas horas después, el lunes 15, es Donald Trump el responsable de la “retórica inflamatoria” que condujo a situaciones como la del sábado anterior. Si bien Biden admitió haber incurrido en algún exabrupto por error, como cuando dijo que había que “poner a Trump en la diana” (expresión doblemente desafortunada vista después de que un francotirador practicara puntería con él), también sostuvo que fue Trump quien en 2021 denunció fraude y provocó el intento de toma del Capitolio, o quien dijo que produciría “un baño de sangre” si perdía las elecciones, o bromeó a raíz de que el marido de la congresista Nancy Pelozi fuera golpeado con un martillo. Pero las palabras tuiteadas por Milei ya habían sido debidamente asimiladas por sus colaboradores y en Buenos Aires, a primera hora del lunes, el vocero Manuel Adorni no sólo repetía el repudio sino que también distribuía flecos lingüísticos de su cosecha como si tratara de convidar a los periodistas (todavía) destacados en la Casa Rosada con una ensalada rusa de sentido. Dijo de todo, que el mundo asistía a “hechos aberrantes”, que “la libertad está en peligro”, al tiempo que “el mundo occidental, libre y capitalista está bajo amenaza”. También Adorni dijo que tenía entendido “que el que atentó era un comunista o gente de izquierda de manera confesa”, pero advirtió no saberlo a ciencia cierta. Y como no se privó de nada dijo que Trump, “lejos de victimizarse o pretender que se dicte un feriado, va a participar de la convención republicana en Milwake”. La alusión al feriado establecido para el día siguiente al atentado contra la entonces vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, en momentos en que transcurre el juicio oral y su principal imputado ha confesado su intención de asesinarla, no sólo pareció fuera de lugar, sino también de mal gusto.