Hace nueve años, en el ahora lejanísimo mundo de 2016, hubo una extinción masiva que pocos notaron. Era fines de año y el meteorito extintor se llamaba Donald Trump, que acababa de ganar las elecciones a presidente en Estados Unidos. La explosión liquidó una especie pequeña pero ruidosa, la del explicador profesional de la democracia. Trump fue un papelón tan profundo que se les secó el valle: ¿quién iba a escuchar a un norteamericano hablar de democracia después de que eligieran al hombre naranja?
Los explicadores eran bichos, todos norteamericanos, que recorrían el mundo explicando cómo vivir, cómo tener policías honestos, elecciones limpias, instituciones democráticas fuertes, militares obedientes, sociedades pujantes, religiones tolerantes. Ganaban bien, porque sus audiencias les pagaban para escucharlos y tenían aliados locales, como Mario Vargas Llosa, que los publicitaban.
El mismo Trump acaba de citar la extinción de esa especie como base de su política internacional y de su visión del mundo. Ya se sabe que el hombre es transaccional y su vida es un toma y daca, pero en un doradísimo salón de fiestas en Riad, rodeado de la flor de la nobleza saudita, anunció que Estados Unidos no “le va a dar más lecciones a nadie sobre cómo vivir. Es que al final, los llamados constructores de democracias destruyeron tantas democracias como construyeron. Y los intervencionistas se metieron en sociedades complejas que ni siquiera entendían. Cada uno tiene que pensar su destino a su manera. En estos años, muchos, pero muchos presidentes norteamericanos padecían de la idea de que su deber era examinar las almas de otros líderes internacionales y castigarlos por sus pecados”.
El salón estalló en una ovación. El mundo árabe, de Marruecos a Omán, dio un respingo. Trump estaba diciendo lo que se dice hace añares en cada café donde se hable árabe, y en unos cuantos donde se habla otra cosa. El establishment norteamericano tuvo otro patatús, que van tantos. “Trump efectivamente renunció a décadas de política exterior en Medio Oriente” para darle el gusto a sus anfitriones, editorializó dolorido el The New York Times. Un saudita irónico escribió en las redes que el presidente “está poseído por Franz Fanon”.
Macaneaba, el hombre, porque Fanon no hubiera dado un discurso semejante sin hablar de derechos humanos, el lugar de la mujer, la censura y persecución a disidentes y periodistas y el caso Jamal Khashoggi. Ni hablar de Israel y la tragedia en Gaza, extendida ahora a Cisjordania. Lo que estaba diciendo era que si los sauditas, omaníes y qataríes invertían en Estados Unidos, el objetivo explícito del viaje, su idea de soberanía se iba a estirar a no ver más pelos en el huevo. Si las mujeres no pueden ni manejar, cosa de ellas.
En la misma línea, Trump se sacó la foto con Ahmed al-Sharaa, uno de esos líderes al que varios presidentes norteamericanos le examinaron el alma y encontraron un terrorista. Sharaa es ahora el presidente de facto de Siria, lo que parece que le perdona haber sido de Al Qaeda. La foto fue para anunciar que se acaban las truculentas sanciones contra el régimen de Assad, que seguían en pie por las dudas. Hasta Irán recibió un regalito, con el presidente diciendo que se tomaba “muy en serio” las negociaciones por su plan nuclear.
Mientras tanto, en casa
El Donald se ve a sí mismo como un revolucionario de la reacción, en el sentido de ser un derechista con una motosierra. Esta semana arrancó en varios frentes que atacan directamente a sus enemigos, que él percibe como enemigos de todo lo bueno y sano de su país. Por ejemplo, de la raza blanca, que ya no anglosajona y protestante porque los números no dan. Con que sean blancos, somos felices.
Quien observe lo que pasa por allá arriba sabrá que el Censo Nacional calcula que más o menos por esta época Estados Unidos está dejando de ser un país de mayoría blanca. Es muy posible que el censo de 2030 muestre que ya es un país de minorías de todos los colores, con la blanca siendo la más grande pero ya no la mayoría. El escalofrío que esto le da a algunos es visible…
Trump es uno de esos y lleva años diciendo que, por razones que nunca explicó, este proceso demográfico sería una catástrofe. Por eso su guerra contra los inmigrantes, por eso la alfombra roja a los afrikaner y por eso sus abogados se presentaron esta semana ante la Corte Suprema reclamando que se liquide aquello del Jus Sanguini. Es notable, porque América entera considera que un niño nacido por acá es de acá, un ciudadano, idea que se extendió hace siglos por el planeta entero.
El caso es ladino por partida doble, porque los abogados del gobierno arrancaron este jueves específicamente apelando los amparos que ya dieron varios jueces federales. Los jueces respondían a una suspensión del registro de nacimientos ordenada por decreto desde la Casa Blanca y el gobierno cuestiona que puedan hacer esto, en este tema y en cualquier otro. Si la corte decide que así no se puede gobernar, Trump va a tener mano libre para ignorar a los jueces.
Y luego, de fondo, está la cuestión de los niños nacidos en Estados Unidos. La Constitución original ni tocaba el tema, lo saba por sabido, pero la guerra de Secesión dejó el tema pendiente: ¿qué pasaba con los esclavos nacidos en minas y plantaciones? ¿Eran ciudadanos? ¿Podían votar? El Congreso enmendó por catorceava vez la Carta Magna y explicó que cualquier persona nacida en cualquier estado o territorio bajo dominio y jurisdicción de los Estados Unidos es un ciudadano. Esta enmienda es la que explica que los portorriqueños sean ciudadanos, aunque viven en un “estado asociado a la unión”.
En marzo de 1897, la Corte Suprema recibió el caso de Wong Kirm Ark, un bebito californiano nacido de padres sin papeles y encima chinos. Lo de encima es porque no sólo ese matrimonio no tenía papeles sino que la ley prohibía la entrada de chinos en general, un doble prejuicio. Los supremos se tomaron exactamente un año para decidir, pero el fallo fue unánime: por supuesto que el bebé era norteamericano. Y no se habló más del tema, hasta Trump.
Como hay tantos inmigrantes que no son blancos ni anglos, o al menos noruegos como decía el Donald en su primer gobierno, los abogados oficiales se obsesionaron con la palabra “jurisdicción” en la enmienda. Para los leguleyos, los inmigrantes ilegales están en Estados Unidos, pero no bajo su jurisdicción porque no hicieron los trámites. Para Trump, sus bebés son tan deportables como los padres. Como los juristas no paraban de reírse, en la Casa Blanca vinieron con otra, que cada estado decida si esos chicos son o no ciudadanos. Nuevas risas jurídicas ante la idea de que la ciudadanía se prende y se apaga cuando uno cruza fronteras internas.
Pero con esta Corte Suprema nunca se sabe.
Mientras tanto, el famoso Muro con México no se completa ni termina de funcionar, pero la frontera está militarizada con varios miles de tropas, blindados, nubes de drones y hasta dos buques de guerra vigilando playas del Pacífico y el Caribe. El gobierno acaba de pedirle a los gobernadores que aporten tropas de sus Guardias Nacionales para que los agentes de Migraciones tengan apoyo armado en sus razzias. Son estos que paran a sus víctimas en la calle, todos vestidos de negro y con máscaras de ski cubriéndoles la cara.
Un toque de crueldad: el gobierno acusó a un grupo de ilegales de haber cruzado a Estados Unidos pasando por una zona que habían declarado zona militar. El juez escuchó pacientemente y preguntó si había carteles que indicaran el status peculiar de esa zona. ¿No? Pues se van libres, que no podían saber que estaban cometiendo un segundo delito.
En la lista de enemigos también estuvo presente la prensa, que Trump todavía no pudo controlar. En el Presupuesto que está debatiendo el Congreso aparece cero dinero para la pequeña red de medios públicos, que al contrario que la nuestra es impecable en su distancia con los gobiernos de turno. La bandera es la cadena de televisión PBS, que nos dio los Muppets, y la Radio Pública, que salva a tantos del craso comercialismo de las privadas. Pero resulta que estos presupuestos oficiales son un fragmento del ingreso de estas dos instituciones, que a su vez reciben “apoyos” -avisos elegantes, en realidad- y le venden sus programas a radios y canales también públicos pero locales. Trump acaba de prohibirle a estas instituciones vender sus programas, una manera de asfixiarlas de verdad.
Lo más trascendente, sin embargo, está pasando en tres comités legislativos en la Cámara de Diputados que preparan un mega paquete económico. La etiqueta es siniestra para todo argentino y está empezando a sonarle igual a los primos del norte. El objetivo de fondo del trumpismo en funciones es bajarle los impuestos a los ricos, ya que su paquete original, de 2017, está por vencer. Por eso Elon Musk anda echando gente y cerrando laboratorios, porque hay que fingir que el deficit nacional no se va a desbarrancar. La solución que buscan los republicanos es bajar los impuestos y arrasar con los planes de alimentos y el sistema médico público, el Medicaid. El número mínimo de desamparados que puede dejar este paquete que liquida al PAMI de allá es que catorce millones.
El caramelo va a ser un cheque a cada contribuyente el primer año, porque el corte sería retrospectivo a abril de este año, el triste mes en el que todo el mundo para sus impuestos. Muchos van a tener que ahorrar ese dinero, porque cuando se acabe Medicaid…