Trump y los tramposos

Trump es Mr. Arancel. Y buscará el proteccionismo. Interesante debate. La discusión no es sobre cuánto más paga el pobre consumidor un producto protegido con aranceles o escudos invisibles, o cuánto menos paga si se aplican las enseñanzas librecambistas. Para Estados Unidos, la cuestión es si las multinacionales dejan de fabricar en China.  Para la periferia, el punto es si la política comercial proteccionista atrae capitales y con eso crea empleos, sustituye importaciones y permite aumentar el consumo sin que se vea amenazada la balanza comercial por la falta de dólares.

Para calibrar el grado de disrupción que implica el proteccionismo de Donald Trump la historia marca las líneas directrices del escenario. También lo que significa el proteccionismo como arma del desarrollo y las contradicciones que al respecto trae aparejado el proteccionismo de Trump en aras del equilibrio de poder mundial. El diccionario de la Real Academia da dos acepciones para el vocablo “proteccionismo”, ambas propias de la esfera económica. Una lo define como la “política económica que dificulta la entrada en un país de productos extranjeros que compiten con los nacionales”. La otra: “Doctrina que fundamenta la política proteccionista”. 

El arma histórica más simple con que cuenta un Estado para la política de comercio exterior es el arancel aduanero (tariff en inglés). Hay de diversos tipos, pero en esencia su aplicación hace que un producto que del otro lado de la frontera costaba 10 luego de pasar por la aduana cuesta -ya nacionalizado- el doble o triple o cosa por el estilo. 

El economista sueco Ely Heckscher historiando el accionar de los mercantilistas (los hacedores europeos de la política económica entre los siglos XVII y XVIII, que contaban con conocimientos prácticos pero no teóricos sobre la materia, puesto que la economía aún no era una ciencia) relata cómo el proceso que llevaba a consolidar la formación del Estado Nación, tenía como un capítulo ineludible la eliminación de las aduanas interiores de cada feudo, en función de una nacional. 

En la actualidad –y desde 1950- a los aranceles aduaneros se los viene bajando y desacreditando a nivel mundial. Los negociadores de los países desarrollados reemplazaron a los muy visibles, palpables y simples aranceles aduaneros con barreras comerciales enhebradas en complejas regulaciones técnicas. Para aplicarlas se debe contar con una trama burocrática muy lejana a las posibilidades del país periférico promedio. Y cuando es posible estructurarla, como en la Argentina, el boludeo ideológico librecambista acaba convenciendo a todo el mundo de que el proteccionismo es feo, hace pupa y los malévolos empresarios y comerciantes se abusan cobrando lo que quieren y no se ponen en vigencia o se las limita mucho. 

Más allá de las estupideces de esos argumentos de almas muy bellas, la aduana es cosa seria en la historia Argentina. Y como se ha visto, también en la historia mundial. Entre 1820 y 1890 sufrimos 70 años de guerra civil intermitente que tuvo como uno de sus motivos principales el control de la aduana porteña. Recién con la crisis del ’30 dejaron de ser los aranceles aduaneros los principales recursos fiscales del Estado argentino, y su primacía la perdieron a manos del impuesto a los réditos (ganancias).

Los ingleses desde la revolución Industrial y los norteamericanos desde que ganaron la Segunda Guerra se convirtieron en los defensores globales del libre cambio, en tanto no temían que su supremacía fuera amenazada. Los ingleses por primerizos sin rivales a la vista que le pudieran hacer sombra. Los norteamericanos porque desplegaron un arsenal ideológico –afianzado por el dólar como moneda mundial- en que el Paraíso librecambista no debía ser amenazado, mientras que en la realidad, nunca se deshicieron de las prácticas proteccionistas.

Los norteamericanos dotan de liquidez a la economía mundial a través del déficit comercial, lo cual resulta contradictorio con las prácticas proteccionistas. De hecho, hasta mediados de la década de 1970, los gringos no tenían déficit comercial. Al dar por terminado el orden de Bretton Woods en 1973 definitivamente, el FMI ya no era el mejor vehículo para asegurarle la demanda al dólar como moneda mundial. 

Ese papel lo empezó a cumplir el déficit comercial. Desde entonces, el proteccionismo norteamericano se encargó de vigilar que el déficit comercial no se pase de vueltas por su impacto deflacionario, habida cuenta que los norteamericanos son los únicos que pagan las importaciones con su propia moneda nacional. La ideología manifestada como saber académico le hizo perder al proteccionismo –el de los otros, que naturalmente son el infierno- su caso ante la opinión pública.

Y en una economía mundial que descreditó a los aranceles aduaneros y los bajó a su mínima expresión, llegó Trump. Se definió a sí mismo como un Tariff man, y caracteriza que “arancel aduanero” (tariff) es la palabra más hermosa del idioma inglés, incluso –según realza- “más hermosa que el amor, es más hermosa que cualquier cosa”. No se anda con chiquitas el rocambolesco Donald, inminente próximo POTUS. Incluso, dice que -como si se tratara de la Argentina decimonónica o la Europa posterior a la Guerra de los Cien Años (fines del siglo XVII)- que la aduana del Tío Sam va a ser el gran organismo recaudador que compense la baja de impuestos internos que también prometió en campaña. 

Lo cierto es que más allá de toda esta retórica, Trump expresa una coalición política que no quiere que el capital norteamericano siga abandonando los Estados Unidos para beneficiarse con los bajos salarios chinos vendiendo esa producción en Estados Unidos. Su pelea es con las propias multinacionales norteamericanas. China es una excusa muy buena. Permite arreglar problemas internos culpando a los pérfidos de extramuros. Casi una tradición en la política norteamericana. En su primer mandato la pelea entre Tump y las multinacionales fue fuerte, al punto que la bolsa de Shangai fue la que más subió en esos cuatro años. Joe Biden siguió con la misma palea a favor de los trabajadores norteamericanos y –todo parece indicar- de forma mucho más coherente y sólida que Trump. Ahora, las bolsas en China están para atrás, en Wall Street esperan un tercer año consecutivo de bonanza con el S&P 500 subiendo el 10 por ciento en todo 2025, y los economistas norteamericanos – y afines neoclásicos del resto del globo- diciendo que lo de Trump es la receta del desastre. Los tramposos no quieren caer en su propia trampa, ni que deje de ser útil.

Arma de desarrollo

Trump, como también Biden, congelaron la Organización Mundial del Comercio (OMC) y recurren a los aranceles no para embromar a China, que se come el garrón de paso cañazo, sino para evitar que las multinacionales fabriquen barato allá y vendan en “la tierra de los libres y el hogar de los valientes”. Y la diferencia en el precio la compensan con el arancel aduanero. 

Los economistas neoclásicos pusieron el grito en el cielo. Dijeron que eso traería inflación. Inflación es aumento persistente a lo largo del tiempo del nivel general de precios. Aranceles aduaneros significa precios más altos de una vez, tras la aplicación del arancel, no inflación. También denunciaron esos precios más altos. ¿Comprar a precios más baratos para desemplear a los norteamericanos, bajarles el nivel de vida y seguir manteniendo pobres como siempre a los chinos? ¡Que definición tan fementida –y en buena medida perversa- de eficiencia económica! 

Una observación un poco más próxima de cómo funciona este proceso de protección arancelaria arroja enseñanzas firmes para el desarrollo argentino, cuando las barbas criollas son renuentes a ponerse a remojar. 

Lo primero a considerar en este aspecto es la movilidad del capital y, por lo tanto, la igualación de su remuneración en el plano internacional. En esto vale tener presente cómo trabaja el análisis económico. Su arma son los supuestos. Por ejemplo, los librecambistas –siguiendo a David Ricardo- suponen que no hay movilidad internacional del capital. Esto significa que si un millón de dólares rinde más produciendo jabones flotadores en Brasil que en la Argentina, para los librecambistas eso se equilibra no yéndose el capital desde Argentina a instalarse a Brasil para allí producir los jabones flotadores, sino trayendo jabones flotadores de Brasil (país que se especializará en el elemento clave del vicio romano del enjabonado) a cambio de lo que Argentina haga más barato.

En la versión del mundo liberal, el comercio es así un sustituto perfecto y deseable de la inversión externa. Pero cómo, ¿no era que había que abrirse para que vengan los capitales, según vociferan los más duros librecambistas? Peras al olmo no. Coherencia a los liberales argentinos, tampoco. De todo esto resulta que la discusión valedera sobre el análisis económico es sobre la pertinencia de los supuestos. Y obvio que el no movimiento de capitales es un supuesto completamente irreal que conduce a razonamiento que se apoyan en falsa escuadra. En el mundo tal cual es los capitales se mueven entre países en busca del mejor rendimiento.

Si esto es así, y esto es así, la discusión no es sobre cuánto más paga el pobre consumidor un producto protegido con aranceles o escudos invisibles o cuánto menos si se aplican las sabias enseñanzas librecambistas. Para Estados Unidos es si las multinacionales se dejan de joder con China. Para la periferia, si la política comercial proteccionista atrae capitales y con eso crea empleos, sustituye importaciones y permite aumentar el consumo sin que se vea amenazada la balanza comercial por la falta de dólares (importaciones mayores a exportaciones). Bien, entonces el proteccionismo vociferante de Trump da pie para reflexionar sobre nuestra propia realidad. 

Años ha Almendra aventuraba: “Figúrate que pierdes la cabeza/ sales a la calle/ sin embargo el mundo sigue bajo el sol, todo bajo el sol/ debajo del sol”. En un mundo perenne proteccionista, del cual la añosa cínica predica librecambista norteamericana era parte de la superestructura ideológica para hacer digerible el verdaderamente indigesto subdesarrollo, se ha sacado la careta y quedado culo al aire. Es lo nuevo bajo el sol, todo bajo el sol, debajo del sol

La tasa de ganancia

Cuando se trata de la división internacional del trabajo y de la racionalización del conjunto del sistema, hay casos en que la equiparación de la tasa de ganancia impide la reversión de las especializaciones que, de otro modo, pueden ser provocados por las diferencias en la remuneración del factor nacional discriminante. En otras palabras: si no hubiera igualación del rendimiento del capital entre naciones, un país se puede especializar en donde tiene “mayor” costo en vez de “menor” costo. Esto es muy natural, porque esta igualación –a del capital colocado entre países-, es, en tanto que tal, un elemento de atenuación de las distorsiones. Pero esas distorsiones se preservan con aranceles aduaneros que ponen la diferencia. 

Intuitivamente se percibe que si la tasa de ganancia fuere flexible en el plano internacional, o, de manera equivalente, si los capitales no tienen concordancia a escala mundial, absorberían por sí mismos toda variación de los costos nacionales, entonces puede haber reversiones en las especializaciones en términos de la división internacional del trabajo –en criollo: sustitución de importaciones.

Ahora bien, una vez que la especialización –buena o mala- tiene lugar, no puede haber explotación de una nación por otra, o tan siquiera alguna “desigualdad” en el intercambio. En consecuencia, la igualación de la tasa de ganancia sobre el plano mundial es una condición sine que non de la explotación de un país por el otro. Para que el mecanismo del intercambio desigual se active, es necesario que la tasa de ganancia, en razón de su internacionalización, de alguna manera se vuelva rígida vis-à-vis la de la economía nacional. 

Esto permite que los empresarios de los países ricos carguen al extranjero la mayor parte de la diferencia negativa en los salarios nacionales. Esto impide a los capitalistas de los países pobres beneficiarse del diferencial negativo de sus salarios y mantenerlo dentro de los límites de la economía nacional. Se ven obligados a volcarlo al exterior para el beneficio de los consumidores extranjeros. Eso se impide con los aranceles aduaneros, o más generalmente con la protección administrando el comercio, como condición necesaria.

Diferencias significativas

Si la movilidad física de la mano de obra (las corrientes migratorias), incluso cuando de vez en cuando se hace muy importante, no es suficiente para lograr la igualación de los salarios, generalmente, una movilidad marginal del capital en el plano internacional resulta un hecho más que suficiente – la experiencia demuestra – para generar una bien clara tendencia hacia la igualación de la tasa de su remuneración. Los economistas que niegan esta tendencia generalmente basan su posición en inferencias lógicas, mientras que todos los que han llevado a cabo investigaciones empíricas reconocer en forma unánime el hecho de que no hay diferencias significativas en las tasas de ganancia entre los países desarrollados y subdesarrollados.

En cualquier caso, las posibles diferencias en las tasas de ganancia, incluso si se mueven en la dirección adecuada, son de otro orden de magnitud que la de las disparidades de los salarios, de modo que se excluye que unas puedan compensar o atenuar las otras, tal como se ilusionan los libertarios. 

Como lo expresa el economista italiano Eugenio Somaini: «mientras que los salarios divergen a lo largo de las líneas nacionales, los beneficios divergen, principalmente, a lo largo de diferentes líneas (por industria o sector), independientemente de la proporción en la que estas industrias o sectores se distribuyen entre los diferentes países y no hay alguna correlación precisa entre las razones de las variaciones de los niveles relativos de los salarios y de las variaciones de los niveles relativos de las tasas de ganancia […] No hay evidencia sobre la existencia de una brecha de las tasas de ganancia tan profunda como la de las tasas de salarios y sobre todo de una brecha en los beneficios que se correlacione de forma sistemática con la brecha en las tasas de salarios. Esto nos permite descartar la idea de que o bien las circunstancias que deprimen los salarios en un país tienden a deprimir las ganancias también, o bien que los bajos salarios de algunos países implican «constante y sistemáticamente» las ganancias más altas en estos mismos países”.

El intercambio desigual

Un país sólo puede ganar algo a expensas de otro tomando más bienes de los que entrega o mediante la compra de los bienes que demanda a un precio demasiado bajo y la venta de aquellos que ofrece a un precio demasiado alto. Sin embargo, en su conjunto y a largo plazo, las exportaciones de la periferia hacia los países desarrollados, valorizadas de acuerdo a los precios internacionales, no superan a las importaciones, valorizadas sobre la misma base. Entonces, sólo el segundo medio continúa siendo válido; es decir: el único mecanismo para la transferencia de valor de forma unilateral es a través de la distorsión de los precios que se describen en el intercambio desigual.

Si los precios de las exportaciones de la periferia se fijan de acuerdo con las leyes objetivas del mercado, cualquier proyecto para aumentarlos o simplemente para estabilizarlos reflejaría una cierta disposición a prestar ayuda, o en el mejor de los casos, el reconocimiento de un deber moral de los países ricos. Por el contrario, si el asunto es que la remuneración institucionalizada de los factores es la “fuente” que determina la caída de los precios, poner en reversa el mecanismo aumentándolos constituiría una simple compensación de un enriquecimiento indebido de los países industrializados.

Si el precio de mercado a los que vende sus exportaciones China no es más que el precio correspondiente a su subdesarrollo, resulta –entonces- un precio cuya única norma de origen es su propia pobreza. Ahora bien, es para sopesar las consecuencias que tendría en la saga de Trump contra el mundo si, por alguna razón, los salarios de China aumentaron considerablemente y llegaron a los niveles estadounidenses. Imaginemos que al desarrollo económico más rápido le siguió una intensa urbanización y un aumento de la renta inmobiliaria y de los precios de la tierra por sobre los estándares de California, y que como resultado de esto, el costo real de fabricación de la baratija promedio aumentó de 10 centavos a 10 dólares la unidad.

La reacción

Es comprensible, por tanto, que los portavoces de la los países desarrollados se aboquen a rechazar esta teoría del intercambio desigual. Sus referencias a los principios científicos puros son una coartada para el defensa consciente o inconsciente del status quo. Pero estos principios se olvidan rápidamente cuando llegan productos de la periferia o de China que compiten con la producción nacional de los países desarrollados. 

En su momento, por caso, las cuotas de importación se le impusieron a los productos japoneses, y antes durante y después nadie dudó, duda o va a dudar invocar los salarios anormalmente bajos en estos países y el «dumping social» resultante para proteger a su producción nacional contra las importaciones de los países subdesarrollados. En otras palabras, se acepta de golpe, y sin que haya mediado ninguna transición, el hecho de que los salarios son la causa y los precios el efecto. Visto de esta manera, hasta donde los bajos salarios producen precios “anormales» o los precios «normales» producen bajos salarios depende de si el producto en cuestión es típico de la producción de los países centrales o típico de la producción periférica.

Trump es la reacción a los bajos salarios de la periferia. Que abaraten los costos del consumidor del centro es una cosa muy bienvenida. Que usen ese enorme mercado interno para abaratar sus costos las multinacionales en China o la periferia, otra muy diferente y mala. Trump se dejó de sutilezas y versos teóricos y fue a los bifes. Los que hacían trampa con el cuento académico del librecambio quedaron como Tarzán. Alguna vuelta ideológica le van a encontrar, para seguir pontificando que este humanidad fracturada en centro y periferia es el mejor de los mundos posibles, a pesar de que alguna que otra vez se topa con un guarango como Trump. Los liberales argentinos son tan obtusos y tan pagados de sí mismos, que ni ansiosos se han puesto a raíz de que el verso del librecambio que tan sentidamente siguen militando, se ha convertido en el mundo tal cual es en una fruslería. Ni lentos ni perezosos, acaban de cambiar la legislación anti-dumping más a favor de los importadores, de lo que ya era. “Figurate que pierdes la cabeza/ y aunque no lo creas/ se te va la voz/ como se fue tu piel/ nada te queda ya,/ sólo la realidad”.

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