Un toque sádico

La visión reduccionista, ajustadora y miope que caracteriza a la mayor parte de las élites en la Argentina actual debe ser descuartizada en el plano conceptual. Los derechos humanos empiezan por el desayuno, como solía citar el socialdemócrata alemán Willy Brandt. El facilismo conceptual insiste en designar como “agroexportador” un modelo que en realidad es “externo dependiente”.

Entre los argumentos de uso frecuente en la enrarecida atmósfera política argentina figura de modo larvado la presunción (en realidad un prejuicio) de que los reclamos salariales son causa de aceleración inflacionaria porque incrementan el “costo laboral” de las empresas. 

Lo mismo le acontece al sector público, en su rol de empleador, cuando se ve obligado a emitir para poder pagar los aumentos de remuneraciones que impone la escalada de precios, por momentos desbocada. En ambos casos la realidad indica otra cosa: la inflación actúa licuando salarios, aliviando la carga salarial de las empresas y practicando un ajuste de hecho sobre las remuneraciones estatales. En dos meses, el gobierno actual lo ha practicado a fondo y lo ha mostrado como un logro, con eje en la caída de las jubilaciones. Diríase: un toque sádico.

La idea de que los reclamos salariales atentan contra el dinamismo de la economía es un error muy instalado en el “sentido común” empresarial tras una machacona prédica secular de nuestros liberales que, fuerza es decirlo, no se parecen mucho a los que en otras latitudes se destacan por su amplitud de miras inscribiendo la lucha por la libertad en la conquista de condiciones que permitan ejercerla al conjunto de la población

Al respecto, conviene recordar aquella frase incluida por Willy Brandt, el ex premier alemán socialdemócrata, quien en sus memorias consignó la opinión de un delegado africano a la Internacional Socialista: “Los derechos humanos empiezan con el desayuno”. El representante del país atrasado la tenía clara: el ejercicio de la libertad requiere de condiciones materiales sin las cuales unos somos más libres que otros, lo que contrasta con el principio liminar repetido por Milei: todos los hombres nacen libres. Sí, pero sólo en el enunciado moral o filosófico, porque al segundo siguiente se advierte que cada ser humano está condicionado por su situación social. 

No nacemos libres, la libertad se construye entre todos los miembros de una sociedad determinada y no suele ser un proceso sin conflictos.

En estas épocas líquidas las ideas se manosean y se diluyen, apenas se evocan para excitar reacciones a partir de convicciones previamente instaladas. Por eso es necesario ir hacia conceptos sobre los que se pueda construir una convivencia fructífera. Hay que identificar, para poder debatirlas y mostrar su condición de obstáculo, aquellas nociones, generalmente muy enterradas en las convicciones íntimas e inconfesables que sostienen las políticas reaccionarias y antipopulares que se aplican en nuestro país. Y no de ahora, reaparecen, al llamado de la crisis y la necesidad, en diversas gestiones, aún en las que se autoperciben como solidarias, populares y nacionales. 

En particular, sobre la puja salarial, es un recurso argumental frecuente en voceros académicos del radicalismo (repetido mil veces para enmascarar el fracaso del Plan Austral y los sucesivos Primaveras I y II), mientras que en el peronismo y sus pretendidos tecnócratas la cuestión se enfrenta con el recurso al Pacto Social, una forma de congelar aspiraciones legítimas  y confiar en que todo, por las suyas, andará bien. José Ber Gelbard nos regaló a Celestino Rodrigo. Urge una renovación teórica para poder rearmar una coalición muy amplia sobre la base de integrar la sociedad y la economía. En términos de Antonio Gramsci, para poder construir el bloque histórico que eleve una comunidad a un nivel aceptable de convivencia, con creciente calidad de vida.

Evidencia  y experiencia

Estamos lejos de eso, deshilachado como se encuentra el movimiento nacional. Los intentos registrados para evitar deserciones, dispersión y maniobras para mantener una relación de fuerzas no muestran hasta ahora una actualización convocante. 

Y no porque no existan quienes están revisando crudamente la situación y las tendencias disgregadoras que se vienen imponiendo, sino porque las herramientas teóricas que se utilizan están agotadas o muestran graves insuficiencias a la hora de comprender el punto actual de la crisis del subdesarrollo argentino, que viene de lejos.

Como la Argentina no está aislada en el mundo, sino todo lo contrario, a tal punto que funciona como apéndice de operaciones financieras del sector más concentrado a nivel global, el análisis de la relación de fuerzas debe hacerse en el contexto planetario. Así advertimos la puja (sí la puja) entre los esfuerzos para fortalecer las economías nacionales en las propias potencias, retrotrayendo la internacionalización actual y relocalizando en lo posible la producción dentro de las fronteras o en asociaciones estrechas con vecinos y aliados. Primera gestión de Donald Trump, continuada por Joe Biden. 

La evidencia histórica es incontrovertible: los países que se desarrollaron durante el siglo XX son los que mejor articularon sus fuerzas productivas a escala nacional y lograron desenvolver intercambios equilibrados y provechosos con el resto del mundo que permitieran a la economía doméstica acumular y expandirse de modo sostenido, aportando así la base material para una mejora continua del nivel de vida de su población. 

Dentro de ese proceso, se destaca el hecho característico de que lo hicieron pagando altos salarios mediante la negociación con organizaciones de trabajadores que acompañaron ese desenvolvimiento ampliando así a su vez el mercado nacional. 

En el caso de China, que podría mencionarse como distinto, también se registró un proceso de acumulación interna conjuntamente con una fluida vinculación con el mercado mundial que pasó por una fase de exportaciones muy competitivas apoyadas por políticas eficaces en esa dirección, inicialmente con muy bajos salarios pero que al mismo tiempo suponían el pase de la mano de obra campesina a la actividad industrial, es decir se operaba un salto cualitativo en la estructura económico-social del antiguo imperio tantos años dominado y dividido por acciones dirigidas para perpetuar su debilidad. 

Ese proceso planificado y no exento de contradicciones y luchas internas había empezado mucho antes, con la consolidación de un campesinado que salió de condiciones de vida miserables al mismo ritmo con que se iba modernizando la producción agraria. Tan fuerte y sólido resultó, mirado con la perspectiva histórica del largo plazo que aún hoy, estando China en la punta de no pocos desenvolvimientos científico-tecnológicos, es demandante al mundo de materias primas para la alimentación de su pueblo y el aprovisionamiento de su industria.

Estando a la vista estos procesos, la dirigencia argentina –el sector dominante en la política y en la sociedad– se negó a aprovechar la experiencia ajena adaptándola a una forma propia según los desafíos y particularidades locales. Insistió en un modelo caduco: el agroimportador.

Sigue prevaleciendo la negación de la importancia del mercado interno, no sólo para satisfacer las necesidades propias, sino como plataforma para una inserción mundial fecunda y beneficiosa. El facilismo conceptual insiste en designar como “agroexportador” (o sea denominando la mitad como el todo) un modelo que en realidad es “externo dependiente”, en la composición del intercambio tanto como en su correlato financiero traducido en deuda. Esa es la propuesta que aparece parada en el centro del ring, sin contendientes conceptuales a la vista. Por este camino, está garantizada la perpetuación del subdesarrollo.

No se reflexiona sobre algo que es bastante obvio a poco de estudiarlo: exporta más un país con un grado suficiente de integración productiva interna que otro volcado a pocos rubros del amplísimo espectro de la producción contemporánea. Insistir con el “sesgo exportador” como eje de un modelo deseable asegura mantener la fragmentación social.

Todo esto tiene mucho que ver con la puja distributiva, que debe convertirse en un estímulo dejando de ser un argumento para permanecer estancados. Si insistimos con rediseñar un país con unos pocos sectores dinámicos orientados a la demanda externa vamos a condenar a muy amplios sectores de la comunidad nacional a permanecer en la pobreza. 

Con el 50 % de la población con diverso grado de dificultad para alimentarse, vestirse o educarse disponiendo de una vivienda digna y acceso a asistencia sanitaria aceptable, todo lo que planteamos como necesario se presenta como una utopía inalcanzable. Y si de la lectura de los datos esenciales sobre la situación nacional resulta que bajamos los brazos estamos incumpliendo la razón humana del derecho a la existencia y convivencia fructífera.

La visión reduccionista, ajustadora y miope que caracteriza a la mayor parte de las élites en la Argentina actual debe ser descuartizada en el plano conceptual, desmontando todos los mecanismos que tienden a mantener el statu quo, es decir, no modificar la estructura que hoy por hoy nos mantiene estancados y en condiciones de sufrimiento generalizado. 

Como dijimos al comienzo: nuestros liberales son de vuelo corto y cero imaginativos. Sólo se les ocurre envilecer las condiciones sociales como forma imposible de solución. Y no es la ideología con que se justifican lo más grave, es la perpetuación de las condiciones viles en que se somete a los desposeídos, a los trabajadores informales y hasta en blanco que no alcanzan a cubrir sus necesidades y la demolición de la clase media que de un día para otro descubre que sus ingresos no les permiten mantener consumos esenciales. 

No es liberalismo, estúpido, podríamos decir, es la crueldad y la miopía en negarse a asumir los desafíos fundamentales incorporando los marginados a los procesos virtuosos del trabajo y desempeño de labores socialmente útiles bajo todas las formas imaginables de inserción y asociación creativas. Esta “libertad”, con la que nos amenazan los argentinos de bien no tiene nada que ver con la verdadera libertad que es la potencialidad del ser humano en convertirse en protagonista de su propia vida. Para lo cual requiere estar dentro, no fuera, de un conjunto que se mueva en una dinámica expansiva de fuerzas productivas y creadoras. 

No es el liberalismo que surgió como respuesta al bloqueo social que imponía la sociedad estamental que dejó la Edad Media tras su agotamiento histórico (y enormes aportes a las ideas, la ciencia y la inspiración artística). La Ilustración permitió superar las trabas de una sociedad estancada, inspiró cambios sustanciales y todavía está en lucha contra los dogmas y los privilegios. 

Ese liberalismo es fecundo. Nos ha legado las formas republicanas y abierto la puerta a la esperanza democrática, aún incumplida si la analizamos correctamente como participación popular en el acceso a la generación y el disfrute de los bienes, tanto inmateriales como materiales que ofrece en cantidad y calidad la civilización contemporánea, como nunca antes se registró en la historia humana. Por eso es escandaloso que la concentración del poder y la riqueza actúe como un freno y reproduzca condiciones de atraso y marginalidad sólo para mantener altas tasas de ganancias. Ya no tiene sentido ni justificación alguna. 

Aquí y ahora

Como corriente doctrinaria el liberalismo debería ser inspirador de soluciones. Pero en la versión pedestre local se ha convertido en justificación sistemática del achicamiento y lo que es peor: del odio entre quienes deben que entenderse. Aguas estancadas que tienen que volver a correr y fecundar. Por eso es imprescindible abrir todos los debates que hoy están bloqueados o directamente prohibidos por la maraña de agresiones deliberadas que se vuelcan a diario para “mantener la iniciativa” en una marcha forzada… hacia la nada misma, el desierto ontológico en que estamos perdidos. 

Así como el argumento de la puja distributiva es un pretexto para justificar malas políticas también lo son otros prejuicios convergentes. Anotemos: la identificación del sindicalismo como un mecanismo de corrupción orgánica, la consideración de los movimientos sociales que reclaman pan, paz y trabajo como organizaciones prebendarias y, aún más en el fondo, la idea inconfesa pero muy persistente de que la vagancia domina por sobre las aspiraciones genuinas de progreso personal y comunitario. Si se mirara lo que se considera vagancia como un elemental cálculo entre esfuerzo y recompensa tal vez se entendería mejor aquello que hoy se esgrime o se supone como causa de nuestros males. Pero para eso hay que abrir la cabeza, ejercicio no usual ni recomendado por quienes nos dictan la agenda de un debate amañado.

Esos prejuicios disgregadores toman cuerpo cuando se trata de analizar el peronismo, que por cierto no está exento de responsabilidades en su trajinada dirigencia con abrumadoras pruebas de incompetencia y corrupción (efecto, no causa), en la misma proporción que registran otras expresiones políticas. Asumir esta falencia general es el primer paso para un diálogo fecundo del que nadie puede decir que será fluido ni sereno, tanto como es imprescindible. 

La humildad se ha convertido en estos tiempos en una condición necesaria que se transformará en virtud cuando esté en acto.

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