El gobernador bolsonarista de Río de Janeiro ordena la peor masacre en treinta años. El modelo Lula y el modelo derechista para solucionar el problema de la violencia.
Esta semana, la policía carioca en todas sus variantes -militarizada, civil y “fuerzas especiales”- hizo una acción de guerra contra el Comando Vermelho, la histórica banda narco que domina los morros de la zona norte de Río de Janeiro. No fue una acción de policía, no fue una orden judicial que salió mal. Fue una expresión de la mentalidad que declara a las bandas criminales como variantes del terrorismo y cree que la solución es militarizar el conflicto. Por algo hubo 132 muertos y sólo 113 detenidos: es lo que pasa en una batalla, no en una redada.
Esta mentalidad militarizante es la que hace que la Armada norteamericana vuele por el aire lanchas en aguas internacionales. Alguien decidió que son narcos, de preferencia venezolanos y si no colombianos, y que a los narcos se los trata así. De paso, se evita el problemita legal de que ninguna Armada tiene derecho a detener y a abordar a nadie en aguas internacionales.
Claudio Castro, el gobernador de Río, es un bolsonarista de los duros y aspira a ser el candidato de ultraderecha el año que viene, ya que su patrón, el encarcelado Jair, no puede ser candidato aunque estuviera libre. Es que al contrario de su querido Donald Trump, el golpista Bolsonaro fue sancionado por la justicia electoral por andar diciendo que hubo fraude. ¿Quién hubiera dicho que la justicia brasileña iba a ser más responsable y rigurosa que la norteamericana, tan glorificada en tantas películas?
Castro tuvo un buen timing, muy estudiado. Se anda pavoneando por el “éxito” del ataque y dice que lo planeaba desde hace dos meses, pero lo lanzó justo cuando el presidente Lula da Silva andaba por Asia atendiendo cosas importantes. Lula desembarcó en Brasil y ni pudo hablar de lo que logró con Trump, porque el gobernador pícaro había ocupado todo el espacio posible con la peor masacre en la historia de Brasil.
Esto no fue un accidente. El operativo fue planeado como una invasión con movimientos en pinza en la triste zona norte de la vieja capital, aquella que el visitante ve, gris y fea, desde la autopista que del aeropuerto a las playas del sur urbano. Los uniformados se colaron primero en un espacio verde que separa los morros de Penha y Do Alemao, una cresta de 130 metros de altura en su cúspide que mira desde arriba a los otros morros. En medio de la noche, las tropas del BOPE, el Batallón de Operaciones Policiales Especiales, ocuparon la cresta, bien armados. A las 3.30 del martes, los batallones de las policías militares y civiles, todos enmascarados, comenzaron los ataques desde cinco direcciones.
Este tipo de invasiones son comunes en Río, porque la policía hace un promedio de 85 por mes. La diferencia es la escala, porque esta vez fueron batallones enteros atacando los dos morros, y no patrullas o grupos en incursión para detener a alguien. Como siempre, la policía tiraba contra todo lo que se movía y muchos salvaron su vida y las de sus chicos porque hace rato que encontraron el lugar mejor cubierto de sus casas, conocimiento básico para vivir en la favela. Los narcos contraatacaron con el excelente armamento que tienen, casi todo norteamericano y casi todo canjeado por drogas directo en EE.UU. Hasta le tiraban granadas a los policías usando drones.
Cuando los ataques se ponen duros, los narcos se escapan al enorme descampado y desaparecen bajo los árboles. Pero esta vez los estaban esperando los del BOPE, con lo que quedaron en un fuego cruzado. Se ve que los uniformados tenían órdenes de no tomar prisioneros, porque lo que dejaron fue un tendal de cadáveres. Después, se fueron y ni atendieron a los heridos ni identificaron siquiera a quienes habían matado. Eso lo tuvieron que hacer los familiares desesperados que buscaban hijos y hermanos en la mata.
Es notable: el Estado ni se molestó en tomarle las huellas a sus víctimas.
Los familiares hicieron lo que hacen desde hace años, alinear los muertos en una calle del morro para que se vea la magnitud de la masacre, para que los responsables no desaparezcan sus muertos en ambulancias y papeleo. Es un viejo recurso político de los favelados, que exhibieron a la prensa los balazos en la nuca y las marcas de ataduras en las muñecas de muchos de los muertos.
Es notable: en las favelas tienen un protocolo popular para que el Estado no pueda ocultar sus crímenes.
Lula tuvo que improvisar ante la inesperada crisis política y lo hizo bien, que está acostumbrado. Primero que nada, le ordenó a su secretario de Seguridad Ricardo Lewandowski que parara de criticar a Castro y se reuniera urgente con su par estadual, el secretario de Seguridad carioca y cómplice del gobernador, Víctor Santos, para crear una Oficina de Emergencia para atender el problema (y para que Castro no se zafe otra vez). Lula habló de inmediato de crear una ley para combatir el crimen organizado, cosa de sacar el tema de este marco militarizado y asesino.
A todo esto, Lula ya había mostrado en agosto cómo se combate a estas bandas organizadas, que ya llegan a 88 en el mapa del ministerio de Seguridad federal. En una impecable operación de inteligencia y con participación de la justicia, el gobierno le confiscó 200 millones de dólares al Comando Vermelho, un golpazo al corazón. La banda hace rato que se diversificó comprando tierras, estaciones de servicio y lotes urbanos, como si fuera una empresa, y tiene una activa vida financiera. De hecho, se calcula que factura diez veces más con sus negocios “legales” que con la venta de drogas. Con inteligencia, el gobierno fue a eso y no a matarles la tropa, fácilmente reemplazable.
Mientras, el ministro de la Corte Suprema Alexandre de Moraes, el que armó la causa que mandó a prisión a Bolsonaro, le exigió explicaciones al gobernador Castro y lo citó para el lunes a las once de la mañana en Brasilia. Van a tener que declarar Castro, Santos, los comandantes de las policías civil y militar, el jefe de la policía científica, el procurador de justicia del Estado, el presidente de la Corte Suprema carioca y el Defensor Público. Moraes ya le mandó 18 preguntas al gobernador, en especial sobre qué hicieron con los heridos y si la policía usaba cámaras personales. Castro ya adelantó una respuesta: los policías sí tenían cámaras, pero “se quedaron sin batería”…
Que Río es una de las capitales de la violencia global no hay quién lo dude. Su tasa de homicidios cada 100.000 habitantes equivale a siete veces la del AMBA. Pero también es mala fama, porque esa tasa es todavía superior en la hermosa San Salvador de Bahía. La diferencia la hace la geografía de morros favelados que puntúan la ciudad carioca y el estilo durísimo del Comando Vermelho. Por ejemplo, en lo que va del año hubo 104 heridos por balas perdidas, de los cuales 22 murieron. Con tanto operativo policial, no extraña que ya van 146 veces en que los narcos cortaron calles usando ómnibus, que las quince clínicas de los morros tuvieron que suspender sus servicios 784 veces y que las escuelas perdieran días de clase, aunque salvaron vidas manteniendo a los chicos en las aulas.
El anecdotario es inmenso e irracional. Una profesora de Matemáticas se tomó licencia de salud luego de que la secuestrara una bandita de narcos que incluía a un ex alumno. Resulta que los delincuentes querían que la profe revisara los cuadernos de contabilidad de un distribuidor sospechado de quedarse con vueltos. De nada valieron los llantos de la profe, ni la explicación de que una cosa es contabilidad y otra es matemática. Revisó los cuadernos a punta de pistola. Si los cuadernos dejaron dudas, el distribuidor puede haber terminado en el mismo descampado donde el BOPE emboscó a los narcos. Resulta que el Comando tiene Tribunales del Pueblo -así los llaman- que te juzgan y te cuelgan en los árboles del descampado.
Si estos tribunales suenan a organizaciones armadas, no es casual. En los años sesenta, la dictadura militar decidió castigar a los presos políticos poniéndolos en penales comunes. Uno de los peores estaba en Ilha Grande, Angra dos Reis, la misma que hizo famosa más tarde el Mediterraneé. Para los setenta, y a propósito, el penal estaba repleto de combatientes y de asesinos, ladrones y violadores. La diferencia es que los militantes se organizaron, armaron protestas y hasta huelgas de hambre, y lograron mejorar un poco la miseria de la vida penal en la isla. Los delincuentes comunes tomaron nota.
Poco después, armaron una guerra de bandas, el evento histórico de fundación de algo nuevo que llamaron la Falange Roja y luego se llamaría el Comando Vermelho, que por algo es Rojo. Poco después, en San Pablo, la abominable masacre en el penal de Carandirú daría nacimiento a otra banda casi paramilitar, el Primer Comando Capital, hoy gran rival de los Rojos. En ambos casos, la dureza irracional del Estado terminó teniendo consecuencias inesperadas y de muy largo plazo.
Que Brasil tiene que controlar estas violencias organizadas es un hecho. Todo el mundo está tan acostumbrado a vivir así que parece normal y explicable por ese fondo poluido del racismo local. Como dicen por allá, si el bandido es negro, meta bala nomás. Lula tiene ahora la inmensa tarea de empezar a cambiar esta lógica enferma y esta resignación.
Trump en Asia
El Presidente Naranja se encontró con su par chino Xi Jinping en Corea del Sur, y declaró una tregua. El encuentro entre ambos dio un videíto delicioso, con el norteamericano franeleando al chino y hablando sin parar, ante la sonrisa congelada de Xi, al que obviamente no le gusta que lo toquen. Uno parecía un vendedor de autos usados, el otro un filósofo estoico.
La cosa es que China suspendió el embargo de tierras raras por un año y EEUU bajó las tarifas del 57 al 47 por ciento. El comunicado oficial chino guardó perfecto silencio sobre estos dos temas, pero dijo que los mandatarios se habían invitado mutuamente a visitarse en sus países el año que viene. Discretos, en Pekín, al no subrayar que el apriete por las tierras raras funcionó tan bien que Trump hasta suspendió el embargo de ventas de alta tecnología por un año.
Será porque al final tuvo que ir al pie que Trump distrajo anunciando en el avión de vuelta que va a retomar las pruebas nucleares, algo de lo que nos habíamos librado hace décadas. Explícitamente mencionó a China y Rusia como razón de retomar estos peligrosos experimentos. Vladimir Putin no ayudó, cuando anunció el miércoles que había probado con éxito una nueva arma, el misil submarino Burevestnik, un aparato siniestro.
Resulta que estos misiles tienen un motor nuclear y una cabeza atómica diseñada especialmente para crear un tsunami. La idea es que estos misiles caigan al mar en las cercanías de cualquier ciudad costera y se detonen, creando una mega ola que arrasa el objetivo. Los norteamericanos venían siguiendo el tema desde 2018, cuando Putin habló del proyecto. Hasta le pusieron el nombre código de Poseidón, aunque lo consideraban imposible de fabricar. Pero este martes, dice Putin, funcionó perfectamente bien y ahora pasa a la línea de producción.
Sin dar detalles de la prueba, Putin aclaró que el misil es imposible de interceptar por su velocidad en vuelo, hipersónica, y bajo el agua, de unos 180 kilómetros por hora.
De nunca acabar
Benjamín Netanyahu anda mordiendo el freno, como caballo en cuadreras. Esta semana ordenó un “contraataque” contra Hamas, al que acusó de abrir fuego contra tropas israelíes. Hubo cien muertos, como siempre entre cualquier que estuviera en la dirección general de donde vinieran los tiros.
Pero el premier se ocupó de avisar que había llamado a Trump para que no se enterara por los diarios. Pidió permiso y se lo dieron.