Verdad, relato, identidad y sentido

Varias ciencias sociales y tecnologías de vanguardia confluyen para definir una territorialidad digital donde se tramitan importantes aspectos de la contienda política. La extrema derecha o el neoconservadurismo apreciaron tempranamente su potencialidad y sus implicancias culturales, evidenciando además que el campo popular se halla al respecto relativamente en mora.

En la primera edición de ¿Y ahora qué? hubo un artículo de Facundo Selfeni merecedor de una renovada lectura. En efecto, partiendo de la base de que Milei, Bolsonaro y Trump, entre otros, comparten un estilo incendiario, formas violentas que ponen en crisis las reglas democráticas, estigmatizaciones sobre minorías sociales, degradación de los argumentos políticos, etcétera, y la promesa de un gran futuro que consistiría, bien visto, en la restauración de un pasado falazmente idealizado, lo cierto es que semejante formato discursivo responde a una metodología prolija que la extrema derecha reproduce en todo el mundo, apelando por añadidura a las más sofisticadas herramientas de difusión masiva.

Esto constituye un dato cultural, y no menor, porque en la actualidad metodológicamente los líderes de la derecha intentan generar sentido, aun mediante la puesta en circulación de noticias falsas a través de órganos específicos que responden al modelo de Steve Bannon, por ejemplo, creador del paradigmático Breitbart News y activo participante en las campañas electorales de Bolsonaro. Pero también importa destacar, como lo hace Facundo Selfeni, que en la base de dicha metodología se hallan investigaciones académicas y científicas de vanguardia que combinan psicología, marketing y big data. Es un fenómeno del cual se tuvo conocimiento luego del triunfo de Donald Trump sobre Hillary Clinton en 2017, merced al escándalo de Cambridge Analytica, donde había aportado sus investigaciones el psicólogo polaco de la Universidad de Stanford Michal Kosinski, experto en Psicometría.

Para ensayar un mínimo abordaje de esa experiencia en particular corresponde consignar que el big data se logró apelando a una aplicación para celulares que habilitó el acceso a más de 3 millones de usuarios de Facebook. O sea que Cambridge Analytica contó con una enorme masa de datos fácilmente formalizables y formalizados, procesables y procesados en tiempo real, o mejor, deslizándose por la superficie del tiempo de manera virtualmente simultánea. Las técnicas de marketing aportaron lo suyo, pero la rama de la Psicología que se encarga de medir rasgos de la personalidad, la Psicometría, marcó la diferencia.

Los usuarios de Facebook dejan huellas, está claro, que posibilitarían su rápida identificación. Sin embargo, lo que interesó a Kosinski fue la colección de “likes” de cada uno, que insumidos por un algoritmo de su autoría permitiría revelar desde las preferencias políticas hasta sus inclinaciones sexuales. Y algo más, algo que excede con creces un mero argumento de ventas: el algoritmo sería capaz de predecir rasgos y sería, en última instancia, un modelo predictivo de conductas determinadas.

La Psicometría es una disciplina que arrancó con los trabajos de Francis Galton en el siglo XIX, y fue prontamente cultivada por numerosos científicos, entre los cuales se destacó James Mckeen Cattel, su más entusiasta divulgador en los EE.UU. La obra de Galton y sus continuadores ofrece, con independencia del desarrollo de técnicas estadísticas y de medición, varias aristas sombrías. Se destaca en tal sentido la defensa de la eugenesia, esto es, del estudio de las leyes de la herencia biológica para evaluar la “calidad” de los seres humanos y, eventualmente, procurar el perfeccionamiento de la especie.

Otro notable especialista en la materia, Stanley Milgram, realizó en la Universidad de Yale durante 1961 un experimento sobre la medición de la obediencia a la autoridad cuando arrancaba en Jerusalén el juicio al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann. Los resultados de su experimento no fueron precisamente alentadores, y accedió a la cultura de masas cuando en 1979 se estrenó el film I… como Ícaro dirigido por Henri Verneuil.

El film está claramente inspirado en el asesinato de John F. Kennedy. Los espectadores ven al principio escenas familiares, como las sucedidas en Dallas, Texas, pero con el presidente carismático recién reelecto de un país imaginario desfilando en un automóvil Lincoln Continental 1961. Entonces son testigos de una terrible falsificación porque Daslow, un presunto criminal solitario y mentalmente desequilibrado que pretende abatirlo, ni siquiera logra accionar su fusil (el cargador está vacío), al tiempo que suenan tres disparos que sí dan en el blanco. El presunto asesino intenta huir y lo “suicidan” en un ascensor. Un año después la comisión investigadora cierra el caso, pero uno de sus miembros, un fiscal encarnado por Yves Montad, no queda convencido y supone que una organización paraestatal habría cometido el magnicidio. 

El guión de Verneuil y Didier Decoin se despliega con fluidez. Para la comisión investigadora el único responsable es Daslow, presunto asesino alevosamente suicidado de quien los psiquiatras forenses aseguran que padecía “demencia paranoide”. La investigación del fiscal recorre las primeras evidencias de que se trataría de un complot, al tiempo que los rasgos psíquicos del presunto asesino lo atraen desde el futuro. Entonces visita al profesor David Naggara, de la Universidad de Layé, que había utilizado a Daslow en un experimento similar a los de Stanley Milgram, especialista en Psicometría.

O sea que los espectadores conocen la falsedad de la versión oficial referida al asesinato de un presidente. El fiscal, empeñado en desocultar la verdad, llega hasta el profesor Naggara y le muestra una fotografía de Duslow, a quien el profesor identifica porque había participado en una de las experiencias, dice, como las que iban a realizar en ese momento, y a la cual lo invita en calidad de observador. Ubica al fiscal en una especie de Cámara Gesell para que vea, sin ser visto, los preparativos.

Del otro lado del vidrio espejado hay dos voluntarios a quienes informan que en teoría las personas aprenderán mejor cuando sepan que por cada error serán castigadas, y que ellos intentan estudiar en qué medida el castigo altera la memoria. Uno de los voluntarios jugará el papel de alumno (atado a un sillón horrendo y con electrodos como si fuera un condenado a muerte) y el otro será el instructor, ubicado frente a una consola por la cual, a cada error cometido, aplicará al alumno descargas crecientes de electricidad.

Cuando el profesor Naggara pasa del lado de la Cámara Gesell donde está el fiscal, queda con el instructor y el alumno una especie de presencia siniestra, el supervisor del experimento, con impecable guardapolvo blanco y cara de pocos amigos. El instructor lee 30 pares de palabras, donde a cada sustantivo corresponde un adjetivo, y está claro que cuando luego lea un adjetivo el alumno deberá responder el sustantivo correspondiente. Caso contrario, él operará la consola y el alumno recibirá una descarga que, arrancando en 15 voltios, irá creciendo en esa proporción.

Así como todo el guión de I… como Ícaro se da en el marco de una falsedad referida a un magnicidio verdadero, estos atributos del discurso en este punto parecen decididos a bailar un minué, trascendiendo la mera presentación de un procedimiento científico que podría motivar severas reservas éticas. Al comienzo el castigo no es doloroso y el alumno lo asimila como una  broma, pero conforme se reiteran sus errores y el voltaje aumenta, sufre él y grita desesperado y también sufre sensiblemente el instructor, que consulta al supervisor si debe seguir. El supervisor está para recordarles su obligación, cuando no para exigirles el cumplimiento, y por lo tanto la sesión continúa.

El fiscal encara al profesor Naggara. Le pregunta si cree que con esos electroshocks mejorará la memoria del alumno, y aquél contesta: “Su memoria no tiene ningún interés para nosotros. Lo que nos interesa es su capacidad de obediencia, su sumisión a la autoridad”. O sea que el objetivo manifiesto del experimento también es esencialmente falaz.

Alcanzan los 165 voltios. El alumno se niega a seguir, pero el supervisor presiona al instructor y pasan desde la consola otros 15 voltios. El dolor parece insoportable, como si 180 voltios resultaran un límite infranqueable. El fiscal reaccciona, colérico: “¡No tienen derecho a hacer esto!”, exclama. Entonces para calmarlo el psiquiatra le muestra que los aparatos son falsos, que por los cables que unen la consola con la silla no pasa ni la sombra de una corriente eléctrica, aunque el instructor lo ignore. Desde la perspectiva del saber se trata de una escenificación selectiva: mientras el instructor lo ignora, el que hace de supervisor sabe que participa de una farsa, y el que hace de alumno, un gran actor, también.

Este pasaje inserto en un trhiller político podría ser una ocurrencia interesante, y poco más. La investigación sobre el magnicidio no había arrojado resultados que desmintieran la falsedad de un asesino solitario y desequilibrado, velando de paso la existencia de un complot. Se ha construido un relato, y siguiendo las huellas del presunto asesino el fiscal toma contacto con un experimento de Psicometría. Después de su reacción emocional cuando a un participante le descargan 180 voltios, vuelve al despacho del psiquiatra e insiste, como corresponde a un alma bella, en manifestar su indignación y asegurar que el experimento es horrible. Y aquí el film se supera a sí mismo porque el profesor Naggara, especialista en Psicometría, levanta el velo de la mala conciencia y dice: “Señor fiscal, ¡usted reaccionó a los 180 voltios!” En definitiva, no sólo resultó medido el que ignoraba la falsedad del experimento (el “instructor”, el que creía que pasaba electricidad desde su consola hasta la silla) sino también un tercero ignorante, el fiscal, quien entrega con su reacción una idea de la dimensión social que pueden adquirir hechos de esta naturaleza.

En la actualidad y a una escala infinitamente mayor, con el auxilio de herramientas de marketing, tecnologías de Big Data y aportes de especialistas en Psicometría, con el uso intensivo de las redes sociales y en el marco de la era de la posverdad, a sabiendas de que es posible no solamente realizar análisis descriptivos, predictivos y prescriptivos propios de la Inteligencia Artificial sino también arrojar luz sobre las decisiones de grandes conglomerados humanos, queda recortada una territorialidad virtual muy propicia para la contienda política. La derecha ha sido pionera en explorarla y explotarla, poniendo a circular allí discursos que no tributan necesariamente a la verdad, desbordantes de aparente incoherencia y fragmentación, metodológicamente desplegados para una confrontación falsamente dialéctica con otros.

Los movimientos populares están en mora al respecto, quizá porque no han asimilado todavía que la intención manifiesta de quienes animan esa territorialidad virtual y se ponen al servicio de los sectores más conservadores y retrógrados va más allá de incidir en la toma de decisiones. En efecto, la intención no es otra que generar sentido, y si eso es así, apelando a las mismas herramientas los movimientos populares deberían salirle al cruce con un contrasentido o, en el peor de los casos, un sinsentido.

Referencias:

I… como Icaro, película completa:

I… como Icaro, experimento Milgram:

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