Silvio Waisbord lleva más de tres décadas pensando cómo se comunican las democracias y por qué, a veces, dejan de hacerlo. Profesor en la George Washington University y autor de una obra extensa que cruza la sociología, la teoría de la comunicación y el análisis político, es una de las voces más reconocidas en el debate internacional sobre medios, populismo y cultura digital. En su investigación actual, relativa a los nihilismos contemporáneos y populismos reaccionarios, Waisbord se propone leer el presente desde un ángulo poco frecuente: sostiene que el nihilismo social, más que un síntoma, es el combustible de los populismos de ultraderecha.
Allí sostiene que los líderes que hoy encarnan la rabia y la desafección —de Donald Trump a Javier Milei— no inventaron el malestar: lo amplificaron, lo convirtieron en identidad y en estrategia política. El punto de partida de su reflexión es provocador: “la política está río abajo de las corrientes sociales”. Esas corrientes —hechas de frustración, resentimiento y descreimiento en la verdad, en la ciencia, en la empatía— desbordan el espacio institucional. Y en ese cauce turbulento prosperan los discursos que prometen orden, pero se alimentan del caos. A lo largo de esta charla con Y ahora qué?, este investigador argentino desgrana los distintos planos del nihilismo contemporáneo: el epistémico, que erosiona la noción de verdad; el comunicacional, que confunde libertad de expresión con impunidad; y el libremercadista, que reduce la sociedad a una suma de individuos y precios. Pero más allá de la anatomía del desencanto, su pregunta de fondo sigue siendo política: ¿cómo recuperar la confianza en lo común sin caer en moralismos ni en la tentación del mesianismo?
–En tu investigación sobre el nihilismo reaccionario sostenés que “la política está río abajo de las corrientes sociales”. ¿Qué rasgos del malestar contemporáneo explican la expansión de los populismos reaccionarios?
–Lo que el populismo reaccionario explicita, y que a veces confundimos con algo estrictamente político, es la cristalización de tendencias sociales y culturales más profundas. No es solo un fenómeno económico o electoral. A eso hay que sumarle algo central: lo comunicacional. Las formas de comunicación hoy son tanto causa como consecuencia de esa deriva. Las redes, los medios, los espacios digitales amplifican esas emociones colectivas de enojo, desconfianza y desencanto. Estos movimientos recogen un sentimiento de época en ciertas poblaciones: el rechazo a la cultura de los derechos, a la idea misma de igualdad, a la empatía. A nivel global, lo que vemos es una reacción contra un enemigo común: el progresismo cultural, el feminismo, la agenda de las minorías. Ese rechazo produce una identidad compartida. El nihilismo, en ese sentido, es el hilo conductor del reaccionarismo actual. No es un conservadurismo moralista, como el conservadurismo tradicional. No busca restaurar un orden moral, sino destruir el existente. Es una derecha sin vocación de reconstrucción moral: descree de todo, incluso de la necesidad o posibilidad de instaurar un orden moral según preceptos éticos y religiosos.
–¿Y cuál es, entonces, el rasgo que mejor define ese nihilismo político?
–La actitud antisocial. La negación de cualquier moralidad compartida. El desprecio por la empatía y por la idea de que la política puede mejorar la vida colectiva. Lo que aparece es una inversión histórica. Históricamente, la derecha acusó a la izquierda de ser nihilista, atea, destructiva. Hoy ocurre lo contrario: son los populismos de derecha los que se asumen como fuerzas del desorden, los que disfrutan de la demolición. Hay una especie de ironía cínica permanente: el rechazo a lo “virtuoso”, al lenguaje de los derechos o de la justicia social, que es leído como hipocresía e instrumento político. Y eso se traduce en una especie de goce con el caos. Lo que antes era una acusación ahora se vuelve una bandera. Además, hay una dimensión económica del nihilismo que me interesa mucho. Esa cultura de la especulación, del “sálvese quien pueda”, del trading, de la ganancia instantánea, tiene el mismo espíritu: descreer de la vida común y medir todo en términos de rentabilidad inmediata. Es el nihilismo financiero, que atraviesa la cultura neoliberal.
–A diferencia del conservadurismo clásico, que buscaba restaurar un orden moral, decís que el populismo nihilista goza del caos. ¿Qué tipo de vínculo con la autoridad o con la ley construye esa política del desorden?
–No hay reivindicación de la autoridad, ni siquiera de la autoridad política. Estos líderes —Trump, Milei, Bukele, Bolsonaro— no se presentan como moralmente superiores, ni como ejemplos éticos. No buscan purificar la sociedad sino expresar su enojo. Y el caos, real o inventado, les resulta funcional. Necesitan el caos porque les da sentido. Si no hay caos, no hay enemigo, no hay narrativa. El caos es el punto de partida de su promesa de orden, más allá que el caos sea real, magnificado o simplemente inventado. Pero ese orden no es ético, sino punitivo. No se basa en la moral, sino en la fuerza. En todos los casos, el guión es parecido: la izquierda destruyó la sociedad, hay que salvarla. Pero salvarla no significa construir sino castigar. Es una política de la bronca, que solo se sostiene mientras haya alguien a quien culpar.
–¿Podrías dar un ejemplo de ese uso político del caos? Estados Unidos puede ser un caso elocuente.
–El tema migratorio lo muestra con claridad. Trump convirtió la migración en sinónimo de caos: caos en las fronteras, caos económico, caos de seguridad pública. Detrás de ese discurso no hay una preocupación real por el orden, sino una estrategia para construir enemigos. Se acusa al progresismo de fomentar la anarquía y de destruir la Nación. Y, en esa lógica, la única respuesta posible es la fuerza. Es un relato muy eficaz porque transforma problemas sociales complejos en una épica simple: nosotros contra ellos, orden contra descontrol. Pero ese “orden” no es más que la justificación del autoritarismo.
–Definís el nihilismo no como una doctrina filosófica, sino como una actitud social antisocial. ¿Por qué creés que esa actitud se volvió dominante?
–Porque vivimos en un momento en que las instituciones que antes producían confianza —la política, la ciencia, el periodismo, la educación— fueron erosionadas. No solo por errores propios, o no entender cómo se construye credibilidad y confianza pública sino, también, por una ofensiva cultural muy eficaz de deslegitimación. El populismo nihilista tiene una obsesión con crear su propia realidad. Le da igual si algo es cierto o no, lo que importa es que funcione narrativamente. Y esa estrategia prospera en contextos donde la desconfianza es la norma. La extrema derecha entendió que el cinismo es una emoción política poderosa. El descreimiento se volvió un capital. Hoy el escepticismo ya no es duda razonable: es rechazo activo a cualquier autoridad epistemológica. Y en ese clima, todo se vuelve relativo: la verdad, la empatía, el propio sentido de comunidad.
–Trump parece encarnar ese desprecio por las instituciones, esa crueldad expresiva y ese cinismo. ¿Podemos pensar que él, e incluso Javier Milei, son versiones acabadas del líder nihilista?
–Trump es el presidente troll. Es la expresión más nítida del nihilismo comunicacional. No hay reglas, no hay contención, no hay idea de límite. Su forma de comunicación es hostigar, deshumanizar, ridiculizar, cruzando las fronteras de lo “socialmente” aceptable. Milei tiene una impronta parecida, aunque con otro estilo. Su discurso libertario es, en el fondo, una exaltación del yo como única medida posible. Ambos niegan la existencia de lo colectivo. En ese sentido, son nihilistas porque no creen en el otro, no creen en la idea de sociedad. Esa lógica tiene un atractivo contemporáneo: dice lo que otros no se animan, se burla de la corrección política, desafía los códigos de convivencia. Pero ese “hablar sin filtro” termina normalizando la crueldad. Es un discurso que goza del daño que provoca.
–En tu investigación hablás del nihilismo comunicacional, donde “comunicar” equivale a expresarse sin límites. ¿Las redes sociales consolidaron esa forma de comunicación sin comunidad?
–Sí, absolutamente. Las redes son el laboratorio perfecto del nihilismo comunicacional. Comunicar ya no significa construir sentido o comunidad, sino descargar frustración. Es un sistema donde la agresión y la ironía funcionan como moneda de intercambio. Lo paradójico o hipócrita es que muchos de estos líderes se presentan como defensores de la libertad de expresión. Critican la “cultura de la cancelación” y dicen luchar contra la censura progresista. Pero en realidad lo que defienden es el derecho a herir. Confunden libertad con impunidad. El insulto se volvió sinónimo de autenticidad. Y, al mismo tiempo, cuando llegan al poder, hacen lo opuesto: censuran, hostigan a periodistas, castigan la crítica. Es una hipocresía estructural. Libertarios en el llano, autoritarios en el gobierno. Lo preocupante es que buena parte de la sociedad ya no se indigna ante esas contradicciones. La apatía se vuelve aliada del cinismo.
–En este sobredimensionamiento de los liderazgos nihilistas, ¿qué del trumpismo creés que perdurará incluso sin Trump? O dicho en otro términos, ¿el nihilismo social puede sobrevivir al liderazgo o es inseparable de la figura carismática que lo canaliza?
–Creo que el trumpismo ya es una cultura política; va más allá de Trump. Representa un modo de entender la vida pública: sin empatía, sin preocupación por la verdad, sin responsabilidad hacia otros. Lo mismo ocurre con Milei: son síntomas de algo mayor. Estas figuras condensan tendencias que los preceden. El líder se alimenta de la sociedad, pero también la moldea. Hay una relación circular. Por eso no hay que pensar que el nihilismo se acaba con ellos. Las condiciones que lo hacen posible siguen presentes: desigualdad, desafección, descreimiento. Y hay algo más: estos líderes son funcionales a una cultura de la espectacularización. En un ecosistema mediático dominado por la lógica del escándalo, el nihilismo encuentra un escenario ideal.
–En Argentina, Milei parece representar un nihilismo libremercadista, donde “la sociedad no existe”. ¿Cómo interpretás ese cruce entre anarco-capitalismo y desconfianza moral hacia lo colectivo?
–Ahí se ve el hilo que conecta a Thatcher con el anarco-capitalismo actual. Es la misma frase: “no existe la sociedad”. Es la negación del contrato social. Sólo hay individuos movidos por su interés económico. Eso produce un tipo particular de nihilismo: el nihilismo financiero. La cultura de la especulación, del riesgo extremo, de la ganancia rápida a cualquier costo. La cultura cripto, la timba, la financiarización de todo. Es el desprendimiento total de lo humano. Argentina es un ejemplo claro. Llevamos décadas viviendo en una economía donde lo financiero domina lo social, y lo social es una forma de tejer vínculos frente al impacto nocivo de la economía financiera. Ese modo de vida erosiona la idea de comunidad, es el “sálvese quien pueda” como horizonte moral.
–Decís que el nihilismo socava el contrato social —la confianza, la empatía, la solidaridad—. ¿Qué tipo de respuesta política podría revertir eso sin caer en el moralismo ni en el mesianismo?
–No creo que haya una salida única ni rápida. El primer paso es reconocer la magnitud del problema. Hay bolsones de nihilismo, sectores que descreen de todo, y eso no se resuelve con sermones morales. Redoblar la apuesta del virtuosismo con el dedo alzado no sirve. La salida tiene que ser política, no moralista. Hay que mejorar las condiciones de vida concretas y horizontes que alimentan el desencanto, el malestar y la frustración social. La “esperanza realista” de la que hablo es justamente eso: un esfuerzo por reconstruir confianza sin caer en ilusiones mesiánicas o una cruzada moralista. Se trata de restaurar el sentido de lo común desde la acción cotidiana.
–¿Por qué insistís en que no hay que confundir estrategia política con visión de sociedad?
–Porque no se sale del nihilismo educando moralmente a nadie. No se trata de decirle a la gente cómo debe comportarse, sino de ofrecerle un horizonte compartido. Y ese horizonte no se impone, se construye. El Estado tiene un papel importante, porque con sus políticas siempre legitima un orden social. Pero el Estado no puede reemplazar la tarea de reconstruir comunidad. Esa es una tarea política y cultural. En países como Argentina, donde hay enormes necesidades básicas y la ausencia de horizontes es tangible, el desafío es doble: material y simbólico. Y no hay contrato social sin una política que devuelva sentido a la vida colectiva.