Ha ocurrido un vaciamiento de los partidos políticos, restringidos hoy a presentar candidatos surgidos de procesos muy poco transparentes y negociar alianzas donde desaparecen los contenidos programáticos, cuyas consecuencias se hacen sentir en la baja calidad de la vida democrática. Aquí una aproximación a un tema que merece debate.
La reforma constitucional de 1994 establece en su artículo 38 que “los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático”. Nos interrogaremos en esta nota sobre su presencia y funcionamiento porque ello determina la calidad del sistema político cuya solidez es elogiada tal vez más de la cuenta si se lo compara con el deterioro de la situación social.
Nuestra hipótesis de trabajo trata de verificar si actualmente las diversas agrupaciones registradas como partidos políticos tienen una vida real que alimente y oxigene la vida democrática, y de inmediato vemos que los partidos no protagonizan ni promueven debates sustanciales. No son todos iguales, por cierto, pero tienen en común que son meros instrumentos electorales, tanto para armar listas de candidatos como constituir alianzas. Pero poco aportan, o más bien nada, al fermento democrático que requiere permanente oxigenación, ampliando la participación ciudadana.
Y esto resulta particularmente grave en este momento en que la política ha quedado capturada por el personalismo excéntrico y la frivolidad que caracteriza a la farándula. Con Javier Milei, quien se hizo conocer y se constituyó como opción electoral recurriendo a procedimientos deleznables (insultos y agravios de todo tipo) no empezó esto, pero con él llegó a proporciones insospechadas.
¿40 años es el doble de nada?
El vaciamiento de los partidos y la banalización de la política vienen de más atrás. La elección de Raúl Alfonsín en 1983 quizás sea la última realizada con el viejo estilo donde el candidato exponía una suerte de programa, que en su caso consistía en recitar con elocuencia el Preámbulo de la Constitución, y resumir con ello un auspicioso regreso a las formas de vida democráticas que lamentablemente no se cumplió en plenitud.
Es con Carlos Menem que la política/espectáculo vaciada de contenido programático comenzó a instalarse con fuerza. Sus acertadas propuestas iniciales de “revolución productiva” y “salariazo” apenas fueron eslóganes de campaña, sin que se registrara ninguna intencionalidad de cumplimiento. Tras las improvisaciones del comienzo esa gestión se entregó en cuerpo y alma a las restricciones que impuso la Convertibilidad, desmantelando así buena parte del circuito productivo argentino (aunque una porción de la burguesía aprovechó el subsidio que representaba el dólar barato para equiparse de bienes de capital) sin que los números globales de sus dos mandatos presidenciales permitan, tres décadas después, hacer una valoración global positiva de esa gestión.
El radicalismo, que supo mantener el funcionamiento de sus cuerpos orgánicos partidarios, se fue viendo arrastrado por la imposición de candidatos por vía mediática, la mayoría de las veces a contrapelo de una representación genuina de las ideas y propuestas de esa centenaria agrupación.
Ya el Plan Austral y sus remedos primaverales fueron una cesión a epígonos locales de la CEPAL, el núcleo de influencia detrás de la mayoría de las políticas económicas aplicadas en esta etapa de la vida institucional argentina, con los resultados conocidos.
El colmo del desvarío se concreta con la designación en la conducción de Martín Lousteau, sin vínculo ideológico con la tradición doctrinaria del radicalismo, dueño de una trayectoria muy oportunista (presidente del Grupo Bapro durante la gobernación de Felipe Solá en la Provincia de Buenos Aires y ministro de Economía de Cristina Kirchner, autor de la Resolución 125 que provocó la rebelión del campo en 2008).
Cuando se les pregunta a radicales indudables y conspicuos por qué optan por Lousteau como su representante la respuesta no puede ser más claudicante: “porque mide”, dicen resignados, o más bien derrotados en el plano de los principios.
Si el “Peludo” (Hipólito Yrigoyen) se levantara de su tumba los azotaría. Bien lejos quedó en el tiempo su consigna: “que se quiebre pero que no se doble” refiriéndose a los principios básicos de su propuesta de respeto irrestricto a la voluntad popular en los comicios y de preocupación social por los más necesitados. Ahora, se tira todo por la borda en la adoración del candidato más conocido según las encuestas sin atención a sus propuestas, ni hablar del programa.
Otras agrupaciones históricas, como el socialismo, al que el gran periodista Marcos Merchensky en su obra Las corrientes ideológicas en la historia argentina calificara de “partido municipal”, y que aportara en las primera décadas del Siglo XX valiosas iniciativas de legislación laboral y protección sanitaria para las poblaciones urbanas entonces en fuerte expansión, se fue agotando ante el poderoso impulso que significó la aparición del primer peronismo a mediados de la década del 40. En lugar de acompañar el proceso de expansión de las organizaciones sindicales, que entonces implicaba una condición necesaria para el aumento de los salarios, optó por la oposición gorila y se aisló. No pocos de sus militantes nutrieron los nuevos gremios que se crearon entonces, pero no ya con el ideario socialista enarbolado como guía de su acción. Con la democracia cristiana pasó algo parecido, cuando se constituyó como un intento de superación del peronismo pero se esterilizó en la discusión ética que la llevó del antiperonismo a ser su aliado incondicional ya desde 1973.
Otro tanto, en lo que a aportes constructivos se refiere, le pasó al comunismo, con el agravante de que funcionó en los hechos como un apéndice de la Unión Soviética y equivocó la lectura de la historia en estas playas al calificar al peronismo como una variante local del fascismo e, incluso, del nazismo. Las terribles purgas estalinistas que se padecieron en los años treinta y cuarenta en la URSS tuvieron su correlato menos cruento aquí, con la expulsión sistemática de los camaradas que planteaban con toda legitimidad que el proceso de organización de la clase obrera no podía serles indiferente a los comunistas. El caso emblemático fue el de Juan José Real, quien se animó a plantearlo y resultó expulsado por la sectaria conducción de Victorio Codovilla.
Jorge Semprún, que integró después de la Segunda Guerra Mundial la conducción comunista española en la clandestinidad, cuenta en su Autobiografía de Federico Sánchez (que era su seudónimo en esos años) cuando fueron visitar a Stalin al Kremlin y le expusieron que iban lanzar guerrillas en los Pirineos. El líder ruso les preguntó si no existían sindicatos en España. Los interrogados respondieron que existían, pero que eran manejados por el régimen franquista, a lo cual el dictador les contestó: “Allí tienen que trabajar los comunistas”. Esa visión obviamente no la tenían sus camaradas argentinos.
La izquierda no estalinista tuvo siempre una vida marginal y no pudo eludir el estigma de las divisiones continuas que en cada ocurrencia la debilitaban. Tanto las expresiones maoístas como las trotzkistas locales hicieron un derrotero hacia el peronismo, muchas veces para diferenciarse del “comunismo oficial”, al que detestaban.
Vale la pena mencionar, como acierto histórico, que la “izquierda nacional”, como se autodenominaba el sector que orientaba Jorge Abelardo Ramos, propuso en 1973 “votar a Perón desde la izquierda” y obtuvo un importante número de votos. Con cierta lógica, la recomendación final de Ramos antes de morir fue que sus militantes se incorporaran al peronismo, camino que varios de sus compañeros ya habían emprendido anteriormente.
De la intransigencia al integracionismo
La crisis interna del radicalismo después del derrocamiento de Yrigoyen en 1930 no se calmó durante las décadas posteriores y se resolvió, ya en los 40, con el predominio de los intransigentes en la conducción partidaria. En las elecciones presidenciales de 1952 la fórmula propuesta por el radicalismo fue Balbín-Frondizi y este último llegó a la presidencia del partido siendo diputado nacional, muy respetado por sus intervenciones en los temas nacionales más gravitantes.
En contraposición al peronismo surgente, los intransigentes levantaron la Declaración de Avellaneda donde condensaban ideas estatistas entonces de moda en Europa que competían con las políticas oficiales, cuya lectura hoy – y en comparación con las gestiones de Yrigoyen y Alvear – muestra que ya entonces el radicalismo padecía una fuerte mutación ideológica.
Tras el derrocamiento de Perón en 1955 y la instauración del gobierno de facto autodenominado Revolución Libertadora, la Convención Nacional de la UCR reunida en Tucumán a fines de 1956 consagró a Arturo Frondizi como el candidato del partido para las próximas elecciones. Balbín no lo aceptó y no dudó en romper el partido. En conjunción con el unionismo y el sabattinismo constituyó la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP) que se presentaría con él como candidato a las elecciones de 1958. Amparado por la justicia electoral con la retención del nombre histórico, obligó al viejo tronco intransigente a convertirse en la UCRI.
El régimen militar respondió convocando a una Constituyente para actualizar la carta magna de 1853/60, habiendo derogado la de 1949, lo que constituyó un ensayo del realineamiento de fuerzas, todavía en gestación, y que terminó disolviéndose tras aprobar el famoso art. 14 bis consagrando en su texto los derechos laborales que había establecido el peronismo, entonces derrocado y prohibido como organización política.
Ambas fracciones radicales terminaron diferenciándose mucho más profundamente con la adopción por parte de la UCRI del programa integracionista que aportó el equipo dirigido por Rogelio Frigerio que dejó de lado el nacionalismo de medios (léase estatismo) que impregnaba la Declaración de Avellaneda para promover el nacionalismo de fines que perseguía movilizar el conjunto de las potencialidades creativas con que contaba el país, tanto en materia educativa y cultural como económica.
La gestión de Frondizi estuvo acosada todo el tiempo por la conspiración golpista, en la que participaban con entusiasmo liberales, radicales y socialistas ayudados desde afuera por algunos peronistas que confundían la “resistencia” a la Libertadora con la oposición cerril a las medidas de despliegue de las fuerzas productivas, en particular en el segmento energético y en las industrias básicas petroquímicas y siderúrgicas.
Frondizi, como Perón en su momento con el contrato con la California, no contaba con una comprensión cabal de su propio partido, con mayoría en ambas cámaras del Congreso Nacional, lo cual fue el resultado de la orden del líder justicialista de votar por la UCRI. Allí también había incidido la visión conservadora del citado nacionalismo de medios. Hasta el vicepresidente, Alejandro Gómez, se dejó tentar con una posible sustitución del primer mandatario y terminó expulsado de su puesto por sus propios correligionarios.
Vacunas sistemáticamente aplicadas
Así como los servicios de inteligencia militares proveían de explosivos a los “resistentes” sedicentemente peronistas (al punto que volaron los depósitos de Shell en Córdoba), se inició una campaña sistemática que dura hasta hoy para inocular en el peronismo anticuerpos antidesarrollistas. Ha existido una total coherencia al respecto a lo largo de siete décadas.
Es de suponer que tan tenaz operación obedece al peligro de que una potente conjunción de esfuerzos para sacar al país de su condición de subdesarrollado consiga constituirse en una sólida opción política que represente los intereses convergentes del conjunto de clases y sectores sociales cuyo porvenir venturoso está indisolublemente atado a la mejora de la calidad de vida y de trabajo de la inmensa mayoría de los argentinos, hoy fuertemente divididos por falsas antinomias y absurdos clivajes ideológicos.
Agreguemos que el peronismo, cuya sustancia doctrinal es el nacionalismo popular, ha sido también prolijamente malversado por las conducciones que se han sucedido desde la muerte de Perón. Fuese por traición a los ideales, por confusión conceptual o por debilidad teórica, el peronismo también ha sido un campo de batalla permanente. Desde el neoliberalismo menemista a la retórica vacía presuntamente industrialista pero que no va más allá de lo prebendario, el peronismo cuando le toca gobernar chapalea en la improvisación con contadas excepciones. Mantiene, sin embargo, su sustancia de reclamo de mejora social en amplios sectores –ya no mayoritarios– conforme las nuevas generaciones no tienen ejemplos constructivos en los cuales formarse, pero es entrampado una y otra vez en políticas que perpetúan el subdesarrollo.
Mucho tiene que ver en ese entrampamiento e inorganicidad la inexistencia de un partido justicialista que realmente conduzca esas legítimas expectativas sociales. Es el aspecto partidocrático que resulta instrumental para colar como candidatos a quienes no representan cabalmente los intereses populares pero ocupan las posiciones de poder, candidaturas y en el funcionariado.
La multipartidaria naufragó en Malvinas
Puesto que estamos hablando de partidos y su déficit en la formulación de políticas aptas para sacar al país de su crisis estructural, debemos hacer obligadamente una mención a un fenómeno inusual que ocurrió en 1981 cuando se creó, por la conjunción de cinco partidos (justicialismo, radicalismo, democracia cristiana, intransigente y desarrollista) la llamada Multipartidaria.
Fue un momento único en la historia de los partidos argentinos. Cada cual de estas agrupaciones tenía su propia cruz que llevar a cuestas, como hemos reseñado hasta aquí en breves pinceladas, pero en su conjunto representaban muy presumiblemente el 90% del electorado. Reclamaban el cese del gobierno de facto y, lo que es igualmente importante, la inmediata puesta en marcha de una política social y económica que permitiese recuperar el retroceso salarial sufrido durante la dictadura y abrir amplias opciones de inversión que promovieran el empleo y la ampliación de la estructura productiva.
Sin los intereses divergentes que tienden a la fragmentación en cada elección, puesto que los candidatos deben diferenciarse para poder ser elegidos representando alternativas para la gestión gubernativa, la Multipartidaria pudo formular una propuesta sustentable que lamentablemente naufragó con la acción absurda, costosa y criminal en vidas que hizo el régimen militar invadiendo Malvinas en 1982.
La “huida hacia adelante”, como la definió Jorge Luis Borges como ingenioso observador, provocó una expresión muy fuerte del nacionalismo popular de adhesión a ese tremendo error estratégico, pero muy funcional a los intereses británicos y de la OTAN, sólo que en este caso en el Atlántico Sur. Y en esa ola se zambulleron entusiastas los dirigentes de los partidos que hasta pocos días antes sostenían el programa de la Multipartidaria.
Señalemos entonces que el retroceso en la función constructiva que corresponde a los partidos políticos fue enorme. Y el costo en desprestigio también. Hasta puede inferirse que la aparición de partidos conservadores como el PRO y más recientemente La Libertad Avanza, aún no constituido formalmente como tal, pero vigentes como alternativas electorales, se debe también, en gran parte, a la crisis recurrente de los partidos. Fallan como organizaciones vitales y capaces de renovar los debates fundamentales y promover políticas realmente transformadoras.
La confusión persiste
No podemos renunciar al debate teórico ni hacer la vista gorda a su decantación ideológica. Es tema para otra nota, pero apuntemos aquí su interés y, en cierta forma, su necesidad cuando, por ejemplo, Juan Grabois sostiene que no es posible alcanzar una industrialización completa si no es en el marco de la Patria Grande, refiriéndose por lo menos a América del Sur.
Insospechado de corrupción, el dirigente social reconvertido ahora en dirigente político asume las tesis integracionistas que son absolutamente funcionales a la concentración económica a escala mundial. Lo hace en nombre de los pueblos, cuando lo único que garantiza, todavía (en esta etapa histórica), la elevación del nivel de vida y de cultura de las comunidades humanas es la escala nacional y la existencia de estados capaces de orientar procesos de creación de riqueza y su paralela distribución, de un modo tan eficiente como lo han hecho los países más avanzados los que, asimismo, experimentan hoy la prepotencia monopólica con nuevos mecanismos de dominación. Para discutir en perspectiva solidaria.
Nota bene: El Art. 38 de la Constitución Nacional sobre los partidos políticos citado al comienzo se complementa con el siguiente texto: “Su creación y el ejercicio de sus actividades son libres dentro del respeto a esta Constitución, la que garantiza su organización y funcionamiento democráticos, la representación de las minorías, la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos, el acceso a la información pública y la difusión de sus ideas. El Estado contribuye al sostenimiento económico de sus actividades y de la capacitación de sus dirigentes. Los partidos políticos deberán dar publicidad del origen y destino de sus fondos y patrimonio”.
Pregunto si la debilidad de los partidos políticos para nuclear a sectores sociales afines con intereses o ideologías no está asociada a la desintegración de la vida comunitaria. Parecería que la institución PP es una proposición idealista. Las derechas forman sus cuadros en fundaciones y ONG’s de dudoso financiamiento mientras las organizaciones populares dependen del financiamiento del Estado, como fue la Coordinadora, la Cámpora o los movimientos sociales. A la vez es cierto que sin PP no pueden construirse alternativas orgánicas, pero con la vida vivida en la comunicación virtual, cómo se hace? Y ahora qué hacer?
Buen punto. La pérdida de vitalidad de los partidos sin duda está vinculada a otras formas de fragmentación social y política. No creo que haya una receta segura, pero si estoy seguro que hay respuestas a encontrar en la propia vida politica, movilizando y analizando opciones, sumando voluntades, dando ejemplo de vocación por la mejora social. Gracias por el comentario, GA