El caso de YPF es emblemático para entender no pocos desaciertos argentinos. Confundir la nación con el Estado que debe representarla más que un error es un crimen teórico. Hace falta un criterio, una línea de interpretación de la realidad que nos permita operar sobre ella de un modo que no sea autodestructivo. Por eso no tiene sentido invocar nada del pasado como la panacea a la que deberíamos volver. Y esto vale tanto para Milei, que delira sobre la importancia mundial de la Argentina a fines del siglo XIX como para nostálgicos del ‘45 o del 2003.
Cada semana trae su peripecia. Con frecuencia, se trata de cuestiones distractivas, no pocas veces impuestas en la escena política por los ingenieros del caos (el grupete que regentea Santiago Caputo para mantener confundida a la opinión pública).
Se trata de atraer la atención hacia temas no centrales, a veces directamente ridículos como cuando se habla de las chicas que acompañan al presidente Milei, o más graves como el juicio sobre YPF en un juzgado neyorquino donde una jueza condena a la Argentina a pagar una cifra que supera el valor de la empresa y luego impone que le cedan al litigante, el fondo Burford, el 51% del capital accionario, o sea de hecho su control mayoritario.
Las idas y vueltas con YPF constituyen una historia tan trágica como interesante, relatada de formas distintas según quien te haga el cuento.
Eso ocurrió desde siempre, es decir, desde su fundación durante la presidencia de Hipólito Yrigoyen, a cargo del entonces coronel Enrique Mosconi, hasta la “venta” del 25% de su capital al grupo Ezkenazi (entre 2008 y 2011, en dos pasos sin poner plata), pasando anteriormente por su privatización durante el menemato. También las idas y vueltas incluyeron la venta de YPF a la española Repsol, cuyos administradores, previo cambio de gobierno en la madre patria, terminaron cediendo el control de la empresa a los “expertos en mercados regulados”, es decir en tratar con gobiernos sensibles a los intereses de la política. Una saga truculenta.
Pocos recuerdan hoy que YPF, convertida en un mito nacional, tuvo un largo desempeño como empresa pública lo largo de tres décadas y media desde su fundación. Y ocupó el centro de la escena –y el debate– petrolero sobre el aprovisionamiento de combustibles en el país.
La visión de Mosconi, incorporada como doctrina inapelable por el radicalismo y luego por el peronismo, concebía a YPF como un monopolio estatal que atendería las necesidades energéticas de la Argentina. No llegó a hacerlo porque con la expansión del transporte automotor el consumo de combustibles creció más rápidamente que la producción de la empresa la cual, sin embargo, exploró zonas del territorio nacional y determinó yacimientos que no explotaba en tiempo y forma por déficit de capital operativo y tecnología.
Se constituyó así, embanderados en la celeste y blanca (el logo de YPF tenía un círculo con esos colores), un formidable negocio de importación donde empresas trasnacionales como la Shell y la Esso, como principales provedoras, traían del exterior los combustibles que se requerían cada vez más en el país.
En los primeros años ‘50 la proporción de lo importado sobre la producción local era de dos tercios contra uno. Se trataba de un mercado en expansión donde crecía la provisión externa sobre la producción propia. La patria vibraba de nacionalismo y el negocio lo hacían los extranjeros. Bajo formas diversas esas contradicciones se han ido repitiendo a lo largo del tiempo.
No se puede negar el papel civilizatorio que tuvo YPF en algunas provincias argentinas como Chubut, Neuquén, Mendoza, Santa Cruz o Salta, por ejemplo, porque radicó población y consolidó poblaciones estables sobre todo en la Patagonia como Caleta Olivia, Pico Truncado o Las Heras. En Comodoro Rivadavia, por ejemplo, el Centro Catamarqueño era la institución comunitaria más importante en términos de lugar de reunión y fiestas debido a que muchos originarios de la provincia norteña eran empleados de la empresa estatal y existía el criterio de incorporar como nuevos trabajadores a familiares de quienes se desempeñaban en ella.
En las postrimerías del segundo gobierno peronista se intentó modificar la situación de baja productividad que caracterizaba a YPF con el objetivo de incrementar la producción argentina de hidrocarburos. Fue mediante el contrato con la California Argentina de Petróleo, nombre que tomó la subsidiaria local de la Standard Oil, una de las “siete hermanas” que dominaban el negocio mundial de hidrocarburos, y que no llegó a ser tratado por el Congreso Nacional.
Es perfectamente plausible la hipótesis de que el general Juan Perón advirtió la magnitud del desafío y encontró esa vía de solución (es decir, atender con producción propia las necesidades locales, con asistencia de capital y tecnología extranjera faltantes en el país) pero que se enfrentó a una muralla de prejuicios que en nombre del nacionalismo se oponían a la participación del capital extranjero e impidió convertir esa iniciativa en ley, perpetuando así la dependencia del negocio de importación de combustibles.
Uno de los opositores más tenaces a este contrato fue el diputado radical Arturo Frondizi quien, pocos años después, ya como Presidente de la Nación, dispuso que YPF firmara contratos de explotación que permitieron incrementar la producción local y alcanzar el autoabastecimiento en 1962, triplicando la extracción del recurso estratégico y cortando en tiempo récord con el aprovisionamiento externo.
Entonces el déficit en la balanza energética se traducía en un drenaje fenomenal de divisas y dependencia de los importadores para mantener en funcionamiento el parque de vehículos a motor.
Lo más interesante de ese proceso es que durante el gobierno desarrollista el aporte de las compañías contratadas constituyó un tercio del aumento de la producción argentina de petróleo mientras la propia YPF (por administración) mejoró su desempeño y duplicó su producción, con lo cual se pasó de 5,6 millones de metros cúbicos en 1958 a 15,2 en 1962. Al respecto, se recomienda la lectura de Petróleo, dependencia o liberación, cuyo autor es Arturo Sábato, quien fuera primero delegado personal del Presidente de la Nacion y luego titular del directorio de YPF, libro publicado en Buenos Aires por la editorial Macacha Güemes en 1974, entre otros textos históricos de consulta sobre este tema crucial.
Los proveedores internacionales (Shell y Esso como principales) perdieron un negocio anual de centenares de millones de dólares y, lógicamente, desataron una falaz y feroz campaña de descrédito sobre los protagonistas que no obstante mantuvieron su política de inversiones aún a costa, como se decía entonces de “tirar la honra a los perros”.
Tras el derrocamiento de Frondizi, la política de desacreditación se encarnó en la anulación de los contratos llevada a cabo por Arturo Humberto Illia en 1963, buscando una “legitimidad de ejercicio” que no tenía por elecciones pues había sido elegido con el 23% de los votos. De ese modo, invocando intereses nacionales se volvió al lucrativo negocio de la importación de hidrocarburos por la caída de la producción local. Lo curioso es que no mucho tiempo después se volvió a negociar con algunas de las empresas extranjeras que habían sido indemnizadas por el cese de sus contratos. Convengamos que este tipo de patriotas es muy dañino para la Patria.
La peripecia de YPF continuó hasta la privatización menemista que, con la reforma constitucional de 1994, introdujo un factor altamente negativo que fue la provincialización de los recursos del subsuelo, tema que es parte del estratégico interés nacional. Allí se registró otro notable incremento de la producción volviendo al autoabastecimiento en condiciones de internacionalización del negocio local.
El “ciclo Estenssoro” se agotó con el menemismo y en 1999 los españoles de Repsol (una compañía con experiencia refinadora antes que productora y exploradora), se hicieron de la empresa mediante una operación de compra de la totalidad de las acciones, 15 mil millones de dólares mediante. Buscaban ganancias seguras, por lo que no invirtieron mucho en la necesaria exploración.
Con Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner la producción se estancó y tiempo después el ministro Julio De Vido trató de justificar el regreso a la importación como un fenómeno no relevante del cual no había que preocuparse, cuando en realidad, como es obvio, depende de su magnitud.
Luego, digamos como hecho relevante, vino la “privatización” en cabeza de los Eskenazi, donde los españoles, ya en retirada, les cedieron el control operativo de la empresa a gente que no era del oficio energético pero sí muy entusiasta de negocios rápidos de tipo financiero con independencia del resultado final, proceso que culmina con la expropiación por ley del Congreso a iniciativa del Poder Ejecutivo (CFK) en 2012.
Allí es donde el protagonista elegido para la dirección de YPF es un ingeniero argentino con trayectoria internacional en firmas de servicios petroleros como Schlumberger, Miguel Galuccio, quien en virtud del cuantioso presupuesto en publicidad que maneja la empresa reestatizada se hace llamar “el mago” y, cuando cambia el gobierno en 2015, funda Vista Energy, empresa que opera hoy en Vaca Muerta.
Esto ya es historia reciente, que culmina con el fallo de la jueza Preska. Un buen resumen de las condiciones en que ese juicio se desenvuelve lo publicó Alejandro Olmos Gaona esta semana en Perfil.
Como justificación de la expropiación de 2012 se invocó muchas veces sin análisis crítico el eslogan de la soberanía energética. Se lo hace confundiendo, de modo frecuente, estatización con defensa del interés nacional. La historia del petróleo, como hemos visto someramente, está plagada de estas confusiones.
Que algo sea estatal no quiere decir que esté sirviendo al interés nacional de modo automático. De hecho es lo que le pasó a YPF, una bandera mil veces invocada que funcionó durante décadas como el complemento local de un dispositivo de sometimiento a negocios contrarios a la conveniencia y el interés general de los argentinos.
A nuestro país le conviene explotar y transformar en bienes sus propios recursos, dando trabajo a su población y creando condiciones para su expansión productiva, generando una tendencia al pleno empleo que es el marco en el cual los salarios ganan en términos reales. Ocupación y salario van de la mano cuando se expanden y, en sentido contrario, palidecen y se degradan cuando caen la inversión y la oferta laboral.
Esto vale para el petróleo y de un modo amplio para el resto de la producción nacional.
Ya hemos tenido oportunidad de plantear que la exportación de gas licuado, tal como se plantea ahora como una salida virtuosa, no es otra cosa que exportación de materia prima con poco valor agregado, es decir, con la misma función que en el pasado tenía la exportación de carnes y granos.
En la coyuntura crítica en que estamos, desmantelada desde los noventa buena parte de la estructura productiva y al mismo tiempo trasnacionalizadas cadenas que antes acumulaban al interior del país diversas actividades convergentes, como la industria autopartista, es pertinente plantear la cuestión de las prioridades. Indispensable, diríase.
Cuando se pretende que el Estado lo haga todo, en realidad se está apostando a un país pequeño, lo cual, en el caso argentino con una potencialidad tan grande, es un crimen teórico. Lo vemos en la historia de la industria en general y en la del petróleo y el gas en particular. Son materias primas básicas para desenvolver una potente industria petroquímica, rasgo característico de las naciones que hacen lo necesario para alcanzar y actualizar permanentemente el nivel de la cultura de su pueblo. No podemos todos ser empleados públicos porque se requiere mucho más para generar prosperidad colectiva.
El abandono de la economía política, sustituida por una ideología que se pretende excluyente lleva a estos tremendos desaciertos.
¿Cómo interpretamos hoy la enigmática frase bíblica sobre que “al principio era el verbo”? Pues que hace falta un criterio, una línea de interpretación de la realidad que nos permita operar sobre ella de un modo que no sea autodestructivo. Por eso no tiene sentido invocar nada del pasado como la panacea a la que deberíamos volver. Y esto vale tanto para Milei, que delira sobre la importancia mundial de la Argentina a fines del siglo XIX como para nostálgicos del ‘45 o del 2003.
Lo mejor está por venir, pero no de modo inexorable. Depende de nosotros, de lo que hagamos. Y en esa construcción necesaria está en primer término reconocernos como una comunidad, como un conjunto humano formado por seres únicos con derechos y responsabilidades equivalentes. Y definirlo es al mismo tiempo asumir que no estamos en ese punto de partida.
No podemos renunciar a tener una comunidad organizada, pero hay que admitir que hoy está desarticulada y enfrentada entre sí. El electorado ha votado a un grupo de operadores que no se interesan por el bienestar de todos pero en esa mayoría están nuestros compatriotas, con las mismas angustias que el resto.
Por eso también es un error político pretender volver al pasado, cualquiera fuese. Sólo tenemos abierto el porvenir, y con tareas no menores por delante. Por lo pronto, recuperar la fraternidad.
Trabajar para la autoconciencia de lo que podemos ser es una noble tarea pendiente.