La repetición del mantra de que hay que sufrir tiene su eficacia. Mientras la sociedad considere que es culpable, y que debe expiar tal culpa, soportará sin grandes discusiones los padecimientos que le soliciten.
La prédica política orientada a persuadir a la población a que acepte los ajustes económicos como inevitables, ha hecho historia en la Argentina. Hace años que la mayor parte de nuestra dirigencia repite mecánicamente el mantra secular del sufrimiento. La caída en este círculo vicioso, sobradamente fracasado, obtiene fuerzas de la confusión en torno al concepto de sacrificio. Éste, culturalmente, remite a creencias religiosas que permiten justificar en el tiempo el padecimiento colectivo.
Del círculo de sacrificios argentinos
Solamente por citar algunos antecedentes, podemos recordar a Fernando de La Rúa cuando señaló, en junio del 2001, que al recibir el país con una “larga recesión, déficit, y crisis de endeudamiento”, tuvo que realizar un programa que requería “un sacrificio” para asegurar el “programa de solvencia fiscal”. Luego de la crisis de diciembre habló Horst Köhler -por aquellos años, director del FMI- quien esperaba que Eduardo Duhalde fuera “capaz de organizar una justa distribución del sacrificio entre los argentinos” porque para ser honestos, dijo, “no hay éxitos sin sufrimientos”.
Más cercano en el tiempo, en 2019 y ante una adversa campaña electoral, encontramos a Mauricio Macri compartiendo un video en redes sociales donde dos ciudadanos rosarinos afirmaban que «hay que hacer un sacrificio, ahora hay que sufrir, no se puede vivir toda la vida de prestado”. El mismo Macri expresó, en julio de este año, la necesidad de un gobierno ejemplar ante “el sacrifico que están haciendo los argentinos”.
Por último, es imposible olvidar al presidente Javier Milei manifestar en su discurso inaugural la necesidad de un shock y un ajuste brutal, para expresar luego, en los albores del 2024 -y en respuesta ante las críticas por los nuevos aumentos de tarifas- que “el sacrifico es un mecanismo para salir de ésto” porque “la gente entiende el ajuste”.
Pero, ¿qué entiende realmente la ciudadanía cuando hablamos de sacrificio?, ¿a que remite tal concepto? Si observamos cómo el discurso del oficialismo está aunado a las supuestas fuerzas religiosas que tendrían de su lado para la consecución de sus objetivos -las mentadas “fuerzas del cielo”-, podríamos encontrar un aspecto del problema que permita comprender la validación absurda de estás políticas por parte de la mayoría de la población.
La relación de los argentinos con lo religioso
La Segunda Encuesta Nacional sobre Creencias y Actitudes Religiosas arroja un mapa de la religiosidad de la sociedad argentina. Consigna que “el 62,9% de los habitantes se definen católicos/as. El 18,9% se considera sin filiación religiosa y el 15,3% se define como evangélico/a. Los Testigos de Jehová junto con los mormones representan al 1,4% y el resto de las religiones conforman un 1,2% de la población”.
Los tres grandes grupos que reportan el mayor porcentaje de adherentes muestran la vigencia social de las raíces judeo-cristianas y, a la vez, una significativa pluralización de las creencias religiosas en la Argentina. Así, los cristianos creen primero en “Jesucristo, en Dios y la Virgen”; los evangélicos en primer lugar creen en “Jesucristo, Dios, y El Espíritu Santo”; y aquellos sin filiación religiosa creen en “la Energía, la Suerte y los Ovnis”, respectivamente.
El informe afirma, además, que asistimos a una “recomposición de creencias”, con un creciente “cuentapropismo religioso”, donde un cuarto de los argentinos “interactúa con espacios religiosos” -por fuera de otros ámbitos, ya sean políticos, sociales, culturales-, en los que se disputa el sentido de las creencias, con el influjo emergente de las “redes sociales y medios de comunicación masivos”.
Es decir que la sociedad argentina mantiene un fuerte vínculo con las religiones como “comunidades de interpretación desde lo cotidiano”, ya que “las creencias producen prácticas y subjetividades y las prácticas y subjetividades producen nuevas creencias.”
En la palabra “sacrificio” perviven significaciones, creencias arraigadas en el imaginario social, que activan modos de actuar y responder ante la realidad circundante. Parece, por lo tanto, que el prisma religioso que presenta un pueblo debe ser considerado seriamente para entender cómo impactan los discursos políticos que implican el martirio comunitario.
Los entreverados sentidos del concepto de sacrificio
Más allá de si tales creencias son genuinas o construcciones discursivas para ganar elecciones, lo significativo es la recepción positiva que la población mantiene ante las regresivas decisiones del gobierno.
Por un lado, tenemos un estado de situación económico, político y social que, vivenciado por la población como imposible de resolver, solicita medidas extraordinarias. La respuesta es monotemática: más y más sacrificios. Por otro, el discurso político que solicita sacrificios, al estar tal concepto emparentado al ámbito religioso, remite a un aspecto dominante de la cultura del país y que así lo justifica: la fe. La creencia en las bondades del sacrificio, secularizado, permite que la población acepte padecer en el presente para obtener una mejora en el futuro.
Naturalmente, para la purificación un holocausto requiere del registro de la culpa y la elección del chivo expiatorio. De este modo, la “fiesta populista” es la culpa que pagar y que ha de expiar “la casta”, ese indefinido motivo que permite manchar a cualquier adversario. Esto es así porque la palabra “sacrificio” porta culturalmente en la Argentina, además del contenido político, un sentido religioso: el ritual de la ofrenda a lo divino que, al expiar culpas por medio de la población, permite que lo imposible se haga posible. La supuesta resurrección de la Argentina insoluble.
Por ende, cuando la situación del presente se significa socialmente como insoluble, el sentido de supervivencia invoca posibilidades que rayan con la magización de la realidad. Despiertan en el imaginario social el anhelo de soluciones milagrosas, generando una parálisis actitudinal frente a la agresión de estos modelos políticos.
Mientras la sociedad considere que es culpable, y que debe expiar tal culpa, soportará sin grandes discusiones los padecimientos que le soliciten. Justamente, por esa unidad entre las medidas gobierno y las “fuerzas del cielo” que la prestigian, que permite que los recortes en la calidad de vida colectiva sean traducidos como una fortaleza para plantar las bases de un futuro promisorio.
Por otro lado, el mismo sacrificio realizado exime a la ciudadanía de ocuparse de la realidad. Es decir, si la sociedad considera que al hacer un sacrificio extremo ya ha dado su parte en la resolución de los problemas económicos, ¿por qué habría de involucrarse en la modificación de la situación material?
Finamente, las propuestas de sacrificio tienen para los partidos opositores una excusa que les permite justificar la inacción so pretexto de que, si la gran mayoría ha votado este tipo de políticas en el marco del juego democrático, quedan invalidadas -hasta un cambio en el humor social- la presentación de un plan alternativo y las acciones concomitantes
El discurso sacrificial permite negar la evidente inutilidad de los ajustes y recortes, fortaleciendo la sensación de impotencia y fracaso reiterado.