Pelean condado por condado

Los punteros, felices. El martes se vota y nada altera el empate. Los contadores de porotos están frenéticos, pero se puede hacer un escenario para entender quién puede ganar. Y esta nota lo hace.

Los argentinos hablamos mucho de la grieta, pero no tenemos ni para empezar comparados con los colegas norteamericanos. Aquí, se sabe, hay un tercio que ni dormido votaría a un peronista, un tercio que sólo votaría a un peronista y un tercio que escucha ofertas. En Estados Unidos es un 47 por ciento para cada lado y un pequeño seis que es impermeable a la política. En esta vida post-Trump, nada, pero nada parece poder modificar el empate.

Y eso que se llega a las elecciones de este martes después de un año notable. A principios de 2024, cuando nevaba por allá, había un empate realmente difícil de creer. La mitad decía que iba a reelegir a Joe Biden pese a que el setenta por ciento opinaba que el país estaba yendo “en la dirección equivocada”, como preguntan los educados encuestadores. La popularidad del presidente llegaba, en un buen mes, a treinta puntos, un desastre. Y aun así tenía casi la mitad de los votos.

La otra mitad iba a votar a Donald Trump, pese a todo lo que sabían de Trump. No importaba que estaba en serios problemas legales por putañero y evasor fiscal. No importaba que ya estaba claro que es un mentiroso compulsivo, un racista y un machista. No importaba que hubiera tratado de organizar un golpe para no pasar el mando. Y no importaba que sus promesas eran la vaguedad misma. Él también tenía la mitad del voto.

Todo esto puede explicarse racionalmente y a corto plazo, como corresponde y sirve en política. Biden se fumó lo peor de la pandemia y ganó lealtades con su enorme ayuda económica a personas y empresas. Luego se comió la inflación de la apertura y la creciente convicción de que era demasiado viejo para ser presidente, por no hablar de ser reelegido. Trump, viejo él también, se mostró hiperactivo y aprovechó la instantánea nostalgia por su mandato sin inflación y sin guerras. Esto hizo eclosión en el debate que tuvieron los dos, el único momento en que las encuestas mostraron alguna diferencia.

Biden será viejo, pero es un político zorro, que pivoteó y la ungió a Kamala Harris. Funcionó, pese a que eso de votar a una mujer les cuesta a los norteamericanos casi tanto como a los talibanes. Harris lleva dos meses dominando la campaña, le ganó clarito el único debate que tuvieron y hasta logró el milagro de reunir mil millones de dólares en fondos de campaña en sesenta días. Nunca visto.

Pero lo que consiguió la demócrata fue apenas volver al empate, ser Biden antes del debate. Ninguna estrategia funcionó. Ella, montada en el entusiasmo temprano por su aparición inesperada, puso fichas en ganar Georgia, Arizona, Nevada y quién te dice Carolina del Norte. Estados bastante republicanos pero conmovibles. Él, después de que Biden cayera en llamas, se aplicó a Virginia y Minnesota, en general democráticos pero convencibles y con muchos electores. Nada funcionó, para ninguno de los dos.

Con lo que esta semana fue y este fin de semana será un frenesí de visitas a condados, apenas condados, en Estados remotamente ganables por algunos miles de votos. El tono de la campaña también evolucionó, y se puso mileísta en el sentido de la máxima agresividad, el insulto. El sábado pasado, Trump se dio el gusto de cerrar campaña en el Madison Square Garden, el mítico estadio cubierto que es el River de la isla de Manhattan. Fue un “love-fest” en un pago que sabe que no lo quiere ni lo vota, un pito catalán a la capital progre. Juntó gente, hizo un show de más de dos horas antes de hablar, y se desmadró tranquilo. Uno de sus cortineros, un cómico, se puso a hacer chistes racistas sin que nadie lo parara -lo aplaudieron, de hecho- y Trump le prometió otra vez a las mujeres que él las va a proteger, “aunque no quieran”.

No hace falta ser muy imaginativo para entender el frenesí que viven los poroteros profesionales, que ya parecen teóricos matemáticos. Como servicio al lector, este blog hizo algunas cuentas básicas para entender los números del martes:

  • Lo primero que hay que recordar es que en EE.UU. no se gana el voto y listo, se ganan miembros del colegio electoral.
  • Cada Estado de la Unión tiene un número de electores equivalente a su número de diputados, lo que se calcula por población, más dos por los dos senadores, que no varían por población.
  • Esto le da ventaja a los estados chicos, que aunque estén vacíos tienen al menos dos electores.
  • Kamala Harris arranca con 226 electores más o menos seguros.
  • Donald Trump arranca con 219.
  • Para ser presidente, hay que ganar 270 electores o más.
  • Para que gane la demócrata, el camino más fácil es que agregue Wisconsin, Michigan y Pensilvania, que tienen en total 44 electores.
  • Son tres estados con tradición demócrata, pero no hay garantías.
  • Todas las otras combinaciones posibles incluyen al menos dos de estos estados y al menos dos menos poblados y más difíciles.
  • El mejor escenario para el republicano es conservar todos sus estados y agregarles Carolina del Norte, con 16 electores, Georgia con otros 16 y al menos dos estados más chicos en población.
  • Trump perdió Georgia en 2020 por apenas doce mil votos.

Con lo que el resultado depende de siete estados en total, con todas las combinaciones posibles aplicadas, y dentro de esos estados de dar vuelta unos pocos condados y ciudades. El colegio electoral se gana a todo o nada, la mitad más uno.

Y siempre está el ejército de fiscales entrenados que crearon los republicanos para ensuciar la cancha. El martes se vota, pero el resultado puede tardar largos días en ser final.

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