La batalla cultural que lleva adelante el gobierno es superficial y elude las cuestiones fundamentales que desafían la necesidad de integrar la sociedad en una estructura expansiva que albergue al conjunto del pueblo argentino y sus legítimas expectativas de progreso. La principal omisión es dejar fuera del debate la orientación de la política económica. No son los malos modales, es la economía, estúpido.
La avezada investigadora Shila Vilker describe que el apoyo de opinión pública que recibe Milei de una parte considerable de la sociedad argentina no se debe tanto a sus modos groseros de ensuciar el debate político sino al consentimiento con que cuenta su política económica.
Esta política no es aquella con la que amenazaba durante la campaña electoral (dolarizar, cerrar el Banco Central, clausurar diversas áreas del sector público, desmontar instituciones que tengan que ver con su detestada justicia social a modo de ejemplo) sino un brutal ajuste sobre las cuentas públicas a costa de los ingresos fijos como jubilaciones o salarios estatales.
Un enfoque con idéntica inspiración que otros ajustes aplicados en las últimas décadas con la particularidad de que esta vez se lleva a cabo con una particular saña, como si se tratara de una venganza sobre los sectores más vulnerables de la sociedad.
Esos sectores (los segmentos más empobrecidos) no gozaban antes de Milei de una situación holgada ni mucho menos y los beneficiarios de ayudas sociales veían como esos ingresos disminuían con el paso del tiempo. Eso no impidió que se los estigmatizara como vagos que no hacen ningún esfuerzo para trabajar al punto de instalar en las clases medias el prejuicio de que “viven con la nuestra”, definición bochornosa e insolidaria si las hay.
Ese injustificado revanchismo desata dinámicas de odio muy ajenas a cualquier análisis con pretensiones de objetividad. No es una consecuencia involuntaria, es lo que se busca introduciendo en la dinámica diaria cuestiones secundarias pero que actúan como factores divisionistas.
Los ingenieros del caos hacen su tarea con eficacia y la sociedad se fragmenta aún más sobre asuntos que no merecen la importancia que se les da y duran muy poco en el escenario por su insustancialidad. Así, la cuestión fundamental, esto es, la política económico-social queda fuera de la compulsa pública. Se la padece sin cuestionamientos fundamentales.
Estos operadores, el primero de los cuales es el propio primer magistrado, tratan de tapar sus desaguisados cuando se hacen evidentes sus metidas de pata tratando de cambiar de tema. Tal el caso del criptogate con la moneda virtual $libra, estafa que se apresuran a declarar como algo ya superado, cuando recién empieza. Si fuese una cuestión menor no pondrían tanto empeño en evitar o demorar las investigaciones parlamentarias y judiciales sobre algo que no fue un error sino en todo caso un mal cálculo sobre la impunidad de la actuación irresponsable en el vértice del poder.
Como estamos en un año electoral en medio del desastre las condiciones son favorables para distraer aún más el eje de los padecimientos que sufre la población argentina, al plantearse falsas opciones entre los candidatos sin discutir la orientación general. Ese eje ausente pasa ante todo por las condiciones sociales existentes: nivel de ocupación laboral, retraso salarial, informalidad extrema, todo ello en un marco recesivo muy preocupante.
El carácter paralítico de la política antiinflacionaria está de algún modo oculto en la caída de los índices de precios. Ello establece una suerte de alivio sobre los consumidores que, al comparar la dinámica desbocada anterior con el presente viven la ilusión de la estabilidad, fenómeno que se desvanece luego cuando se imponen las restricciones de ingresos que obligan a resignar compras y cambiar los hábitos anteriores. El desquicio inflacionario es reemplazado por las privaciones aumentadas.
Pero veamos lo esencial del fenómeno económico, que no está en absoluto disociado de otros hechos culturales. Si entendemos la cultura como la acción del hombre sobre el ambiente y sobre sí mismo, mediante el uso de herramientas que crea para ese fin veremos que lo esencial de la economía es cultural y no constituye una materia ajena a la vida humana en sociedad.
Del trabajo dependen las condiciones de vida de los pueblos y mediante él se forjan los perfiles propios que identifican a cada comunidad, empezando por su idioma, alimento, vestido y formas de convivencia y habitación. Con la sofisticación técnica hoy alcanzada ello puede ser difícil de advertir por ser lo usual y a lo que estamos acostumbrados, pero conviene poner atención a lo esencial del fenómeno económico (producción e intercambio de bienes) para entender cómo nos forjamos a nosotros mismos mediante las tareas que implica la supervivencia.
Despojándonos de las mistificaciones que envuelven y tratan de explicar las relaciones de producción, mediante una mirada no condicionada por el poder y prejuicio, se advierte que toda la producción (y las tareas derivadas de ella) es de naturaleza social y supone esfuerzos compartidos por el conjunto comunitario.
Ya dedicamos una nota anterior a reflexionar sobre el carácter instrumental de la propiedad privada, cuya razón de ser se justifica dentro de la organización productiva al tener una función de utilidad para el conjunto social, no para sustraer recursos en beneficio de unos pocos miembros de la sociedad.
Cuando un pueblo permanece en el subdesarrollo (que no es un estadio anterior al desarrollo sino su contracara) su potencial queda sin desplegar y su capitalización, o sea el resultado de su trabajo, se realiza fuera de su alcance y señorío. Se trata en ese caso de una no realización como nación que despliegue sus capacidades y su cultura.
El caso argentino es especialmente indicativo en esta materia. Habiendo conseguido forjar un perfil cultural propio ha perdido nitidez en su conformación como nación al aplicar durante décadas políticas económicas contrarias al bien común, en particular durante el último medio siglo.
Un complejo sistema político esterilizado por el sectarismo ha impedido que aprovechara las ventajas de una industrialización temprana que arrancó en las primeras décadas del siglo XX, tuvo momentos de importantes avances con políticas que permitieron tener una amplia perspectiva de transformación en los años 50-60 aunque luego –desde los ’70 – predominó, con mínimas variaciones, el estancamiento y despliegue parcial de muy pocos segmentos productivos.
La responsabilidad de las dirigencias, de diverso signo, que se sucedieron desde entonces es inocultable, tanto en los breves periodos de normalización institucional como en los regímenes de facto, que además introdujeron políticas genocidas dañando a amplios sectores sociales.
La nuestra es una crisis secular, un proceso que asombra a quienes investigan nuestra historia económica y sus consecuencias sociales. La mayoría de las explicaciones locales no logran despegarse de los alineamientos ideológicos que recubren los intereses en juego. El sesgo predomina aún en las justificaciones pretendidamente teóricas.
Se han ido imponiendo, tanto por persistencia en la prédica de las usinas de opinión pseudoliberales como por el fracaso de las políticas que no aplicaron una visión de desarrollo integral, ciertas nociones altamente perniciosas, que ahora eclosionan con las acciones mileístas con la carga vengativa que ya se mencionó anteriormente.
Esas premisas, muy poco sólidas desde el punto de vista conceptual, sirven para canalizar con apenas una pátina de credibilidad (para quien quiera creerlas) una gestión que declina explícitamente la voluntad de construir un país de alta complejidad productiva. El ajuste perpetuo es la renuncia a construir una sociedad avanzada porque persigue deliberadamente la primarización de la estructura productiva. Es el allanamiento más vergonzoso que pueda imaginarse a los dictados del poder económico mundial. El RIGI es el ejemplo cabal de esa “vocación” simplificadora.
Al menos Trump busca reindustrializar los Estados Unidos, no como aquí donde la furia desmanteladora resulta inexplicable como una emanación genuina del país. Y los protagonistas del retroceso lo hacen de un modo desafiante, combinando prepotencia con ignorancia.
La economía no es un circuito ajeno al resto de la vida social y, por supuesto, no lo es a la propia cultura. Si achicamos las alternativas productivas también condicionamos el nivel de vida de la población, condenando a una mayoría (incluyendo a los que votan a Milei) a una subsistencia limitada y sin oportunidades reales de progreso material y espiritual.
Los operadores de las redes difusores de odio son pagados por el gobierno de modo cada vez más evidente. Son desclasados que optan por ser mercenarios sin patria, que ponen sus habilidades técnicas al servicio del contratante. Es preciso desenmascararlos porque su acción es muy dañina.
Asumen la batalla cultural como una permanente agitación que tenga entretenida a la opinión pública, que ya está previamente confundida en grado amplio. Su función distractiva es malsana y no tiene nada de inocente o de creencia constructiva, al contrario, manipulan los prejuicios existentes para mantenernos a todos en el barro.
Pero al mismo tiempo que alborota, reduce el campo de la confrontación. Como su objetivo es instalar la confusión se cuida muy bien de someter al debate las cuestiones esenciales, en particular el signo empobrecedor y recesivo de las políticas de ajuste perpetuo. Tiene a su favor el hecho verificable de que esas políticas tienen un muy amplio respaldo en los sectores peor informados de la ciudadanía.
En la oposición no hay una búsqueda unificada contra esa política. Las críticas se hacen sobre los efectos de la orientación oficial, no sobre su eje, que es la concepción fiscalista y monetarista, con especial olvido o elusión del proceso productivo, cuya expansión es lo único que puede garantizar un porvenir venturoso para los argentinos. No hay hoy un modelo alternativo sobre el cual edificar el programa nacional de desarrollo.
En estas condiciones, la dispersión de las fuerzas que debieran converger es enorme. Verdad es que hay voces lúcidas y aisladas (es el caso del analista Hugo Haime) que señalan la necesidad de una construcción política sobre nuevas bases, dando vuelta la página sobre el pasado que se agotó pese a sus políticas asistenciales aplicadas entre 2007 y 2015. La explicación es que esas políticas no funcionan virtuosamente en condiciones de subdesarrollo y parálisis sino como paliativos, y en consecuencia no implican una verdadera promoción social.
Por estas razones el debate hay que centrarlo en los objetivos fundamentales de ampliar la oferta productiva y laboral. O sea, salir de la trampa recesiva del ajuste por el ajuste mismo, con su carga de sufrimiento adicional sobre la población.
La falacia de que sólo ordenando las cuentas públicas se genera de modo espontáneo un proceso expansivo está muy instalada, pese a carecer de respaldo teórico e histórico. Achicar de prepo no garantiza crecer como consecuencia inevitable. De hecho, la situación de la mayoría de las empresas actualmente es notablemente difícil, con raras excepciones, en particular las pymes. El desquicio que ocultaba una inflación desbocada cede su lugar a la caída en la capacidad de consumo de la población, con los consiguientes problemas de rentabilidad para los establecimientos productivos y comerciales.
Mientras el gobierno se jacta de prescindir de empleos públicos al achicar la planta de agentes, crece el número de informales y las familias experimentan crecientes dificultades. Muy distinto es expandir fuertemente los sectores no estatales y con ello cambiar las proporciones entre empleo público y privado, pero no es lo que se registra hoy.
El refugio en el sector público, con frecuencia supernumerario y de baja productividad, es consecuencia de la insuficiencia de la estructura productiva para ofrecer opciones concretas de empleo genuino. Actúa, se confiese o no, como un subsidio al paro característico de las economías subdesarrolladas. Crece más en los niveles de organización estatal más cercanos a los vecinos con dificultades, básicamente en los municipios, siendo una insuficiente pero real respuesta de la política a los problemas que ella misma no soluciona con visión de conjunto. Luego, para sostener ese nuevo gasto, aumentan las tasas, impuestos y gabelas de diverso tipo, agravando las condiciones recesivas. Esto no lo inventó Milei, viene de lejos y constituye un indicador elocuente de baja calidad institucional.
A propósito: la escasa calidad institucional no es resultado de una carencia de voluntad sino consecuencia de la falta flagrante de oportunidades ampliadas para un desempeño equilibrado del conjunto social. Así como el ajuste fracasa cuando llega a un límite no tolerado por la sociedad, del mismo modo sufren desgaste los mecanismos institucionales que debieran favorecer la mejora en la calidad de vida y ello se registra en las prestaciones sanitarias, educativas y culturales en general.
Por eso es insoslayable dar batalla con visión cultural integral, no sobre los aspectos laterales o menores que establece una gestión que se caracteriza por la ausencia de inspiración en la solidaridad comunitaria. El reclamo de pan, techo y trabajo está en el eje de un programa integrador de la sociedad argentina y requiere un despliegue técnico que abarque el conjunto de posibilidades productivas.
El individualismo es un veneno letal para una convivencia aceptable, y por lo tanto la justicia social resulta un principio irrenunciable que no es separable del esfuerzo colectivo por construir una comunidad organizada que despliegue todas sus potencialidades. Organización política y programa de desarrollo van de la mano.