Hay que analizar con rigor qué cambios se produjeron en las últimas décadas para cumplir con el imaginario social de que no falte un plato de comida en la mesa de los argentinos. Si no será una quimera, cuando no una mera fantasía. Ya no es la época de la Tercera Revolución Verde y quedó lejos el debate de los años ’60.
Según los datos del censo 1980 la población económicamente activa mayor de 14 años ascendía a unos 19.936.213 habitantes, de los cuales hacia 1976 se podía estimar que solo unos 880.000 (4%) eran “pobres” o “indigentes”. Se puede ver el cuadro en la página 14 del link https://www.economicas.uba.ar/wp-content/uploads/2016/03/cespapaper6.pdf. Es entonces cuando comienza a implantarse, en palabras de Rodolfo Walsh en su célebre “Carta a la Junta Militar”, el “plan de miseria planificada” que en la práctica significó la destrucción del sector industrial argentino: venía creciendo durante las 3 décadas anteriores (1946-1975) a tasas del 7% anual del PBI industrial frente a un 5% del PBI total.
Pese a los vaivenes político-institucionales y la sucesión o alternancia de gobiernos y ministros de Economía que aplicaban recetas “populistas” o “liberales”, y lo que ello implicaba en la distribución de riqueza entre el capital y el trabajo, el no tener un plato de comida en alguna de las cuatro ingestas diarias no fue un tema prioritario para la mayoría de la población. El modelo agro-exportador, o el de sustitución de importaciones post-Segunda Guerra Mundial consagraron, entre muchos otros, el derecho a comer como parte de una vida digna.
La memoria colectiva recogió, incluso en décadas previas a la ampliación de los sectores medios y a su impronta aspiracional, que la indignidad o la pobreza estaban más asociadas a mendigar comida que a la posesión de otros bienes como el calzado, la vestimenta, el vivir a la intemperie, la falta de acceso a la educación, la salud o a los servicios hoy considerados esenciales, como la educación, el agua potable, las energías o los bienes que permiten la comunicación.
La destrucción lisa y llana de buena parte del aparato industrial argentino, la financiarización económica empezada con el “plazo fijo” en desmedro de la “caja de ahorro”, la “dolarización” comenzada en el “Rodrigazo” y profundizada durante la dictadura, llevaron, de forma inédita, los niveles de pobreza a un 12% en apenas 7 años y medio.
Como “salida” de tal modelo embrutecedor y expoliador, los partidos políticos nacionales volvieron a apelar en sus plataformas políticas de campaña y luego, a partir de la restauración democrática, en el ejercicio del gobierno, al mismo repertorio conceptual y de medidas económicas que habían dado resultado en el pasado reciente. Incluso contaron con el acompañamiento de buena parte del imaginario cultural, sin percatarse que la “Tercera Revolución Verde” ya había empezado a acontecer.
En ese marco pretendemos precisar e inscribir las similitudes y diferencias entre los conceptos de “Soberanía alimentaria” y “Seguridad alimentaria”, porque entendemos que allí radica el fracaso de las medidas adoptadas en el plano económico y de los modelos que implican no sólo la concentración de la tierra, la concentración económica del sector alimenticio, la extorsión económica y política del sector agroexportador, la inviabilidad práctica de sostener el crecimiento y desarrollo económico constante sobre las bases de un mundo que hace tres décadas ha dejado de existir y, en última instancia, que el imaginario social de que no falte un plato de comida en la mesa de los argentinos sea una quimera, cuando no una mera fantasía.
Precisiones conceptuales
“Seguridad alimentaria” hace referencia a la disponibilidad de alimentos, al acceso de las personas a ellos y a su aprovechamiento biológico. Se considera que un hogar está en una situación de seguridad alimentaria cuando sus miembros disponen de manera sostenida alimentos suficientes en cantidad y calidad según las necesidades biológicas. En tanto que “Soberanía alimentaria” se refiere al derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sustentable y ecológica, y el derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Dejo de lado aquí el subrayar el carácter “ecológico” de la forma de producción para analizarlo en una nota posterior sobre los sistemas de producción (para una breve ampliación de las diferencias entre estos conceptos se puede consultar el siguiente documento: https://www.fao.org/3/ax736s/ax736s.pdf.)
El primer concepto ya venía siendo formulado desde la década del ‘60 en el marco general de la “Segunda Revolución Verde”, que había potenciado, mediante la incorporación de innovaciones tecnológicas, científicas y biotecnológicas, la producción de alimentos a nivel mundial, sin por ello lograr que dejaran de acelerarse la pobreza, la malnutrición y la desnutrición. Luego de extensos debates que duraron tres décadas, el concepto fue finalmente adoptado como objetivo por la FAO en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación (1996). Paralelamente y hacia los años ‘80s en los albores de la “Tercera Revolución Verde”, apareció en el seno de ese mismo organismo de la ONU el concepto de “Soberanía alimentaria”, que venía siendo planteado críticamente principalmente por actores de los llamados países en vía de desarrollo.
Es obvio que ambos conceptos refieren de manera conjunta al acceso. Pero uno u otro concepto difieren también en el significado concreto que se le da por parte de una población específica.
No es esta caracterización un dato escindido de aquello reconocible como “aspiracional cultural”. Reconocible de conformidad con los cambios de los hábitos del consumo ligados y naturalizados en tanto “necesarios” o “indispensables”, establecidos y asimilados como tales por la economía de mercado y sus mecanismos de naturalización de bienes “deseables”. Es un dato que ha fisurado buena parte de los programas de gobierno de los partidos políticos nacionales y populares vernáculos.
No es lo mismo posibilitar el acceso a alimentos “seguros” provenientes de una forma de producción que regula y establece cuáles son o dejan de serlo, o sus mecanismos de distribución y acceso de los consumidores finales, sea en base a normativas nacionales o internacionales. No es igual su colocación como bienes en el mercado interno o externo, facilitando mediante mecanismos fiscales y de fijación de precios la obtención de divisas para volcarlas en la sustitución y producción de bienes industriales nacionales que acrecienten el desarrollo y la distribución equitativa de la renta entre capital y trabajo. Todo lo anterior es diferente al diseño de medidas para que la producción de tales bienes sea soberana: esto es, que respondan a un interés no dependiente.
La trampa
Sería meterse en una discusión bizantina que nada aporta discutir qué tipo de proyecto político y con qué medidas económicas concretas el movimiento nacional y popular vuelve a pararse sobre cuánto y de qué tipo fueron los bienes que el Tercer Mundo, y en particular América, aportaron para el acrecentamiento de la apropiación del capital sobre el trabajo en comparación de cuánto el llamado mundo occidental aportó en medios de producción de los que aquél carecía, o de sus formas de apropiación y los modelos que impuso, tanto de organización social como también de imaginarios culturales consolidados. No es la hora, a los fines prácticos, de tal batalla cultural que en cinco siglos aún es campo de disputa conceptual.
Mejor concentrarse en un problema acuciante del presente: en cinco décadas los principales decisores políticos de Estado no han tenido en cuenta una clave importante. El modelo de sustitución de importaciones para lograr el desarrollo industrial que apalanque y equipare los niveles de ingresos del conjunto de la población, y al menos consiga la “percepción general” que se tenía a mediados de la década del ´70, no puede sustentarse en los parámetros de la “Seguridad alimentaria” sino en otro objetivo: arbitrar y poner en ejecución, pese a quien le pese, las medidas que cambien el paradigma productivo de los alimentos basándolo en la “Soberanía alimentaria”.
El modelo de “seguridad” tiene su asiento desde hace cinco décadas en un esquema productivo, el de la “Tercera Revolución Verde”, cada vez más concentrado en estas características:
*Pocas compañías multinacionales productoras de agroquímicos y la genética de especies vegetales y animales vinculada.
*Financiarización de la renta asociada.
*La concentración territorial, que por un lado se para no sobre la propiedad de la tierra sino sobre el alquiler o arrendamiento y el consiguiente éxodo hacia la urbanidad o periurbanidad.
*La venta o importación del “paquete tecnológico” asociado a cultivos y producción de proteína animal específicos desarrollados por tales compañías.
*La conversión de alimentos en “commodities”.
*El control de capitales de inversión especulativos.
*La reconversión y automatización de las máquinas y herramientas asociadas a este modelo, que demandan aún más importaciones de bienes tecnológicos cada vez más costosos y que no se pueden producir enteramente en nuestro país.
*La pérdida del control del sistema exportador, que incluye el contrabando fronterizo y sus secuelas.
*La mayor dependencia del poder político de las extorsiones vía aumento de subsidios o rebajas impositivas y diferentes mecanismos de corrupción directa asociados.
*El aumento de la demanda en planes de asistencia alimentaria exponenciales conforme aumenta la desocupación.
*El aumento de la inversión en los sistemas de salud para paliar sus consecuencias.
*El impacto ambiental y pérdida de recursos naturales que acrecienta el “gasto” público para atemperar sus consecuencias.
*La desinversión en el campo de la educación, la ciencia y la producción de conocimientos y bienes alternativos que se han desarrollado con recursos propios, ninguneados por décadas, en universidades nacionales e institutos como el CONICET, el INTA o el INTI.
En suma, un paradigma conceptual que va a contramano de los principios de soberanía política, independencia económica y justicia social en pos de la felicidad del pueblo. Y que ni siquiera se acerca de lejos a los términos crecimiento con inclusión, cuya sola enunciación se parece mucho a una capitulación.