Primer presidente del bloque de diputados oficialistas al principio del gobierno de Néstor Kirchner y actual dirigente del PJ de Río Negro, Osvaldo Nemirovsci se suma al debate sobre el peronismo. Cómo hablar con el pueblo trabajador que fue peronista. De qué forma adentrar esa narrativa en las nuevas tecnologías, los medios y sobre todo las redes sociales. “El dedo y el dedazo quitaron identidad y vigor al peronismo”, dice. Afirma que “lo domesticaron en mala forma, le quitaron el sagrado óleo de Samuel y redujeron sus calidades de fuerza imponente”.
Aquel viejo y querido pueblo trabajador, ése que tenía la foto del general en su living. Aquel que se vestía con la mejor ropa el domingo para ir a la iglesia o salir a caminar por la avenida del barrio Ése cuyos hijos le pedían el último disco de Palito o de “Los TNT”, luego que le comprara a crédito el Wincofon. Ése no existe más. RIP.
Ese sujeto social, firme y convencido. Ése, fortalecido en diarias prácticas laborales y en tupidas conversaciones entre compañeros de trabajo y con sus delegados, ambas sostenedoras de un peronismo todavía vigoroso y emocionante, no existe más. QEPD. Como no existe más ese conglomerado industrial de las grandes fábricas alimenticias, textiles y fabricantes de artículos sustituyentes de importaciones basadas en plástico, goma y metal liviano. Ese mundo cotidiano de miles de obreros, juntos en un espacio físico, que hacían peronismo desde el saludo de entrada hasta el “hasta mañana, compañero” con que se despedían, con tiempo y recursos para llegar a la casa y salir a dar una vuelta con la patrona y los chicos y comprarles algún juguete, no existe más. No fue un mundo idílico. Fue la Argentina que, desde 1943 con Perón al mando, tuvo más de 35 años de realidad. Fue la Argentina que construyó Perón. Ese país se fue de gira, dirían los artistas.
La clase trabajadora no existe más en esa forma y ha mutado. Como un Frankenstein majestuoso, no muere del todo. No se va de un día para otro motivando necrológicas de urgencia. No desaparece en angustiantes despedidas con llantos y signos de incurabilidad. No. Solo disminuye y pierde su ubicación de barómetro social mayoritario, y permanente equilibrador de la verdadera justicia social, ésa que Milei odia y los libertarios consideran un robo. (¿Qué piensa de esto Scioli, el peronauta cuyo dato tullido no está en su brazo ausente sino en su ética política?)
Esa clase trabajadora argentina, ese proletariado nacional que, en un raid incólume como actor político, atravesó casi ochenta años de historia, desde su debut con tradiciones prestadas un 17 de octubre de 1945, pasando por la consolidación de su conciencia propia y su identidad política, llega de hoy con marcas de debilitamiento cuantitativo y con signos vitales de cierta inestabilidad hemodinámica (parangonando con pacientes humanos), pero todavía respirando. El famoso aparato del costado de la cama de los enfermos in extremis, todavía no traza la línea recta que anuncia el fin de la vida.
Es cierto que disminuye en forma cuantitativa, y los cambios que modifican cantidades también impactan en las calidades. Pero disminuir no es morir. No adelanten dedos en V para hacer ceremonias con adioses y plegarias llenas de frases doloridas y exageradas que despidan a la clase obrera argentina. No se alegren los tanatólogos del odio.
Es grave que sean menos, pero sería irresoluble su cambio de calidad social e ideológica. Si es reemplazada en sus valores numéricos por cuentapropistas, precarizados, changas, receptores de planes, desocupados, colegas en negro, es un dato importante y aciago, pero si lo que reemplaza a los trabajadores es un carácter de clase, individualista y cargado del subjetivismo egoísta, la cosa se pone más oscura. Eso es lo que, desde el peronismo como estructura y desde la propia raíz del trabajador, debe intentar evitarse. Unos lo harán desde cierta mejor capacidad en la comprensión de la etapa, y otros, en su natural sabiduría de clase y en su identificación con una doctrina política.
Ambas condiciones se encuentran en una relación dialéctica y se nutren entre ellas. La pérdida en proporción de cifras de la clase trabajadora obedece a causas globales. Ritmos del capitalismo más moderno, distribución internacional de nichos de producción, guerras comerciales entre países, modelos tecnológicos expulsivos en lo laboral, todos son factores que influyen. En lo local, las crisis económicas propias, devenidas en mutación de industrias en finanzas y en quiebres empresariales y comerciales. Pero esto no debe hacer cambiar la mentalidad obrera, el sentido de clase en sí y para sí. Ese es el numen del peronismo, su garantía de continuidad y vida.
El peronismo es la validación de un vínculo representativo en la conducta, la lealtad y la identidad de la clase trabajadora, que adquiere desde esta doctrina una apreciación diferente de la realidad, y supera el mero hecho reivindicativo que fue la expresión, desde un gobierno (1943/1955), de resolver demandas insatisfechas y necesidades materiales que permanecían ausentes. Dieciocho años sin poder institucional y sin gobierno hablan a las claras de motivaciones más profundas en la relación de lealtad entre la clase obrera y el peronismo.
Hoy el sostenimiento de esto no es mágico ni puede creerse en naturalismos que se cumplen solos. Es necesario un esfuerzo, al menos desde lo formal del peronismo político (los trabajadores y sus autopercepciones clasistas saben cómo manejarse) para seguir vinculando identidad y clase.
No es terreno para vagancias militantes ni para intelectuales en vacaciones. Es militancia pura e inteligencia aplicada. El peronismo en su formalidad no está demostrando conocer el tema. El discurso y la frasería barata recorren los mismos caminos lingüísticos que hace cuarenta años y las consignas cargadas de egocentrismos, que se chocan con lo colectivo, no logran sintetizar aspiraciones masivas. Menos aún cautivar emocionalmente a nuevos predicadores que, con convicción, atrevimiento y voz moderna y empática, salgan a recorrer los senderos de la Argentina buscando la revinculación del movimiento con sus viejas bases y, lo más importante, con nuevas adhesiones.
La calidad de los trabajadores como dato social, si bien tiene gran valor en su relación numérica que hoy se observa disminuida, también posee la potencia de una ubicación en la sociedad muy definida y de vital importancia. Son los verdaderos productores de la riqueza surgida del trabajo. Incluso apelando a una visión de unidad nacional donde no se mida a sus actores en función de las relaciones de producción sino en la común identidad de enfrentar desafíos de desarrollo, independencia económica, justicia social y crecimiento para todo el país, el peronismo no abona la idea de la “armonía de clases como organización comunitaria que consolide jerarquías sociales distintas”.
El policlasismo no es para los justicialistas un detrimento de calidad, como suponen los marxistas. Es una herramienta de construcción nacional por sobre lo meramente social, pero eso no quita que los trabajadores sigan siendo la columna vertebral del movimiento. Frase vieja, repetida, gastada, bardeada pero vigente siempre y hoy más que nunca. La aptitud social expresada por la clase trabajadora no es la que solamente se manifiesta en las conducciones del movimiento obrero organizado, que a veces la contienen y a veces no. Es mucho más que eso. Es la memoria histórica, es la experiencia propia y de antecesores, es su aspiración de futuro. Los trabajadores son el nervio vital de los procesos económicos y eso no es negar los modelos capitalistas con democracia y justa distribución ni rechazar la necesaria inversión de capitales propios y extranjeros, pero esto no quita la importancia histórica que tiene la clase obrera.
Si bien ha faltado en el peronismo, contención y conducción para las nuevas fuerzas sociales emergentes, que hoy viven condiciones menos favorables que la de los trabajadores formales, no por eso se desdibuja la calidad ontológica e inmanente de los obreros argentinos como clase y como dato político. No se sabe, si como dice el Eclesiastés 3:1-8 “los campos están listos y la cosecha es cuantiosa”. Y si “es tiempo de comenzar a cosechar”. Pero es una buena cita como para creer que es posible. El peronismo ha vivido, para describir desde palabras bíblicas, tiempo de matar y tiempo de curar, tiempo de destruir y de edificar, tiempo de llorar y de reír. Sabe que para todo hay un tiempo oportuno pero lo inconveniente es confundir el tiempo de hablar con el de callar. Sin caer en el tremendismo religioso (o al menos tomando las maravillosas canciones de Vox Dei) de que “hay un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz”, el peronismo debe entender que hay un tiempo que hoy le corresponde y debe saber distinguir las categorías de aliados, adversarios y enemigos. A cada uno darle el trato político correspondiente, poner a full sus motores. Las tres variables merecen estudio, conocer su retórica y sus métodos y en el caso de adversarios y enemigos, no caer en la fácil tentación de copiarlos. No deben creer que, incorporando la violencia verbal y una forma cargada de vulgarismos y amenazas, se logrará éxito. Solo debe conocerlos para desmontar sus tácticas, sus pasos políticos y sus estrategias.
Poner en valor del siglo XXI, un ciclópeo cuerpo político y cultural nacido en el siglo pasado, tiene sus bemoles, “pero es el peronismo, bobo” diría Messi, y su propia doctrina lo sostiene en el tiempo ya que la vigencia de sus objetivos no ha sido cumplida.
La política opositora argentina debiera pensar hoy, en una multisectorialidad de nuevo cuño, un bloque social, cultural y político renovado y que posea conspicuos enfoques acerca de cómo dar la pelea política contra este Gobierno que contraría todo lo que millones anhelan para el país.
El peronismo contiene una energía popular que aparece desdibujada. Se trata no solo de encontrar las formas de neoapasionamiento por la política y por el peronismo, tarea difícil si las hay. Se trata de reconstruir un sentido histórico que marcó la relación del peronismo con los trabajadores, dotando a uno de un carácter de clase y a otro, de una doctrina identitaria. Esa simbiosis es lo que hay que refrescar.
Para ayudar en eso se puede acudir a ver cada dos meses la película de Favio “Sinfonía de un sentimiento” y cuando pregunten qué es el peronismo… pues bien, es eso. Es recordar y transmitir que el justicialismo no es solo el dador de mejores instrumentos valiosos para la cotidianeidad de la vida laboral y gremial, como paritarias justas, salarios de decencia, formalidad en los trabajos y otras calidades que hacen a formas administrativas legales necesarias. También agrega la esplendidez histórica que significó la experiencia de participación real de los trabajadores en los gobiernos peronistas en esa vinculación virtuosa del Estado con la sociedad, que se dio fundamentalmente en 1946/55 y con idas y venidas, pero también en 1973/74 y 2003/2011 con la visible y concreta superación de estándares en lo concerniente a educación, salud, distribución del excedente, nuevos derechos, trabajo, cambios culturales positivos, en fin, calidad de vida mejorada. Esa experiencia de poder para los trabajadores, sobre todo en el primer Gobierno peronista, es un intangible exclusivo, es un valor únicamente acreditado en las alforjas del peronismo. Eso hay que mostrar y reiterar y predicar. Claro que hay contradicciones al interior del peronismo, y éstas no se resuelven en una interna partidaria, aunque hubiese sido un correcto paso adelante para mejorar situaciones de conflicto y legitimar conducciones. Estas conducciones hoy aparecen con cierto barniz más agrupacional que integral.
Lo que hoy separa en parte las voluntades peronistas son miradas distintas sobre acercarse o no al Gobierno, motivado esto en algunos casos por ubicaciones muy relacionadas con lo formal y dependientes del poder central, como son los gobernadores y algunas dirigencias gremiales.
El peronismo no debe ser, en este marco actual, el regulador social del orden imperante, simplemente porque considera que este orden es injusto, avasallador de derechos y está, destruyendo de a poco y, tal cual lo proclaman a los cuatro vientos, el Estado nacional, valoración histórica y legal imprescindible como equilibrador de barbaries e injusticias y sostén institucional del sentido natural de Nación. Los peronistas, sin negar una apreciación moderna de las conformaciones de la sociedad argentina, cruzada por las innovaciones tecnológicas, los adelantos digitales, la IA y la existencia de esas nuevas fuerzas sociales emergentes de las que antes se escribió, deben reconocer que para este modelo de sociedad debe obligarse a extremar la inteligencia de nuevas respuestas, de ocurrentes soluciones. También es útil que sostengan una fuerte posición ideológica que diga que, ante un proceso objetivo y real como es la falacia que ofrece el mileísmo de salir de la decadencia en cuotas y con achicamiento poblacional de consumo y perdiendo calidad de vida, hay que apelar a una intervención subjetiva y realizarla decididamente desde la identidad peronista.
El desafío pasa por tomar la realidad como es, y eso también se logra negándose a asumir falsas representaciones de unanimidades que no existen. El peronismo debe debatir y eso ya es un avance por sobre relatos dominantes, pero sin éxitos externos. Algo así como “nos bancamos ciertas cosas, pero al menos ganen las elecciones y frenen a Milei”. Caso contrario, distribuyamos con equidad las culpas y responsabilidades, sin temor a que mencionar esto le haga un favor a la derecha. La derecha ya gobierna, o parte de una derecha lo hace, y esa victoria la lograron cuando éramos tributarios de las frágiles y estalinistas ideas de no abrir la boca.
Esas culpas y responsabilidades encuentran en su menor decil a la clase trabajadora peronista que vota la boleta completa y con escudo, un poquito más arriba la militancia, que sacrificada y con sentido de lealtad se rompió el alma haciendo la campaña, y en los bordes superiores están quienes pusieron los candidatos, hicieron las listas, diseñaron los discursos, condujeron la campaña…bah, los verdaderos culpables y responsables.
No es mortal el desdén de las urnas, en la medida que se aproveche para la reflexión sana, la autocrítica creativa y la superación política de las causas de la derrota.
Hoy las condiciones del poder se discuten desde tres valoraciones cuantitativas, la opinión pública, la movilización y lo electoral. La opinión pública merece mejor comunicación de mejores acciones. La movilización, en la medida de su importancia y masividad puede frenar las políticas destructoras del gobierno, y las elecciones deben sacarlo del poder.
Hoy la “multitud” al decir de Hardt y Tony Negri suma a todas las estrategias. Si se moviliza más, se generan mejores condiciones para que en las próximas elecciones exista más aceptación para con el peronismo provocando que haya más diputados y senadores inmunes a los encantos y presiones oficialistas. La opinión pública es volátil y se nutre de aciertos y de una correcta comunicación. Hay un balanceo permanente en donde se gana y se pierde.
Es necesario mejorar la subjetividad política peronista para que “ligue” mejor con las condiciones objetivas que tiene el país. También acudir a formas organizativas originales y atractivas al espíritu juvenil, sin dejar de lado la formalidad del PJ, como alojamiento natural de la mayor cantidad de peronistas. Los climas rebeldes y alborotados creados desde individualidades pueden tener larga duración sin resultados positivos mientras que, si esa rebeldía halla su coordinación política y el encausamiento apropiado, va a tener la satisfacción de la eficacia en la pelea por ganar el gobierno.
Es cierto como dicen los “movimientistas” que el peronismo es más que un partido, pero también es un partido y que el antipejotismo solo conduce a fraccionamientos y divide los campos populares. Por eso estas discusiones hoy tienen la esterilidad de lo inútil. Hay una identidad que es el peronismo y hay formas organizativas que en un país con vigencia de una democracia liberal/electoral (esto no es un demérito) deben cumplirse e incluso priorizarse, y los partidos están para eso.
Hay que dar pelea por las convicciones, no embarcarse en aventuras desesperadas, pero tener la certeza y la pretensión de ser los que hablan, cuando muchos callan. Nada es irrecuperable, aunque se transiten desanimadas etapas de reflujo cuantitativo. El peronismo en su memoria resguarda un ADN de resistencias y resiliencias, y una genética obrera.
Cada uno debe sacar el bastón de mariscal de la mochila (como dijo un compañero, ¡primero hay que encontrar a quien se robó la mochila!) y dar la batalla en todos lados. La lucha peronista es multidimensional. No hay lugar para vagos, vacilantes y temerosos, y cada uno estará donde más cómodo se sienta.
Las calles, las redes, los medios, la fábrica, las escuelas y las universidades, las cooperativas, las juntas barriales, la disputa por cargos electivos, la organización social y gremial empresaria pyme y nacional, el arte, la cultura, los municipios, las bibliotecas y muchos más ámbitos de socialización comunitaria donde estar presentes. El/la militante peronista es un pac-man benigno, solidario y positivo que, en lugar de comerse a todos, los convence y los persuade. El mandoneo no es para el peronismo de este siglo.
Hay que reconocer con la sencillez de ver la realidad, que hoy Milei domina la agenda mediática y la conversación pública. Maneja mejor que todos lo cuantitativo y los contenidos, los medios y las redes. Logró apropiarse de la bandera del inconformismo y pudo colocar al peronismo en igualdad de lugares con las élites políticas y culturales, la famosa casta. La transgresión, es más marca de ellos que de nadie.
Esto configura en el peronismo cierta pérdida de identidad y eso se acompañó por malas decisiones sobre estrategias, candidaturas y con un plano interno de verticalismos disciplinantes, carencia de debate y total ausencia de legitimación interna tanto para candidaturas como para conducciones.
El dedo, el dedazo y el aceptar estas formas quitaron identidad y vigor al peronismo. Lo domesticaron en mala forma. Le quitaron el sagrado óleo de Samuel y redujeron sus calidades de fuerza imponente.
Es vox populi que cuesta hablar entre compañeros. Esto es malo, pero se perdió capacidad para hablarles y para ser escuchados por las comunidades, lo que es peor. Hay millones de argentinos que la pasan mal, y hay que decirles que el peronismo no descubre eso ahora, y con sentido autocrítico reconocer que también estaban mal, durante gobiernos propios. La obligación es llamar a las cosas por su nombre. Terminar con el infeliz sonsonete que se había convertido en mandato vertical y autoritario de que existen verdades que es inconveniente decirlas para no hacerle el juego a la derecha.
La derecha no precisó nuestro silencio obligado para hacer su juego y ganarlo.
No hay interlocutores bobos del otro lado. Todos saben y todo se percibe. No se puede poner caras de póker sino hacer los gestos que corresponden a cada ocasión. Sinceridad gestual y verbal. En definitiva, sinceridad política.
El propio general Perón, manteniendo la parte prieta y basal de la doctrina y de su discurso, tuvo que resignificar términos durante su tercera presidencia y les dio un sentido evolucionista y moderno a los conceptos de justicia social, liberación, libertad y democracia. La ventaja peronista es la de pertenecer a la misma identidad que la mayoría de la clase obrera argentina, y eso otorga una vitalidad desconocida para otras tradiciones, a la vez que obliga a una responsabilidad histórica y de poder.
En tiempos de mercados y competencias, no deja de lucir con un brillo que tiene aroma a novedad, aunque sea “más viejo que Matusalén”, la rebeldía ante lo injusto. Desde los trabajadores, esa injusticia no se percibe desde la apropiación intelectual sino en su propio cuerpo, en su calidad de vida y en sus malestares cotidianos.
Por eso el peronismo posee, cual varita mágica de Harry Potter, la marca identitaria que hace de una clase social un actor político. No la perdamos.