La idea de casta, además de un recurso retórico eficaz, expresa una estratificación social que se desplaza, pese al entusiasmo de la ultraderecha, desde el entorno real hacia el plano simbólico. Y algo para no perder de vista porque la castidad (de los otros) también implicaría conductas pudibundas, virtuosas, honorables, de fidelidad conyugal y sexualmente puras, todas ellas de muy difícil constatación.
En tiempos de una paradójica poshistoria tardía, con la posmodernidad oficiando de sepulturera de los grandes relatos, sin ánimo de ofender a nadie puede sugerirse que Milei también tiene algo de trosko. Uno de los ejes de su prédica anarcocapitalista que lo catapultó al poder fue la muletilla de atribuir todos los males del país a la existencia de una casta política parasitaria, corrupta y especialista en vivir turbiamente del Estado. Así que haciendo pie en semejante axioma se echó a recorrer los caminos, convencido y tratando de convencer a los demás de que muerto el perro se acabaría la rabia.
El problema de Milei, más allá de esa impronta cervantina, radica en que debe dar respuesta a un problema filosófico y político que lo excede, aunque lo exprese ideológicamente a cada rato y no tome clara conciencia del mismo. Es así, y quien tenga vocación de buscar algún antecedente al respecto no tiene que ir muy lejos, le bastará retroceder exactamente un siglo y ver que en la ex Unión Soviética la burocracia confrontó desde 1923 con la oposición de izquierda. Se destacaron los aportes críticos de líderes y teóricos como el rumano Christian Rakovsky, quien escribió en Astrakán, en 1928, el opúsculo Los peligros profesionales del poder. El autor, que fuera compañero de Trotsky y una de sus influencias en esta materia, sentenció: “Cuando una clase toma el poder, un sector de ella se convierte en agente de este poder. Así surge la burocracia. En un Estado socialista, a cuyos miembros del partido dirigente les está prohibida la acumulación capitalista, esta diferenciación comienza por ser funcional y a poco de andar se convierte en social.”
Incluso Trotsky acordaría después, tomando debida nota de lo anterior, con varias recomendaciones del escritor rumano a fin de mantener la vocación educativa de la conducción revolucionaria, promoviendo desde la reducción de la importancia de sus funciones hasta el licenciamiento de las tres cuartas partes del aparato. Y sin ánimo de ofender a nadie, lo cierto es que los miembros de la nomenclatura del Estado obrero llegaron en un momento a superar a los del ejército, y eran varias veces más que los trabajadores industriales, e incluso que los campesinos.
El tema es de gran complejidad, y se dio en otro contexto, eso está claro, pero interesa destacar que primero desde la Oposición de Izquierda y después desde la Cuarta Internacional el stalinismo recibió fuertes críticas, aunque no exentas de matices y diferenciaciones importantes. Abunda la literatura teórica del período (década de 1930, preferentemente) referida a la burocracia, los aportes y ponencias que recomendaban que un Estado obrero no debía tolerarla, y un punto que los especialistas no dejaron de señalar: el reconocimiento de la tendencia a la autonomización del Estado obrero durante periodos de crisis, por causas externas o conflictos internos.
Por su parte Trotsky en 1936 pensaba que la burocracia en la ex Unión Soviética había evolucionado desde una “autonomía relativa” hasta una “autonomía extrema”, y en este último caso tendría, según Thomas M. Twiss, un grado de autonomía similar al de cualquier clase social. Y aquí radica uno de los nudos de la cuestión.
Hay algo extraño porque la burocracia, esa suerte de casta desclasada, aun manteniendo la idea de que la ex URSS transitaba en dirección al comunismo, era una realidad inobjetable que podría completar su periplo, derivar en una clase social y desplegar un programa bonapartista restaurador de un régimen al estilo del caído en 1917. Y sin ofender a nadie (especialmente a quienes han estudiado estos temas y los manejan con enorme solvencia) Trotsky creía que el derrumbe del stalinismo era inminente, y que con él pasaría también al desván de la historia esa casta desclasada que torcía el rumbo de la revolución.
La teoría planteaba, entre diversas perspectivas, que la burocracia podía representar los intereses de una clase especial, o completar su autonomía y representar los intereses de la burocracia misma, o ser un fenómeno temporal yendo y viniendo entre clases enfrentadas. También hubo grandes aportes teóricos de militantes que con el paso de los años adoptaron diversas posiciones políticas, como el ex trotskista italiano Bruno Rizzi, quien en 1939 publicó en Francia, donde estaba exiliado, un libro notable: La burocratización del mundo. Rizzi planteó que en el seno de la sociedad socialista, así como también en el seno de la sociedad capitalista, se registraba la aparición de una nueva clase social, la burocracia, con el poder suficiente como para controlar los excedentes económicos y la vida social en general, aun prescindiendo de los medios de producción. Como es obvio, quedó flotando el aserto de que se pueden mantener socializados o privatizados los medios de producción, pero el poder continuará en manos de quienes ejerzan el control de la distribución y el consumo.
Así que el mundo, tanto por izquierda como por derecha, desbordaría en poco tiempo de keynesianos, al decir de un Milei, de zurdos al estilo de John Kenneth Galbraith, economista con una trayectoria impresionante que fuera, entre otras muchas cosas, amigo, asesor y embajador en la India del presidente John Fitzgerald Kennedy. En su larga carrera, a Galbraith no le faltaron momentos de tensión con el empresariado estadounidense, como cuando trabajó en la administración, control y hasta fijación de precios máximos durante la segunda guerra mundial. Muerto Kennedy, tomó distancia de los demócratas (pero no de la política) por diferencias respecto de la guerra de Vietnam, y publicó en 1967 El nuevo estado industrial, libro que resultó de un corto ciclo de seis programas de televisión. En El nuevo estado industrial Galbraith, luego de poner en duda la existencia del modelo de competencia perfecta para la virtual totalidad de las ramas industriales estadounidenses, introdujo y describió a la “tecnoestructura”, la parte del sistema industrial que ejercería el control corporativo de todas las variables de la oferta. Ya no serían los propietarios de las corporaciones quienes detentarían el poder sobre el sistema de producción sino la tecnoestructura, esto es, los gerentes, ingenieros, profesionales, operarios calificados y los trabajadores corporativos con conocimientos especializados. Ellos serían, con independencia de los intereses o gustos de los dueños o los accionistas, el cerebro de la empresa.
Quiere decir que los empresarios, a quienes ahora Milei reiteradamente califica como “héroes”, desde hace varias décadas vendrían animando a pesar de sí mismos una suerte de eclipse identitario sin retorno, habida cuenta de la creciente autonomía de la tecnoestructura. O de la casta desclasada, por decirlo así, con reglas por todos conocidas que no deberían sorprender a nadie, como la tendencia del poder a concentrase en el vértice, desde el cual los altos ejecutivos pueden contratar, despedir, reorganizar los sistemas de control y establecer los mecanismos de coordinación y comunicación. Pero otra vez: hay quienes consideran a la tecnoestructura una clase y quienes la piensan una casta desclasada con creciente autonomía, pero en ambos casos tratando de monopolizar para sus miembros los beneficios del sistema, incluso mediante la cooptación de parte de la Administración Pública o de empresas estatales. Y hay que llamar a las cosas por su nombre: las tecnoestructuras enemigas del heroico empresariado en franca recuperación, según una prédica como la de Milei, son las propias del sector público y de “la política” concomitante. Y con ellas hay que andar con precaución, como dejó claro el Presidente en su último reportaje concedido a Bloomberg, donde al anunciarlo se dijo que pese a la devaluación y el ajuste, todavía la población lo apoya, y apareció en la pantalla del televisor una esquina con un puñadito de militantes libertarios fumando debajo de una pancarta.
En ese reportaje algunas cosas quedaron claras. La primera fue “la decisión de cerrar el Banco Central”, que sigue vigente y es “una discusión en primer término de índole moral”. Luego, tras hablar del Banco Central heredado, con la consabida falta de reservas y la situación general calamitosa, dijo Milei: “Nosotros teníamos una estrategia para dolarizar, que era básicamente tomar los activos del Banco Central contra el Gobierno Nacional (de hecho el máximo acreedor del Estado argentino es el Banco Central) y esos títulos pasarlos a mercado y de esa situación básicamente después podernos hacer de dólares vendiendo esos títulos. Y la realidad que esa estrategia hubiera funcionado a la perfección, porque cuando nosotros llegamos los títulos argentinos estaban en torno a los 18 dólares y ahora están entorno a los 54 dólares. Por lo tanto hubiera sido una muy exitosa gestión y hubiéramos podido hacerlo, pero dado la construcción del sistema político argentino, lo intelectualmente deshonestos que son los políticos y los economistas en Argentina, es muy probable que si nosotros hubiéramos hecho esa operación, que hubiera sido una operación a precios de mercado, lo cual, digamos, hubiera sido a precio justos, la política seguramente hubiera dicho que ahí había una estafa porque esos títulos que en ese momento valían 18 y ahora valen 54, entonces seguramente nos hubieran acusado de algún negocio turbio y nos hubieran enviado a la cárcel, por lo tanto no era que no era factible hacer en los términos técnicos.” En ese punto Milei hizo una pausa y agregó que la oposición bloquea constantemente las iniciativas del gobierno y entonces, ante ese escenario, “nosotros hicimos un ajuste fiscal sin precedentes en la historia de la humanidad”. Lo dijo sin parpadear.