El aborto en el centro de la campaña

Trump tuvo que desmarcarse de los extremistas de su partido, mientras Biden pinta el tema como otra muestra de autoritarismo republicano.

Hace años que republicanos y demócratas se dan la batalla cultural, esa que deja de lado complicaciones como la realidad, la economía y la ciencia, para perderse en el entretenido laberinto de las percepciones. Visto así, el mundo es una interesante mezcla de demonios y de santos, conspiraciones y milicias, poderes ocultos y totalitarismos. En plena batalla cultural se puede perorar sobre ecología, inflación, defensa y cualquier otro asunto sublunar sobre el que uno sea perfectamente ignorante. Y ni hablar de cosas que uno cree que conoce, como la educación de los hijos.

En Estados Unidos, un campo de batalla cultural bien caliente es el aborto. Esta semana, comenzó un nuevo round.

Para entender la centralidad del tema en la política norteamericana hay que hacer un pequeño mapa. Lo primero que se descubre es que si bien el país fue fundado por protestantes ingleses, no es un país protestante. De las denominaciones cristianas, la más numerosa es la católica, producto inesperado de la inmigración tardía, de mediados del siglo 19 hasta el 20. Pero los protestantes son más, si se los cuenta como un bloque, cosa difícil por la irresistible tendencia de ese cristianismo a la atomización en cultos y cultitos.

Así, hay iglesias protestantes neonazis y afroamericanas, pacifistas y reaccionarias, enormes y minúsculas, con las prácticas y prédicas más variopintas. Una enorme cantidad de estas denominaciones son profundamente conservadoras en lo social, republicanas en lo político y furiosamente antiaborto.

Otro descubrimiento es que nunca hubo una ley nacional que legalizara la interrupción de embarazos, pero sí innumerables leyes locales, estatales y nacionales que lo castigaran. Al contrario que en países europeos y más tardíamente en Argentina, el aborto en Estados Unidos no fue debatido en el Congreso sino en los tribunales. En 1973, la Corte Suprema de Justicia falló que los estatutos antiaborto eran inconstitucionales no por el tema en sí sino porque infringían un derecho intangible a la privacidad de los ciudadanos.

Fue un fallo débil por dos razones. Primero porque no iba a la cuestión de fondo sino que creaba un derecho no explícitamente legislado en la constitución, algo muy criticado hasta por los que estaban de acuerdo con el aborto. Y además porque dejaba el tema en manos de una simple mayoría en la Corte Suprema, algo que podía cambiar y cambió en junio de 2022. De un plumazo, 18 de los 50 estados de la unión ilegalizaron la práctica y dejaron a un tercio de la población sin acceso al aborto.

Era la Corte de Donald Trump, que si bien ya no era presidente, correctamente definió el fallo como una promesa de campaña cumplida. Es un tema ya consagrado: el libertino, divorciado, mujeriego, irreligioso Trump hizo posible liquidar el aborto. Muchos líderes religiosos recordaron aquello de que Dios escribe derecho usando renglones torcidos…

El problema, inesperado para los republicanos, es que en estos casi dos años desde el fallo supremo, hubo varias elecciones locales y una legislativa donde la derecha perdió y mal en distritos supuestamente seguros. Los candidatos demócratas, y unos cuantos republicanos moderados, simplemente le preguntaron al electorado si estaban cómodos con el fin del aborto. Y ganaron. En varios estados hubo plebiscitos sobre el tema, en los que la derecha religiosa perdió.

Como la elección de noviembre de este año va a repetir la de 2020, con Trump desafiando a Joe Biden, los demócratas pusieron el aborto en el centro de su campaña. A todos los niveles, están pintando el fallo como una intromisión en la vida privada de los ciudadanos, un caso más del autoritarismo trumpista y republicano. Dependiendo del distrito electoral, el discurso va de un “no es el Estado el que tiene que decidir” a un clarísimo “mi cuerpo es mío”. Y la estrategia está funcionando, tanto que el ala derecha republicana agita el fantasma de la “izquierda woke” que buscaría una ley nacional para el acceso al aborto sin límites y sin fecha…

El lunes pasado, Trump dio una demostración clarísima de que los republicanos también tienen problemas con sus extremistas, en este caso de derecha. Los demócratas señalan, con bastante fundamento, que los extremistas republicanos quieren simplemente prohibir el aborto en todas las circunstancias, a nivel nacional y en nombre de Dios. Y resultó que la Corte Suprema del estado de Arizona decidió un caso en el que un grupo de, justamente, extremistas antiaborto pedía aclarar si, ahora que la Corte nacional había liquidado el aborto y le devolvía el tema a los estados de la unión, volvía a estar en vigor una ley local.

Esta ley era considerada un artefacto histórico porque data de 1864, cuando Arizona era un territorio, no un estado, y el país estaba en el tercer año de su sangrienta guerra civil. Es draconiana: cualquiera que le provea a una persona embarazada “cualquier medicina, droga o substancia, o utilice cualquier instrumento o medio” para abortar, será condenada a entre dos y cinco años de prisión. No hay excepciones para casos de violación o incesto, y la única justificación es salvar la vida de la madre.

La Corte no se animó a decir que la ley está en vigor. Ambiguamente, falló que “debe ser considerada”.

Inmediatamente, Trump hizo algo raro en él, un video largo tratando de aclarar su posición. El ex presidente, se sabe, pelecha en las ambigüedades y el medio tono, pero lo de Arizona electrizó a los demócratas y políticamente puede enviar una señal muy negativa a tantas mujeres que son republicanas, pero no tanto. Trump dijo que el tema del aborto era personal para él pero que había que dejárselo a los Estados individualmente. Así, habría regiones muy liberales y regiones muy conservadores, y todo en orden.

El tiempo dirá si el gambito funciona. Pero desde los bastiones del pensamiento conservador le pegaron duro. John Daniel Davidson, columnista de The Federalist, órgano central de la derecha, lo comparó con el olvidado Stephen A. Douglas, el político que perdió con Abraham Lincoln. Douglas, señala Davidson, decía que el tema de la esclavitud había que dejárselo a los Estados y no era una decisión nacional.

Y así le fue.

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