La presentación por parte del Gobierno de la propiedad privada como el principal valor a defender busca confusión y fragmenta la comunidad para obtener poder. Es parte de una operación permanente. El objetivo es ocultar la gravedad de las tendencias que modifican la estructura social argentina en el sentido de desmantelar la complejidad del tejido productivo existente favoreciendo su primarización.
En el comunicado del gobierno con motivo de la elección de Robert Prevost como nuevo Papa León XIV, tal como registró Martín Granovsky en el número anterior de esta publicación, hay un párrafo curioso que conviene no dejar pasar como retórica banal y ponerle la lupa para exhumar lo que esconde.
Dice, entre otras consideraciones esperanzadas sobre lo que será el papado del nuevo jefe de la Iglesia Católica, que “hoy más que nunca anhelamos que la voz del Papa resuene con fuerza en la defensa de los pilares que han sostenido la civilización: la vida, como don principal; la libertad, como don sagrado del Creador; y la propiedad privada, como fundamento de la responsabilidad personal y del desarrollo de los pueblos”, la negrita es nuestra.
Es un anhelo, pero que expresa una convicción que no se toca sino en forzada apariencia con la tradición filosófica de la Doctrina Social de la Iglesia. Dejando de lado cierta incongruencia entre “don principal” y “don sagrado del Creador”, referida a la vida y la libertad respectivamente, puesto que parece que hay dones que preceden aquellos que concede Dios, lo cual puede deberse a una redacción apresurada para llegar a lo que interesa, es decir, poner a la propiedad privada junto con la vida y la libertad en un mismo orden de importancia como pilar de la civilización.
Pues bien, eso es cosecha propia de los redactores y tiene que ver con una difundida mistificación. La propiedad privada se corresponde con el orden jurídico que se afianzó con la modernidad, no sin conflictos y diversas formas de aplicarla, y se ha machacado hasta el infinito como una “verdad fundacional” que no está sujeta a discusión, puesto que es sagrada. Requiere, en tren de afianzarse, de tal fundamento religioso para sostenerse y convertirse en indiscutible.
A la luz del análisis racional y de la propia historia es un concepto ciertamente vigente y al mismo tiempo sometido a amplias y muy diversas limitaciones y reglamentaciones. La primera de ellas es que no puede ser considerado un derecho absoluto, sino que está sometido a las leyes que rigen la organización social.
Y allí es donde nos encontramos con un abanico amplio de formas en que se la reconoce, en muchos casos coincidiendo con la antigüedad de las estipulaciones legales de cada país, como concesiones temporales, arrendamientos o muy diversas formas de asignación o posesión, que pueden ser larguísimas (99 años para una propiedad rural, por ejemplo).
Para tener una mirada amplia de la complejidad del tema se recomienda al lector leer el artículo pertinente a tenencia de la tierra en la Wikipedia, con una visión más amplia que la dedicada a la propiedad privada, más colonizada por la lucha actual por apropiarse del concepto, además de los bienes físicos, por supuesto, pero asimismo interesante en el aspecto histórico: https://es.wikipedia.org/wiki/Propiedad_privada
La condición de “derecho inviolable y sagrado”, señala esta entrada, está ya en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, como legado de la revolución burguesa contra las formas anteriores de posesión, en particular las feudales (que a su vez nunca llegaron a tales extremos, teniendo en cuenta que siempre dependían de una concesión del rey, propietario en última instancia). Por eso la insistencia de que el rey era el representante de Dios, creador de todo.
Apuntemos de paso que la propiedad comunal, es decir de pertenencia a un grupo social geográfica y demográficamente determinado, nunca resultó tan conflictiva, puesto que en definitiva servía a una comunidad específica y se aplicaba generalmente a derechos de pastura para sociedades rurales pre industriales, aunque sobrevivieran de algún modo en el tiempo y en diversos países hasta hoy. Las “veranadas” sobre tierras fiscales en zonas montañosas de la Argentina, por ejemplo.
La propiedad cooperativa, que se asimila sin fundamento de hecho a la privada, es otro ejemplo de “derecho” sobre la tierra, aunque en nuestro país convive con la pequeña propiedad y se caracteriza por la entrega de los productos a la cooperativa para su comercialización, a cambio de una comisión por el encargo.
Lo más interesante de esta discusión en cierta forma inacabable es el aporte doctrinal de la Iglesia Católica que no se limita a señalar que la propiedad privada está sujeta a las leyes que reglamentan su disponibilidad sino que indica que siempre debe estar al servicio del bien común.
O sea, se reconoce como un “derecho” al que inmediatamente se somete a una condición que obliga al propietario a cumplir con determinadas condiciones, entre las que podríamos encontrar la obligación de garantizar tanto la preservación del recurso como su mayor productividad. Eso, sin dejar de tener en cuenta las condiciones de vida de quienes trabajan efectivamente sobre la tierra, lo cual por un lado los vincula a la explotación y por otro hace lugar a diversas formas de asociación entre el capital el trabajo.
Nos recuerda a la interpretación de Kojève sobre la dialéctica entre el amo y el esclavo formulada por Hegel quienes se reconocen mutuamente a través del trabajo y la lucha por el reparto de lo producido. Lo cual nos pone muy, pero muy, lejos de los “pools” de siembra donde lo que importa es la ganancia financiera y dado su carácter transitorio relativizan hasta la propiedad donde se realizan las inversiones, basándose en arrendamientos a conveniencia. Es la financiarización en estado puro, aunque se haga sobre suelo agrícola, históricamente considerado el non plus ultra de la propiedad privada.
La Iglesia, como dijimos, a través de su Doctrina Social (esto es, conocimiento y recomendaciones para organizar de modo justo la existencia comunitaria), establece la función social de la propiedad, referida ante todo a los bienes que sirven para generar, mediante el trabajo, otros bienes que satisfacen necesidades sociales o se constituyen en insumos para procesamientos industriales.
El propietario, en esta concepción, no sólo tiene un derecho sobre el bien, sino asimismo la obligación de hacerlo ser útil, es decir, de producir en las mejores condiciones posibles teniendo en cuenta la preservación del recurso tierra, cuando se trate de propiedad rural, y cuidando las consecuencias ambientales en el caso de otras actividades como industriales, logísticas, etc. Incluso, refinando el análisis, la monopolización atentaría contra el bien común al ejercer un dominio indebido del mercado.
La omnipotencia que reclamaban los teóricos de la Revolución Francesa se transforma así en una responsabilidad social, o sea una conducta a seguir y en última instancia exigible por el resto de la comunidad.
Por esto la cantilena de la “defensa de la propiedad privada” suena tan arcaica en la voz de nuestros presuntos liberales y/o libertarios. El propietario tiene severas obligaciones que cumplir para legitimar su propiedad, y su antojo debe subordinarse a ellas.
Sin embargo, no es la única forma de distorsión para mirar este problema. También tenemos una deformación ideológica cuando se mira – y se combate – al productor rural como un “oligarca” que dispone de lo que no le corresponde.
Empecemos por decir que esa mirada suele no tener en cuenta la realidad concreta en materia de tamaño y productividad de los predios rurales a los que considera en bloque como un ámbito de explotadores y explotados. Pero más grave es el prejuicio instalado de que esa “propiedad” es en realidad ilegítima puesto que se trataría siempre y en todos los casos de tenencias por parte de propietarios ausentes que no están directamente comprometidos con la producción de la tierra en cuestión.
“La tierra para quien la trabaja” es una consigna potente y muy discutible en las condiciones técnicas en que se desenvuelve hoy en día la producción agrícola, al menos en la amplísima área pampeana argentina y en regiones con especialización como frutales, vides, leguminosas y otras, donde se requiere tecnología de semillas, maquinaria, agroquímicos e infraestructura y servicios muy sofisticados, todos ellos fuera del alcance del pequeño productor rural titular de unas pocas hectáreas. De aplicarse como mero reparto, podría resultar en una forma de repartir pobreza, en una época donde lo que triunfa es la organización inteligente de los factores productivos y, sin ser determinante, la propia escala de cada emprendimiento.
Lo dicho hasta aquí, más bien centrado en las mistificaciones ideológicas sobre la propiedad rural, forma parte del conjunto de presuntas verdades o principios con los que la deformación del liberalismo que estamos presenciando en la Argentina intenta justificarse, pero no es de ninguna manera la única.
La economía como un ser en sí
Es muy frecuente en estos días ver y escuchar repetir que “la economía anda bien”, para lo cual es necesario respaldar en las urnas al gobierno de turno más allá de las anomalías que caracterizan esta gestión. Si anda bien debiera generar adhesión espontánea.
Sin pudor, se refieren a que “los salarios subieron en dólares” cuando es clarísimo que lo que se desplomó es la cotización de la moneda estadounidense. Al mismo tiempo, las mismas personas, hablan de los cambios en los hábitos de consumo de las clases medias, sin advertir (o no les importa) la contradicción entre esta y la afirmación anterior. Esos cambios implican no sólo menor consumo sino modificaciones importantes en la composición de las dietas familiares, formadas con productos de menor precio.
En el país que manejan (es un modo de decir) los libertarios se bajan aranceles para facilitar importaciones competitivas con la producción local mientras se exalta la fluidificación del mercado mediante la eliminación de regulaciones se pone obstáculo a los aumentos salariales no homologando convenciones colectivas que otorgan aumentos que igualen o casi la inflación ya ocurrida.
Un reconocido economista (Fernando Marull), que dice prestar atención a la evolución de ingresos laborales, señalaba este lunes que los salarios de los trabajadores del sector público habían perdido 15% de su capacidad de compra al mismo tiempo que proyectaba varios meses de tranquilidad para las finanzas estatales (el porcentaje real es más del doble). Una suerte de esquizofrenia epistemológica que consiste en enumerar datos como si no tuviesen nada que ver entre sí. Si no hay alteraciones sociales importantes a pesar del brutal ajuste que se impone a los asalariados y al sector pasivo es porque la relación de fuerza es adversa a los intereses populares y se impone el sálvese quien pueda por sobre la estrategia del conjunto.
El ajuste impiadoso que llevan consigo las políticas que ponen su atención primordialmente en los fenómenos monetarios lleva a fragmentar la realidad tanto como lo están las ideas.
Allí también hay contrabando ideológico, porque no se está bien cuando cae el consumo, ya de por sí deprimido por la pérdida experimentada antes del cambio de gobierno debido a la inflación desbordada que caracterizaba la gestión anterior, cualquiera fuese el método de medirlo, con las triquiñuelas que se suelen utilizar para edulcorar la situación real.
En opinión del sociólogo Hugo Haime, en la pirámide de ingresos con que se representa la situación social en la Argentina, la que más sufre y se desnaturaliza es la clase media baja, que es donde cosecha mayor proporción de votos la opción libertaria. “Los de abajo de todo no votan a Milei”, ejemplifica, señalando que –además de los apoyos que recibe en los sectores más acomodados – ese vuelco de la clase media baja hace una gran diferencia.
Lo que parece una paradoja, apoyo electoral a pesar del castigo que se impone a la mayoría de la población, se explicaría sólo por el hartazgo de las políticas anteriores, con el desquicio que instala una inflación desbocada.
Lo fundamental, sin embargo, es la ausencia de alternativas. Es notable la miopía de una dirigencia presuntamente opositora que se regodea con las pifias (errores no forzados le llaman) de un gobierno de improvisados que, en el mejor de los casos y sólo en algunas pocas áreas, logra mantener el curso habitual de la administración, segmentos de los que no se ocupa el vértice de la gestión.
La agitación sobre cuestiones secundarias que genera el grupo de asesores en comunicación tiende a ocultar o distraer sobre los aspectos más graves de la situación del país y, de paso, tapar con relatos de poca monta escándalos como el caso $Libra.
El ajuste perpetuo – única respuesta de la dirigencia más encumbrada – no por viejo y desprestigiado deja de ser el eje de la gestión que no sólo mira los números del día omitiendo las necesidades del conjunto, con especial castigo a los sectores más desprotegidos. Es una fórmula inconsistente pero que ha generado una suerte de burbuja ideológica sacrificial: si nos aguantamos esto vamos a salir adelante, sin ninguna justificación seria que lo fundamente, pues muchos logros anteriores se habrán perdido.
Estando ausente el factor vertebral de toda construcción virtuosa de futuro, es decir de una expansión de las fuerzas productivas a lo largo y lo ancho de toda nuestra amplia geografía, es imposible no ver que el ajuste va a dejar al país más débil y fragmentado.
Mientras tanto, la organización de una política que contemple los intereses del conjunto requiere, para entendernos, llamar a las cosas por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino.