Un grupo fundamentalista que sobrevivía en un rincón protegido por Turquía lanzó una ofensiva y en una semana triplicó su territorio. El ejército sirio arrugó y sus aliados rusos ya no tienen recursos para apoyarlo.
En los territorios rebeldes de Siria, allá en el desierto, funcionan los satélites y se pueden seguir las noticias por la web. No hay otra explicación para el impecable timing de un grupo medio impronunciable, Hayat Tahrir al-Sham, que apenas se firmó la tregua en Líbano entre Hezbollah e Israel se alzó contra el gobierno sirio. Fue una pateadura al tablero que desconcertó a todos y no se sabe a quién alegró. Las consecuencias trascienden por mucho al noroeste sirio porque son parte de un juego que va de Moscú a Washington, de Ankara a Teherán.
Quienes recuerdan el viejo orden mundial recuerdan al melancólico Haffez al Assad, uno de esos dictadores eternos y feroces que producía el mundo árabe. Assad se dio el lujo de pasarle Siria a su hijo Bashar, un dentista -en serio, es dentista- con consultorio en Londres. Costó convencerlo y su llegada al poder ilusionó a algunos con una posible “dictablanda” que mejorara la situación. Pero Bashar resultó hijo de su padre y lleva una cuenta de muertos que asombra.
Esto es porque en 2011 hubo una Primavera Arabe también entre los sirios, que fue reprimida con tal ferocidad que disparó una guerra civil. Bashar no quería terminar como su colega Gadafi y usó todo el arsenal, hasta las armas químicas que le había dejado su papá. Nadie sabe cuántos muertos hubo exactamente, pero fueron centenares de miles y el mapa sirio se llenó de zonas muertas donde ya no vivía nadie.
Assad no cayó, gracias al apoyo generoso de Vladimir Putin, que abrió la primera base rusa en suelo extranjero desde la caída de la Unión Soviética. Pero tampoco ganó, porque su país quedó balcanizado entre una mayoría del territorio donde gobierna él, una franja efectivamente tomada por su vecino norte, Turquía, un gran triángulo bajo gobierno kurdo y una cambiante área gobernada por los fundamentalistas islámicos. Un desastre.
La masacre constante se detuvo en 2020, cuando los turcos mediaron una tregua que se sostuvo hasta el fin de semana pasado. Assad parecía estable y se hablaba de una posible y cautelosa restauración de relaciones diplomáticas con los países árabes, posibles mediadores, y alguno europeo. En Washington calculaban que había chance de acercar al dictador, que sólo hablaba con Moscú y Teherán. Los norteamericanos, de paso, terminaron aprendiendo cautela en la región después de ver la entropía que sigue devorando Libia y el baño de sangre que aplastó las protestas en Egipto.
Volviendo al mapa, resulta que los kurdos gobiernan un territorio contiguo con Irak con apoyo norteamericano. Los turcos los odian públicamente, con lo que terminaron bancando con dinero, armas, combustibles y hasta uniformes a la melange de fundamentalistas que combaten a Assad y consideran a los kurdos indeseables. Rusia y Teherán pusieron desde bombarderos y munición hasta tropas de Hezbollah, que salvaron al régimen. El equilibrio fue tenue pero funcional, con eventuales tiroteos entre rusos y turcos, entre kurdos y turcos, entre fundamentalistas y rusos, que no pasaron a mayores.
Lo que nadie sabía era que los fundamentalistas también hacen política y se estaban uniendo. Originalmente había dos jugadores, Al Qaeda y el Estado Islámico, que en 2014 parecía que se iba a tragar a Assad. Su derrota terminó dejando milicias más o menos organizadas, que se terminaron uniendo en Hayat Tahrir al-Sham, que quiere decir Organización para la Liberación del Levante. Este nuevo grupo no es exactamente democrático y el territorio que gobierna está bajo la peor de las sharías, que se hace cumplir a machete. La Organización cobra impuestos, y altos, recluta por la fuerza y emite DNIs que nadie reconoce.
Pero resulta que estos cuatro años de tregua le sirvieron para disciplinar y entrenar sus fuerzas, que pasaron de milicia a batallón, y para preparar un arsenal que permitiera una campaña prolongada. Cuando vieron lo que le hizo Israel a Hezbollah -de los ataques con beepers y walkie talkies, a la invasión del Líbano- y le sumaron la sangría de recursos rusos en Ucrania, decidieron atacar. Fue una idea brillante.
En siete días, la Organización más que triplicó el territorio que dominaba y tomó tres ciudades clave, Iblis, Hama y Aleppo, que pese a tanta guerra sigue siendo el corazón económico de Siria. Todos los informes indican que el ejército sirio peleó mal y poco, apurado por retirarse, y no cubrió a los socios rusos, que tuvieron que evacuar de urgencia una base en los suburbios de Aleppo. Putin ordenó inmediatamente bombardeos contra el inesperado enemigo, pero con cuidado y contando las bombas: la guerra en Ucrania hace muy difícil repostar a las fuerzas en Medio Oriente.
La blitz de la Organización deja una cantidad de preguntas que se irán contestando en los próximos días. La primera es hasta dónde les va a dar el cuero para seguir avanzando y si el plan es atacar hacia el oeste, cosa de tener una frontera con el maltratado Líbano. Otra es qué van a hacer con Aleppo, una ciudad importante donde nadie nunca le dio pelota a la sharía. ¿Van a arruinar la fiesta imponiendo la moralina? ¿O van a mostrar pragmatismo y aprovechar los enormes recursos económicos de la capital regional?
Y hay que ver qué resto tiene Assad, más allá de los arsenales rusos. Siria es una sombra de lo que era, un país empobrecido donde hasta los generales ganan dos pesos. Millones de ciudadanos se escaparon como pudieron, tres millones a Turquía y al menos otro millón al Líbano, con decenas de miles tratando de llegar a Europa. Es un país de viudas, familias de luto, negocios cerrados, infraestructura abandonada. No asombra que el ejército no quiera pelear más, sobre todo si tienen que contar la munición y saben que Hezbollah fue diezmada y no va a venir al rescate.
Pero con Assad nunca se sabe.