Puede suceder, como lo demuestran distintas experiencias históricas, que la voluntad transformadora conviva con políticas erróneas o insuficientes, que en vez de acercarnos nos alejan de los objetivos que se pretende alcanzar. Y es sobre este último punto donde debería concentrarse el debate.
En política, se sabe, quién detenta la iniciativa lleva de por sí una ventaja. Ya no solo quienes la apoyan, sino sus propios críticos reconocen en Cristina Kirchner la capacidad de producir hechos que, como quedó demostrado en distintas circunstancias, provocaron cambios sustantivos en la dinámica de la política nacional, a veces logrando triunfos que llevaban el germen de futuras derrotas.
La dilatada centralidad de CFK a lo largo de los años, aunque haya perdido la fuerza que supo reunir cuando ejercía la Presidencia, sigue basada en buena medida en la inteligencia de intervenir y sorprender con iniciativas que pocos o nadie esperaban. Esa condición, reflejo en parte de una voluntad política que ha demostrado ser capaz de sobreponerse a duras adversidades, incluyendo el intento de asesinato, marca un claro contraste con el promedio de una dirigencia que por sí misma, recluida en espacios de actuación más o menos limitados, se ha mostrado incapaz – por lo menos hasta ahora – de influir de un modo decisivo en el proceso político nacional.
El carácter político aún dominante de Cristina hacia el interior del espacio conformado por el peronismo y sus aliados, desde cierto punto de vista, puede analizarse como la contracara de la cierta intrascendencia de quienes hasta ahora, ya sea por falta de capacidad o voluntad, no alcanzan la talla que se requiere para adquirir el rango de verdaderos dirigentes nacionales. Capaces de discutir de igual a igual, no ya solo las posiciones de poder o la conformación de las listas, sino las cuestiones de fondo que definen la línea política, las propuestas y los programas.
Esta dirigencia, salvo contadas excepciones, actúa adaptándose a los vaivenes de la coyuntura, esperando que los hechos hagan el trabajo que ellos mismos no se animan o no se sienten en condiciones de afrontar, en definitiva, a la espera de que sea el propio devenir de los acontecimientos el que se encargue de conducir sus propios itinerarios políticos.
Salvo cuando suceden hechos excepcionales, que por su propio peso imponen cambios bruscos e irrefrenables, alterando los equilibrios políticos y haciendo tambalear, incluso, a las propias instituciones, como ocurrió con la explosión de la Convertibilidad en 2001, la dirigencia en general, cuando se trata del rumbo de la Argentina, ha mostrado una inagotable capacidad de adaptación para amoldarse a las proyectos más disímiles o antagónicos.
En algunos casos formando parte de las iniciativas que, aun con sus limitaciones, se inscriben en el sentido de orientar los esfuerzos en políticas de signo nacional, apuntalando el crecimiento, la inclusión social y el fortalecimiento del papel del estado. En otros, en calidad de partícipes de programas de gobierno que, como sucedió con Menem y ahora con Milei, se encaminan en una dirección opuesta, debilitando -e incluso desmantelando- el orden económico nacional y el propio estado.
Salvo contadas excepciones, las habilidades del promedio de la dirigencia argentina son el producto de una extendida gimnasia, de una práctica recurrente, adquirida en el ejercicio del “juego corto” del poder, ya sea para avanzar algún casillero en el tablero del ajedrez político, defender sus dominios territoriales (municipales o provinciales), proteger sus intereses sectoriales o de fracción, o participar de alquimias electorales que afiancen sus posiciones. Una práctica que, a fuerza de repetirse, transmitiéndose de unos a otros, ha contribuido a formar la singular “cultura” política que caracteriza a la Argentina.
Ese “juego corto”, que deja un espacio reducido o nulo para la discusión de las ideas, a medida que se extendió como una práctica generalizada se fue desvinculando de las motivaciones de fondo que le otorgan sentido a la política nacional: el actuar en función de la fijación de un horizonte o una estrategia de largo alcance asociada a un proyecto viable, claro y definido para el país. Provoca así un vacío que en ningún caso puede ser reemplazado por la provincialización o municipalización de la política, por más habilidad, capacidad o lucidez que demuestren poseer los dirigentes para gobernar su propio “pago chico”.
Aunque resulte una obviedad, hay que recordar aquello de que, sin un verdadero proyecto nacional, basado en el desarrollo y la inclusión social, está claro que no existe viabilidad ni futuro para ninguna de las partes constitutivas de la nación, mucho menos aún para los sectores populares.
Como venimos señalando desde ¿Y Ahora Qué?, aquella disociación está en la base de la afectación del vínculo que une a la dirigencia con la sociedad, ante el inocultable fracaso que, por mencionar una de sus expresiones paradigmáticas, llevó a más de la mitad de la población a sumergirse en la pobreza. Siendo los niños y los jubilados, como se sabe, los más afectados, con índices que superan el 70%. No es necesario agregar un dato más para probar la dimensión del retroceso sufrido por el país.
Aquella contradicción entre el “juego corto” de la dirigencia, que habita un territorio que fue desconectándose del mundo en el que vive el común de la ciudadanía, con sus penurias y preocupaciones cotidianas, y la ausencia de un proyecto de desarrollo nacional inclusivo de las grandes mayorías, explica la raíz de la corriente de la anti-política que permitió la llegada de Milei a la presidencia.
Simplificando: una dirigencia que, casi de manera autista, “hace su juego”, un país y un pueblo que se sumerge en la pobreza estructural, sin perspectiva de futuro y en condiciones cada día más difíciles de sobrellevar.
Ese modo de actuar por parte de la dirigencia tiene implícito el concebir la política en términos subalternos o degradados, abandonando su insustituible función transformadora, para limitarse a la administración del status quo. Es decir, accionando detrás de los hechos, adaptándose a los dictados del día a día y, en ningún caso, transformando la realidad, que es al fin y al cabo la razón de ser de la actividad política desde el punto vista del interés general.
Hay que señalar que, aún con las críticas que puedan puntualizarse, ése no es el caso de CFK. Esa voluntad que la lleva a intervenir y producir, con aciertos y errores, cambios en la dinámica del proceso político, no puede dejar de ser reconocida como un atributo innegable de su personalidad, lo que en sí mismo la ubica en un lugar distinto.
¿Se trata acaso de un atributo que colma las exigencias que le caben a un dirigente en el contexto de la situación extrema que vive el país? La respuesta es sin duda que no, pero con toda seguridad se trata de una condición imprescindible. Sin voluntad política, sin la decisión de producir rupturas, de enfrentar los intereses que nos condenan a ser cada vez más un país periférico, de sorprender, de intervenir para cambiar el curso de las cosas, la política deviene en la práctica rutinaria de administrar aquello que existe, cuando de lo que se trata es de transformarlo.
Sin embargo, siendo aquel atributo condición necesaria lejos está de ser suficiente. La voluntad transformadora, incluso la valentía de enfrentar relaciones de fuerzas adversas, cuando un dirigente asume la defensa de los intereses del pueblo y de la nación – pagando el precio que hay que pagar por ello, como lo demuestra nuestra propia historia – no garantiza, por sí mismo, que no se cometan errores. Puede suceder, como lo demuestran distintas experiencias históricas, que aquella voluntad transformadora conviva con políticas erróneas o insuficientes, que en vez de acercarnos nos alejan de los objetivos que se pretenden alcanzar.
Y es sobre este último punto donde debería concentrarse el debate. Reflexionar desapasionadamente sobre los aciertos y los errores de las experiencias de los gobiernos de signo nacional, incluyendo al kirchnerismo, justamente para reafirmar aquello que hay que rescatar y, al mismo tiempo, para identificar las causas que impidieron avanzar más allá de lo que se pudo, sin haber podido evitar las derrotas que sobrevinieron.
¿Qué fue lo que imposibilitó transformar el crecimiento y las mejoras sociales que se habían logrado, en un proceso de desarrollo sostenido que rompiera definitivamente el carácter cíclico de la crisis argentina?, ¿Cuál es la razón que explica, en lo político, la pérdida de la condición de mayorías que había podido construirse en la etapa expansiva del ciclo kirchnerista?, ¿Qué llevó a que haya sido una figura como la de Daniel Scioli el que representara como candidato a presidente las banderas del peronismo y el movimiento nacional?, ¿Por qué se tuvo que apelar a una figura como la de Alberto Fernández para evitar la reelección de Macri?
Una discusión seria debería centrarse en los argumentos y no en las personas. Y, en un contexto más amplio, plantearse superar las posturas antitéticas representadas por quienes, por un lado, hacen una defensa cerrada, como si el extenso ciclo kirchnerista formara una unidad uniforme e indisociable, en lo que no cabe admitir otra cosa que la reivindicación en bloque de cada una de sus políticas o decisiones, sin reconocer deficiencias o errores. O los que, ubicados en el polo opuesto, condenan también en bloque los gobiernos de Néstor y Cristina como una etapa negra de la vida nacional que no admite ningún reconocimiento, sino su total defenestración.
Dos posturas que, no solo bloquean el análisis objetivo de lo sucedido, sino que fomentan el tipo de polarización que imposibilita lograr, como solía señalar el propio Kirchner, una “síntesis superadora”.
Hoy, quién ha sido considerada, no sin razón, una líder auto-referencial, proclive a rechazar, por lo menos a nivel público, cualquier crítica o autocrítica que ponga en tela de juicio aspectos de su propia experiencia al frente del gobierno o en relación al modo en que ejerce su propio liderazgo, teñido para muchos de una presunta infalibilidad, es sin embargo la dirigente que toma la iniciativa y convoca al debate, sin poner condiciones y aceptando que no existe letra escrita sobre piedra, que todo puede o debe ser revisado o revaluado.
En ese sentido, una vez más, CFK se ubica en la delantera, propiciando una discusión que si bien debió darse hace mucho tiempo atrás (y que ella misma nunca alentó, por lo menos públicamente), sin embargo, por el hecho de ser tardía no significa, ni mucho menos, que no sea necesaria o mejor dicho imprescindible.
No tiene sentido especular sobre las razones que motivaron la iniciativa de CFK de abrir un amplio debate, junto a su decisión de avanzar sobre la presidencia del PJ nacional en una etapa en que, la propia crisis producida por las políticas de Milei, fuerzan el reacomodamiento de la oposición, abriendo una transición hacia la formación de nuevos encuadramientos y, quizás, nuevos liderazgos.
Cualquiera sea la razón, más allá del motivo que decidió a CFK a dar ese paso, lo esencial es el hecho de haberlo dado. Esto en sí mismo tiene un importantísimo valor político. Quienes critican esa iniciativa apelando a descalificaciones personales o señalando objetivos subalternos, lo que hacen es demostrar su incapacidad para afrontar el principal desafío que tiene por delante el peronismo y el movimiento nacional: abrir la discusión y reconstruirse a partir de un programa, de un proyecto de país, capaz de sacar a la Argentina de la crisis y proyectarla hacia el futuro. Todo lo demás está en el orden de lo insustancial, cuando en el país está en marcha, en manos del fundamentalismo libertario y de quienes lo apoyan, el plan de desarticulación nacional más agresivo del que se tenga memoria.
Aunque se niegue a reconocerlo, CFK ha producido, en lo político, un giro en sus posiciones, propiciando la apertura de una discusión ante la cual nadie debería autoexcluirse, sino más bien, recoger el guante, y sumergirse intensamente en un debate constructivo, crítico y autocrítico, que tendría que servir para nutrir la vida política del peronismo y refundar, como se señalaba, las bases del programa que sirva para convocar la reconstrucción del movimiento nacional y del país.
En este sentido, no hay excusas para rehuir responsabilidades. La dirigencia que en sus distintas expresiones integra el campo nacional – y no solo en el ámbito del justicialismo – deberá aceptar el convite y demostrar estar a la altura de semejante desafío. Los hechos dirán si esto es así.
Primero la elección por el PJ después con ella o cualquier otro u otra la unidad. La unidad no es previo al proceso de la elección. ES POSTERIOR
Es discutible. La unidad sólo se puede realizar en la acción, entonces es imprescindible un proyecto común entre los sectores y clases sociales. Y ese proyecto es el que se pone en juego antes de la elección. Me parece
Primero el proyecto nacional y popular, luego la discusión acerca de quién mejor lo representa. La inversión de esas prioridades, puede obstruir caminos hoy transitables.