El Estado nunca desregula

El Estado cambia una regulación por otra. La producción moderna no puede hacerse sin un Estado que asegure, mientras vigila la buena distribución del ingreso, una demanda efectiva que oscila entre límites muy estrechos.

Por paradójico que pueda parecer, el repaso de los datos sobre el crecimiento económico en el más que singular discurso dado por el Presidente en Davos el 17 de enero último confirma la necesidad de la planificación estatal. Ello es así aunque la voluntad y el análisis hecho por el primer mandatario vayan en sentido contrario. 

Al revisar los detalles de esa alocución saltan las contradicciones en que incurrió. Javier Milei describió el explosivo crecimiento que tuvo la humanidad desde los albores del siglo XIX hasta nuestros días. Quiso probar que “el capitalismo de libre empresa no solo es el único sistema posible para terminar con la pobreza del mundo, sino que es el único sistema moralmente deseable para lograrlo”. Y dijo que “para entender qué venimos a defender, es importante definir de qué hablamos nosotros cuando hablamos de libertarismo. Para definirlo retomo las palabras del máximo prócer de la libertad de nuestro país, Alberto Benegas Lynch (h)”. Así fue que dijo: “las instituciones fundamentales son la propiedad privada, los mercados libres de intervención estatal, la libre competencia, la división del trabajo y la cooperación social”.

El Presidente alertó que el Paraíso conseguido puede perderse puesto que “Occidente está en peligro”. Ese riesgo sobrevendría porque “frente a la demostración teórica de que la intervención del Estado es perjudicial, y la evidencia empírica de que fracasó -porque no podía ser de otra manera- la solución que propondrán los colectivistas no es mayor libertad sino que es mayor regulación, generando una espiral descendiente de regulaciones hasta que todos seamos más pobres, y la vida de todos nosotros dependa de un burócrata sentado en una oficina de lujo”. 

Al terminar de leer su escrito, dirigiéndose directamente a los presentes los convocó de esta manera: “No cedan al avance del Estado. El Estado no es la solución, el Estado es el problema mismo”.

El tamaño importa

En 1870 el gasto público como porcentaje del PIB era del 8,3%. De acuerdo a lo que se infiere de lo sostenido en el discurso del primer mandatario en Davos (que no contiene datos sobre el peso en el producto de la evolución histórica del gasto público), el crecimiento explosivo desde entonces hasta nuestros días ocurrió gracias a que ese porcentaje de gasto público fue bien para abajo. El siguiente cuadro recolecta los datos dados por el Presidente en el discurso de Davos y lo contrasta con lo que sucedió con el gasto público.


Los datos confirman –suprema ironía para los fervores libertarios lanzados en los valles suizos- lo contrario a lo que dijo el Presidente. Se ufanó de que “la evidencia empírica es incuestionable”, aunque como se ve, lo es en sentido contrario a sus sentimientos.

Lo que verdaderamente muestran los datos es que los gastos públicos cercanos al 50% del producto bruto de 8 países que explican algo más del 70% del producto bruto mundial (y que por lo tanto son el núcleo de la cultura occidental) implican que los principales problemas políticos resultan ser la incidencia de los impuestos y la asignación de las partidas presupuestarias. 

El Presidente en el discurso de Davos no se privó de mencionar que “cuando adoptamos el modelo de la libertad, allá por el año 1860, en 35 años nos convertimos en la primera potencia mundial. Mientras que cuando abrazamos el colectivismo, a lo largo de los últimos cien años, vimos como nuestros ciudadanos comenzaron a empobrecerse sistemáticamente hasta caer al puesto número 140 del mundo”. Exagera lo primero y lo segundo. En verdad, andábamos por el quinto lugar y caímos hasta el 30 actual. No por casualidad formamos parte del G20. 

El Presidente es uno de los grandes cultores de la tesis ampliamente propagada que atribuye el origen de las crisis padecidas por la Argentina al tamaño del gasto público. Una tesis hecha carne y eje de su DNU 70. Para empezar, es al menos inconsistente a la vista de la comparación internacional. Y para continuar, lo interesante del caso es que la Argentina siempre tuvo un Estado entre pequeño y muy pequeño durante el transcurso de las cuatro últimas décadas en que operó el importante aumento del sector público en los países industriales.

Distracciones, costos y precios

Hacerse bien el distraído con esta evolución creciente del Estado hasta volverlo el sector más prominente de la economía –y si cuadra, negarla-, posibilita alimentar el mito de que en “los países serios” su intervención sería mínima. No lo es. La ideología (falsa consciencia) del gobierno le está jugando una tan mala pasada a la sociedad civil que los costos políticos que se vislumbran son de una magnitud considerable.

Es muy curioso cómo se da por cierto que el Estado pueda desregular. El Estado puede cambiar una regulación por otra, como pretende el DNU 70 o el engendro de la llamada ley ómnibus. Lo que no puede por naturaleza es desregular. La confusión a la que lleva el concepto no es inocente. Habría un Infierno de regulación estatal y un Paraíso de libre mercado. ¿Y del problema político que suscita una u otra regulación? ¿De cómo queda el reparto del excedente de una regulación a otra, entre las clases que concurren a generar el PIB? Bien, gracias.

Pero eso mucho no le importa al gobierno. En realidad, nada. El gobierno cree que el Producto Interno Bruto (el PIB) crece por el lado de la oferta, como se dice en la jerga. Como en este caso oferta es sinónimo de producción, en criollo significa que las empresas van a producir más cuanto menos costos y dificultades regulatorias enfrenten, sin tener en cuenta la demanda, que eventualmente sería creada por esa producción. La ensoñación es tal que suponen que un empresario imagina un precio para el bien que quiere producir y paga los costos en función de ese precio.

Es como si Steve Jobs hubiera imaginado el precio para sus artefactos -simbolizados por la manzana envenenada mordida por el malogrado matemático inglés Alan Turing- y le fijó el preció mundial al mercado del cobre o al de cables, para citar un par de los innúmero proveedores de insumos de la afamada marca global. Como si en el medio de ese proceso imaginativo lo hubiera agarrado el shock del petróleo y no hubiera afectado el precio de los polímeros que necesitaba, si lo conjeturó inamovible. Tal el dislate de esta concepción muy del gobierno actual. 

Lo cierto es lo contrario. Los costos preexistentes determinan los precios. Jobs fue ajustando el precio del bien final conforme los costos que fue encontrando. Se puso de acuerdo con los mineros chilenos y los fabricantes de cables a través del precio mundial fijado por los costos. Y también con los trabajadores norteamericanos, cuyos salarios fueron fijados, como son establecidos en todos los países, por las fuerzas más profundas y estructurales que actúan en la lucha política por el reparto del excedente o valor agregado. 

Esas mismas fuerzas profundas y estructurales son las que hicieron crecer históricamente el tamaño del Estado. La producción moderna no puede hacerse sin un Estado que asegure una demanda efectiva que no se salga de mambo entre los límites de un rango muy acotado, vigilando la buena distribución del ingreso, cuando cumple con sus metas. Cómo será la realidad, que objetivamente el primer mandatario se vio obligado a prescindir de los datos para intentar que la fantasía reaccionaria ataviara su desnudez con el ropaje de la incuestionable evidencia empírica. Está visto que aunque los gorilas se vistan de seda, gorilas quedan.

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