El mito del déficit fiscal

La emisión monetaria no solamente no es pecaminosa. Es inevitable. Y la inflación la precede. El gobierno puede decidir cuánto gasta, y en función de eso y sus fuentes de financiamiento disponibles, si necesita emitir dinero o no. Pero jamás podrá evitar la creación de dinero, ni debe proponérselo. La cuestión del gasto público es primordial, porque es el medio por el cual el Estado nacional adquiere existencia tangible e incide en el desenvolvimiento de la economía.

El discurso que Javier Milei pronunció el domingo 15 de septiembre para presentar el Presupuesto Nacional de 2025 está signado por la insistencia en la reversión del déficit fiscal, al que caracteriza como “el más radicalmente distinto de nuestra historia”. 

El argumento por el cual se le da tanta importancia a este fin tiene menos originalidad que la que le atribuye al proyecto. Dice que los gobiernos gastan compulsivamente porque no comprenden la restricción presupuestaria, y producen un déficit que financian recurriendo al endeudamiento. La deuda se vuelve impagable a falta de ajustes posteriores, y finalmente incurren en defaults, con el costo reputacional que provoca la fuga de capitales. 

En el discurso remarcó Milei que, por este comportamiento “Argentina, producto de ser el mayor defaulteador serial del mundo, no tiene acceso al crédito (…) lo que inhabilita cualquier tipo de endeudamiento, aun si fuera deseable, cuando en realidad nunca lo es. Y cuando esa alternativa se agota, el déficit se paga imprimiendo pesos, que es robarle a todos los argentinos mediante el señoreaje”. 

Para el Presidente, la compulsión despilfarradora de los políticos argentinos se justifica con “buenas intenciones y marcos teóricos rimbombantes”. Especialmente, “la justicia social”, que “implica sacarles a unos para darles a otros, basada en un principio inconsistente que dice que donde hay una necesidad nace un derecho”. Algo falso, “porque las necesidades son infinitas y los recursos son finitos”. Se incurre en tan deletéreo comportamiento “para anotarse un par de puntitos políticos con algún discurso bien pensante en el camino”.

Detenerse a indagar en el significado del discurso, a pesar de lo histriónicas o estridentes que parezcan sus frases, es bastante útil desde el punto de vista del análisis de la política económica. A fin de cuentas, el Presidente no hace más que repetir una idea recurrente en el imaginario de la política argentina, que es que las crisis económicas se originan en el desconocimiento de las restricciones, priorizando beneficios políticos de corto plazo. Milei no es el único que lo piensa. En todo caso es quién lo dice sin inhibiciones ni matices, reduciendo un concepto vulgar a su expresión más pueril.

De ahí lo cómico de su insistencia en la novedad del pensamiento. Sugerir que Jorge Rafael Videla, José Alfredo Martínez de Hoz, Carlos Menem, Domingo Cavallo o Fernando de la Rúa tenían una inclinación por el “marco teórico rimbombante” de la “justicia social” para anotarse “un par de puntitos políticos” parece poco serio. Y la mención no es casual, porque son algunos de los principales implicados en las crisis que Milei usó de ejemplo en su discurso para ilustrar las consecuencias nocivas del déficit fiscal. Lo mismo se podría decir de Mauricio Macri y sus ministros, quienes estuvieron involucrados en la última gran crisis cambiaria de la historia argentina. Incluso de Raúl Alfonsín, Alberto Fernández y los funcionarios que los acompañaron en sus respectivos gobiernos, bastante remisos en lo que a expandir el gasto público se refiere a pesar de su extracción progresista.

Por el contrario, sin entrar en detalles sobre varios episodios que pesan en la memoria colectiva por lo dolorosos, se podría remarcar que a partir del cambio que provocó la dictadura de 1976 y los inicios de la democracia, una parte lo suficientemente sustancial de la política argentina fue propensa a obrar en contra de las mayorías en situaciones críticas, acompañando disminuciones del gasto público.

Se vislumbra entonces un problema en el que vale la pena reparar. Si fue habitual que hasta ahora por ser refractarios a la igualdad o a los medios que la hicieran posible los dirigentes políticos terminen provocando crisis o ahondando las existentes, la revisión del pensamiento sobre la política macroeconómica debe emprenderse en aras de transformarlo. Y la cuestión del gasto público es primordial, porque es el medio por el cual el Estado nacional adquiere existencia tangible e incide en el desenvolvimiento de la economía.

No existen límites económicos para el gasto

Para empezar, debe responderse para qué gasta el Estado. En términos de sus funciones, el Estado tiende a asumir el costo de la fundación o consolidación de una economía nacional, en la forma de gastos de funcionamiento básicos de infraestructura, seguridad y administración. Por ser el sostén de las relaciones sociales de producción, esencialmente jurídicas y centralizadas por su carácter coercitivo, el Estado es inescindible del capitalismo. Sostener que la presencia del Estado atenta contra la libertad de los productores y los individuos que conlleva el capitalismo es incongruente, porque la existencia del capitalismo consiste en leyes cuya función es coartar esa libertad. Y no está mal. Hace varios siglos que la filosofía política llegó a la conclusión de que la vida social debe organizarse para que los seres humanos prosperen.

Las sutilezas comienzan cuando se discuten funciones del gasto que no responden a la existencia de un sistema de relaciones sociales de producción, sino a prestaciones que se consideran ineludibles para el sostén de cierta calidad de vida. Por ejemplo, la provisión pública y actividades culturales o de esparcimiento, los subsidios económicos, el sistema de jubilaciones y pensiones o el apoyo mediante transferencias para la población en condiciones de vulnerabilidad. O bien, formas de intervención ante situaciones económicas de crisis en las cuales el Estado absorbe de varias maneras una parte de las pérdidas del sector privado. Por su carácter contingente y su potencial transformador, son las que más se resisten

El único límite que existe para esos gastos no es el de una ley económica, sino el de las relaciones sociales de producción mismas. Que se edifican, como lo indica el término, sobre la base de la producción. Por una razón ya no económica sino física, que bien puede entrar en contradicción con el funcionamiento de la economía, ninguna sociedad es viable si tiende a consumir más de lo que produce. Una vez que esto está dado, el Estado gasta dentro de los límites de la economía capitalista, que son cualitativos antes que cuantitativos.

Aquí se dirime lo esencial. Sería imposible a la larga que las jubilaciones o las pensiones que alcanzan a personas desocupadas excedan a los salarios normales, porque son ingresos que toman como referencia el salario que se percibe por actividades productivas. Y en el caso de las segundas, entrarían en competencia con los ingresos que se obtienen en éstas. Pero eso parte de la base de que la forma de administración de la producción y la distribución del ingreso consecuente ya están dadas. Mientras no las transgreda, no hay otro límite operativo al gasto del Estado que la voluntad política.

Los límites cuantitativos operan sobre la actividad económica, en la que incide el gasto del Estado, por la imposibilidad de afrontar las importaciones que requiere el funcionamiento del a estructura productiva una vez que se excede cierto nivel. Pero incluso en esos casos, el Estado puede optar por superar esos límites recurriendo al endeudamiento externo. 

Fue un mecanismo muy común que utilizaron los países para desarrollarse entre los siglos XVI y XIX. Para mediados del siglo XIX, Estados Unidos, que fue un gran tomador de deuda proveniente de Holanda e Inglaterra, tenía un nivel de endeudamiento en relación a su economía superior al que alcanzaron Brasil y México en la crisis de 1980, cuando con Argentina eran los tres países más endeudados del mundo. Y ya no se trataba de financiar el gasto público sino la expansión de la economía, pero de eso forma parte el comportamiento del Estado cuando gasta, no cuando contrae el gasto. Es falso que el endeudamiento sea intrínsecamente peligroso. Lo es cuando se lo utiliza para sostener una debacle auto-inducida como las que provocaron los gobiernos argentinos “liberales” por sus malas políticas económicas, que incluían la austeridad fiscal.

La endogeneidad del dinero

La “obsesión” con el gasto público se suele asociar con la intención de evitar los peligros de la emisión monetaria. Notablemente, la intención de controlar la masa de dinero en circulación no comenzó en la historia económica reciente por los gastos del gobierno, sino por la creación de dinero que era propia de la actividad bancaria al emitir créditos. En general, se intentaba que mediante algún tipo de ley de convertibilidad con el oro se respetasen los límites de la base monetaria, y de esa forma se aplacasen las fluctuaciones de precios y la volatilidad macroeconómica, con una connotación más supersticiosa que concreta. Fue una fantasía que perduró desde inicios del siglo XIX hasta la década de 1970, cuando se disolvió definitivamente en favor de la adopción del dólar como moneda internacional de referencia, debido a que las dificultades prácticas de la convertibilidad la volvían insostenible cada vez que se la establecía.

Adquirió mayor envergadura en Inglaterra durante la primera mitad del Siglo XIX. En respuesta a controversias que se produjeron en torno a la regulación bancaria, el economista Thomas Tooke, que investigó la historia de los precios, publicó en 1844 un ensayo breve titulado An Enquiry into the Currency Principle en el que constataba que este tipo de leyes eran inútiles, porque los bancos solamente podían emitir créditos ante solicitudes de productores que normalmente los utilizaban para responder a incrementos de precios precedentes, o a contingencias propias de su actividad. Concluía que el incremento en la cantidad de la masa monetaria es “efecto, y no causa, de la demanda”.

El carácter endógeno del dinero, en relación al nivel de actividad y los precios, es algo aceptado por la economía convencional. En 2014 el Banco de Inglaterra publicó un trabajo elaborado por tres economistas en el que se explica que la mayor parte de los depósitos bancarios se crean a partir de los préstamos comerciales. La creación de dinero es parte de la actividad macroeconómica, que incluye variaciones en los precios motivadas por incrementos pre-existentes de costos.

Ese principio no se suele aplicar de la misma manera al gasto público. Tooke, por caso, creía que, al emitirse dinero por parte del Estado, como se crea un ingreso ex nihilo que no responde a una operación anterior, se produce una presión inflacionaria. Pero la inferencia es incorrecta, porque la mayor demanda, en condiciones normales, representa un aliciente a la producción. Incluso si se encuentra con cuellos de botella que transitoriamente resultan inflacionarios, porque incentiva a superarlos mediante la expansión de la capacidad productiva.

Como conclusión, debe comprenderse que la emisión monetaria no solamente no es pecaminosa. Es inevitable. Y la inflación la precede. El gobierno puede decidir cuánto gasta, y en función de eso y sus fuentes de financiamiento disponibles, si necesita emitir dinero o no. Pero jamás podrá evitar la creación de dinero, ni debe proponérselo. El signo del resultado fiscal, superavitario o deficitario, debería subordinarse a la planificación macroeconómica, y a lo que rara vez se suele admitir, que es la realización de objetivos de gasto fundados en necesidades sociales. Proceder por la inversa, poniendo estos gastos en función de limitar o eliminar la creación de dinero para financiar el gasto público es una necedad inconducente. 

La ilusión del presupuesto sin conflictos

Con esa perspectiva deberían abordarse los debates sobre el gasto público en Argentina, siendo el más reciente el de la confección del presupuesto para 2025. Las proyecciones macroeconómicas, que de acuerdo a la introducción del mensaje de presentación del proyecto del presupuesto son la fuente del cálculo de los ingresos disponibles para la planificación del gasto público, contemplan un crecimiento del PIB del 5% en 2025 y 2026, que se eleva al 5,5% en 2027.

No hay explicación realista sobre la recuperación proyectada. Y debe tenerse en cuenta que la variación anual proyectada del Índice de Precios al Consumidor (el IPC) prevé un descenso al 18,3% en 2025, partiendo de que en 2024 se finalice con el 104,4%, a pesar de que hasta agosto de este año haya alcanzado un avance del 236,7% frente al mismo mes del año anterior y del 94,8% en relación a diciembre. Eso significaría que la relación entre precios, ingresos, y tipo de cambio quede prácticamente congelada en su estado actual, lo que es contrario a una recuperación tan vigorosa, porque conlleva una consolidación del empobrecimiento vivido este año.

Partiendo de esa recuperación, en el apartado sobre Perspectivas para 2025, se sostiene que se espera una disminución del déficit fiscal consolidado, con un sustantivo incremento de los ingresos que al mismo tiempo permita financiar una expansión de los gastos del 5,8% en términos reales. Son perspectivas ilusorias. Sobre la base de una tasa de crecimiento de la economía esperada muy poco realista, se enmascaran las contradicciones y limitaciones de un gobierno que no es capaz de revertir la grave recesión que produjo y se elude la resolución de los conflictos políticos que entrañan las ideas por las que se orienta.

Por esta razón, el presupuesto en sí mismo carece de valor, tratándose de un anuncio de intenciones sesgado. El problema subyacente consiste en la conducta que se adopta frente al gasto público, de la cual el presupuesto es una parte, cuya relevancia se mide en función de su realismo. 

Más importantes son los hechos y las ideas que se expresan sobre los mismos. Milei dio cuenta de su voluntad de continuar arrastrando a la población a una aceleración de la crisis por rehusarse a modificar las políticas que la condujeron a su estado actual, aferrándose a la ilusión de que de esa forma se alcanzará una mejora de la macroeconomía, fundada en los mitos sobre el déficit fiscal. 

Es urgente que se comience a debatir sobre ese mito, en vez de aceptarlo para adaptarse a la opinión dominante y caer en la discusión estéril sobre cómo llegar al equilibrio. Los sectores que pretenden superar la crisis que atraviesa a la política argentina deberían advertirlo, y reconocer que en el gasto público tienen una herramienta potente para llevar adelante la tan necesaria recuperación de los ingresos de la población.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *