Ahora tenemos a Javier Milei, que desde la simbología (el león), el eslogan (la libertad avanza), las formas (encare e insulto), el posicionamiento (derecha internacional), el estilo (rebeldía adolescente) y la estética (gesto adusto), simula ser un hombre fuerte que viene a crear buenos tiempos para los argentinos.
Durante el inicio de la pandemia se viralizó una frase envuelta en un meme que sintetiza en pocas palabras las razones del auge de las extremas derechas a nivel mundial: “Los tiempos difíciles crean hombres fuertes, los hombres fuertes crean buenos tiempos, los buenos tiempos crean hombres débiles, y los hombres débiles crean tiempos difíciles”. Es un extracto del libro postapocalíptico “Los que quedan”, del exmilitar estadounidense G. Michael Hopf, publicado en diciembre de 2016, a semanas de la asunción de Donald Trump.
Esta simplificación del mundo y de sus ciclos históricos armonizó con las emociones que se vivían en ese momento. Pasadas apenas unas semanas de iniciada la cuarentena, la gente dejó de aplaudir desde los balcones a los recolectores de residuos, se agotaron las opciones de Netflix, el pan de masa madre pasó de moda y las vacunas ni siquiera arrancaban a producirse: sólo quedaba el desconcierto del trabajador irregular, la asfixia de los jóvenes por no poder salir-estudiar-socializar aun siendo sanos y corriendo menores riesgos, la angustia de los familiares que no pudieron despedir a sus seres queridos, y una economía que colapsaba por todos lados. No se entendían excusas ni argumentos. El que rompía las reglas era comparado con un criminal. Hasta que quien rompió las reglas fue el propio Alberto Fernández, responsabilizando a su “querida Fabiola”.
La campaña electoral norteamericana llegaba a la recta final con Joe Biden empatizando con los sectores más vulnerables de la sociedad a través de los medios mainstream, y Donald Trump arengando rebeliones nacionalistas vía redes sociales. Los jóvenes de todas partes del mundo recibieron las esquirlas de esas batallas: mientras el integracionismo, encarnado por los demócratas, trataba de reformar las tradiciones y el lenguaje, los republicanos conservadores apelaban al éxito personal y a la libertad económica como sus estandartes principales. Eran los tiempos del auge del feminismo, del lenguaje inclusivo, la deconstrucción y el Black Live Matters. Entonces, dicho llanamente, por un lado quedaron los demócratas que apuntaban a las feministas, los afroamericanos, los inmigrantes y los globalistas, y por otro lado quedaron los republicanos, con los trabajadores rurales, las industrias nacionales, los casos de éxito financiero, los gurúes de las criptomonedas, el machismo fitness y los supremacistas raciales.
Los argentinos sub-40 fueron expuestos a una maquinaria propagandística sin precedentes. Obligados a estar pegados a la pantalla de la computadora, el celular o la televisión durante 18 meses, cedieron indefectiblemente ante el bombardeo cultural y empezaron a asimilar como propias las causas foráneas. Los creadores de contenidos de raíz conservadora vieron incrementar sus seguidores por millones: Agustín Laje, Emanuel Danann, Nicolás Márquez, por mencionar sólo algunos, aprovecharon las contradicciones del campo nacional para presentar un diagnóstico tradicionalista de la realidad, que a simple vista suena muy lógico para cualquier desideologizado, y así ganar el centro del “sentido común”. A partir de ahí, todo aquello que se desviaba de ese centro era “absurdo”, “ignorante” o “interesado”.
En paralelo, y a falta de resultados políticos y económicos, Alberto Fernández se refugió en la ideología de género para tratar de marcar la agenda de noticias: ley de aborto, ley de igualdad, ministerio de la mujer, cupos laborales, documentos binarios, jubilaciones trans y demás etcéteras. Pero nunca se esforzó en lucir como un hombre deconstruido, sino que se notaba a simple vista que usaba esas banderas para adornar las paredes desnudas de su cosmovisión política. Trató de usufructuar la tendencia, pero llegó a destiempo y mal parado.
Alberto sobreactuó fortaleza en sus primeros meses, cuando usaba el dedito como batuta de sus cadenas nacionales. Una vez que le identificaron y criticaron el gesto, el dedito no se movió más. Lo mismo con Vicentín, con las Leliqs, el FMI, y tantos otros temas: sobreactuó en el discurso, haraganeó en la acción. La conclusión parece ser bastante lineal: mientras Alberto hizo valer su autoridad, su imagen subía; cuando quedó claro que no la tenía, su gobierno se desmoronó.
Alberto se expuso como un hombre débil por contraposición a su compañera de fórmula, que no dudaba en expresarle sus divergencias. Pero tuvo también sus propios méritos: culpó a su mujer por sus propios errores, insistió en presentarse como una víctima de las circunstancias, de otros poderes mayores, reconociendo el teorema de Magnetto, el que decía que la Presidencia de la Nación era un “puesto menor”. Alberto generó tiempos difíciles, con mayor pobreza, inflación, devaluación, caída del salario real, entre otras penurias.
Desde el punto de vista de los jóvenes consumidores de redes sociales, fue el segundo presidente débil de manera consecutiva. Mauricio Macri reconoció que su gobierno había fracasado por “gradualista”, por no animarse a aplicar un “shock” y hacer las cosas más rápido. Macri también solía victimizarse, y frecuentemente cedía ante conflictos que amenazaban con escalar. Macri también procrastinaba, delegaba, se desentendía. Los tiempos difíciles no tardaron en llegar.
Y ahora tenemos a Javier Milei, que desde la simbología (el león), el eslogan (la libertad avanza), las formas (encare e insulto), el posicionamiento (derecha internacional), el estilo (rebeldía adolescente) y la estética (gesto adusto), simula ser un hombre fuerte que viene a crear buenos tiempos para los argentinos. En sus primeros meses, insultó a todos los poderes prestablecidos: el peronismo, el radicalismo, a parte del PRO, a la Corte Suprema, los gobernadores, los medios de comunicación, los sindicatos, las universidades y a toda institución a la que le quepa el sayo de “casta”.
Del otro lado de los insultos, del lado de los insultados, no se vio mucha reacción. Quizás por miedo, quizás por cálculo político, pero los dirigentes nacionales brillan por su ausencia. Cristina escribe alguna carta o sube algún video a TikTok, Massa consiguió laburo en un fondo buitre norteamericano, Alberto se autoexilió en Madrid, aunque vale reconocer que es el único que, aunque sea por redes sociales, la está peleando. Los líderes sindicales dudan del timing, los radicales progresistas se relamen mientras le cooptan votos al peronismo, los radicales conservadores negocian cargos, la Justicia hace la plancha. Nadie parece estar poniéndole el cuerpo a la batalla, porque no saben cómo combatirla, ni dónde, ni cuándo.
Por esto mismo hoy crecen en audiencia figuras como Axel Kicillof, Guillermo Moreno, Juan Grabois, Ignacio Torres, Santiago Cúneo, Leandro Santoro, Martín Lousteau, Emiliano Yacobitti y algunos pocos más: todos son hombres que se le plantan al supuesto hombre fuerte sin mediar consecuencias, pero sin una estrategia en común ni vínculos entre sí, más allá de alguno circunstancial. Y ahí es donde Milei se hace fuerte, en la falta de oponentes, en el campo de batalla vacío.
Hay muchas probabilidades de que Milei y Santiago Caputo estén explotando este nuevo sentido común basado en “hombres fuertes y buenos tiempos”. Pero en el mismo libro de G. Michael Hopf hay un párrafo que quizás estén interpretando al revés: “No venceremos a nuestros enemigos dándoles medios para que extiendan la propaganda con la que esperan acabar con nosotros. Sólo se puede tener libertad cuando los otros la quieren para ti. Cuando los otros usan la libertad con la esperanza de destruirla cuando estén en el poder, es hora de acabar con ellos”.