Importaciones: otra vez sopa (o silla)

En el sistema capitalista la reabsorción del desempleo no puede ocurrir si no media una balanza comercial superavitaria, es decir, sin proteccionismo comercial. El oficialismo libertario y sus partidarios están celebrando que se va imponiendo la apertura importadora. También celebran que las nuevas inversiones y las ya en marcha en minería y en shale van a aumentar marcadamente el valor de las exportaciones argentinas. A continuación, las razones de por qué la apertura importadora nos lleva un país pobre y esas inversiones a convertirnos en un enclave.

Las inversiones externas son imprescindibles siempre y cuando exista una lógica política que articule un mercado interno en expansión. Objetivamente esto es una pesadilla para los libertarios. Los gorilas son así de irracionales. 

A través de la informalidad de las redes se diseminó la recordada publicidad de la dictadura genocida de 1976 en la que se abogaba a favor de la apertura con el ejemplo de una silla de industria nacional de mala calidad. Según el spot televisivo de entonces, esa silla de mala calidad la generaba la zona de confort que les da la protección a los fabricantes nacionales. Levantar la protección implica que se importe de donde se quiera obligando a mantener siempre mejorada la calidad para conservar el mercado, favoreciendo así al consumidor.

El desempleo que trae como consecuencia desproteger la economía nacional, el ayuno de inversión y la malaria, tal como lo testimonian las aperturas importadoras de dictadura, de los ’80, de los ’90 y la reciente de Macri, no mella la fe libertaria en la apertura, ni tampoco en sus argumentos que son pura ideología y nada de realidad.

En efecto, porque la realidad es que los países no se protegen porque a sus dirigentes por obtusos y venales (la malévola “casta”) no les gusta ni les conviene jugar a la ventaja comparativa. El presente como historia deja fuera de combate a los argumentos aperturistas. Durante los siglos XVII y XVIII los mercantilistas repiten bajo todos los tonos con constancia y cinismo, que es necesario vender más de lo que se compra: exportar más e importar menos de lo que se exporta. Esa es la esencia del proteccionismo. La realidad es que los responsables actuales de la política económica y los estados capitalistas siempre han buscado una balanza comercial superavitaria. 

La fantasía de los economistas clásicos y neoclásicos consideró a este comportamiento proteccionista poco menos que un disparate. Una cosa es cierta. En la vida siempre es mejor recibir más bienes de los que se dan a cambio. El proteccionismo anula ese comportamiento porque -al revés- lleva a dar más bienes por menos bienes. Ese mundo del revés, ese mundo antinatural es el del capitalismo realmente existente donde conviene más dar sin recibir que recibir sin dar. 

Los autores marxistas no le han dado una gran importancia a este hecho. Lenin, en su polémica con los populistas, toma posiciones francamente clásicas sobre este problema. Este fervor por vender es, en efecto, paradójico. En todo sistema, diferente al modo producción capitalista, es naturalmente ventajoso importar sin exportar, comprar sin vender, porque esto permite cosechar allí donde uno no ha sembrado, diría Adam Smith.

Razones del proteccionismo

En el sistema capitalista, el empleo y la reabsorción del desempleo -que, según el economista greco-francés Arghiri Emmanuel, alcanzaba proporciones enormes mucho antes del S XIX-, no pueden ocurrir si no media una balanza comercial superavitaria.  No pueden ocurrir sin proteccionismo. Esto conduce naturalmente a la tesis central que desplegó Emmanuel en el ensayo publicado hace unas décadas titulado: “La ganancia y la crisis”, que fundamenta por qué el proteccionismo es necesario para el desarrollo capitalista y no un error grosero, por la falta de lectura –o, si la hubo, de comprensión- de los beneméritos principios del libre cambio, tal como son plasmados en los manuales al uso de economía neoclásica.

En “La ganancia y la crisis”, Emmanuel centralmente hace eje en una hipótesis sencilla pero clave. Todas las teorías, sean estas neoclásicas, keynesianas o marxistas, han aceptado totalmente o en parte la ley de Jean Baptiste Say y en todo caso su postulado fundamental. Éste dice que la producción (P) crea ipso facto un volumen de ingresos (Y) correspondiente a su valor. Entonces tenemos que: 

(1) (P): Producción = (Y): Ingresos; o P = Y 

Desde Malthus hasta Keynes pasando por Rosa Luxemburgo –y tutti quanti-, lo que fue puesto en duda, es únicamente el primer corolario de este postulado, el que dice que la demanda global (D) es igual al ingreso (Y).

(2) (D) Demanda global = (Y): Ingresos; o D = Y

Si D ≠ Y entonces se sigue P ≠ D, ambas desigualdades están fundadas en la tendencia al atesoramiento. Sobre esa base, todas las explicaciones son parciales e incoherentes porque son impotentes para explicar un déficit durable de la demanda en tanto que la igualdad no es puesta en duda. Para Emmanuel, la desigualdad de la producción y del ingreso es fundamental. Tal desigualdad hace a la naturaleza del sistema capitalista que crea normalmente una producción cuyo valor es superior a los ingresos distribuidos. La producción no puede realizarse o venderse más que por la anticipación misma de su realización o venta, es decir recurriendo a un poder de compra ficticio introducido por el crédito.

Esta tendencia a la no plena utilización de los recursos de una economía puede ser sobrellevada por numerosos artificios, pero no puede ser abolida porque es el fundamento de la inestabilidad congénita del sistema capitalista. Uno de esos artificios es el proteccionismo. 

Si se admitiera la igualdad de la producción y el ingreso, el proteccionismo sería inexplicable. Los liberales en general (y los librecambistas en particular) tendrían razón: es una muy mala idea. Y eso porque las maniobras proteccionistas nos llevan hacia un innecesario desequilibrio: 

P – E (excedente de exportación) sería inferior a Y. 

Pero como el producto bruto siempre es mayor el ingreso bruto que genera, lo que las autoridades económicas de los diferentes países -más o menos conscientemente de sus responsabilidades- estuvieron buscando es un estado satisfactorio de equilibrio obtenido a través de alguna cosa como: 

(3) P – E = Y

¿Es una macana defender el proteccionismo? Sí, claro, desde el momento que hay que dar más por menos. ¿Es posible no ser proteccionista? No, justamente porque genera desempleo y hace imposible reabsorberlo. El argumento neoclásico de que los que quedan desempleados en un sector pueden ser reabsorbidos en otros sectores, no se verifica en la práctica porque no todos los sectores tienen la misma capacidad de absorción del desempleo. Lo ridículo del razonamiento neoclásico -en lo que hace a la reabsorción del desempleo- es que están suponiendo que una economía fabrica dos bienes nada más: el que importa y el que exporta. Como la apertura aumenta lo que se exporta esto –suponen, lo que es una fantasía- absorbe la gente que queda desempleada porque ahora se importa.

Una de espías

Una cuestión lateral que no apareció en el debate que generó el alardeo aperturista libertario es que, además de la convicción librecambista de los liberales de José Alfredo Martínez de Hoz, la dictadura tuvo necesidad política –aunque lo hicieron con cierto gusto- de instrumentar la apertura.

Hace unos años los economistas Daniel Berger, William Easterly, Nathan Nunn, Shanker Satyanath publicaron en el NBER (National Bureau of Economic Research), el organismo oficial de estadística de los Estados Unidos (el INDEC norteamericano, por así decirlo), una investigación titulada “¿Imperialismo Comercial? Influencia Política y Comercio durante la Guerra Fría”. Los muy neoclásicos Berger y compañía con documentos de la CIA (Central Intelligence Agency) de relativa reciente desclasificación, articularon el paper. En esa base documental encuentran los datos que prueban la relación causal entre el intervencionismo de la CIA en países con regímenes autocráticos/autoritarios y el consecuente aumento de las importaciones desde los Estados Unidos. 

Los autores afirman que, a lo largo de la Guerra Fría, los sucesivos gobiernos de los Estados Unidos utilizaron el aparato de la CIA para ejercer poder e influencia sobre los regímenes autocráticos (entre los que destacan en América Latina, Chile y Guatemala) y posteriormente, obtener beneficios comerciales para sus industrias no competitivas. Los autores concluyen que no fueron las liberalizaciones comerciales las que provocaron un aumento de las importaciones desde su país sino la intervención de la CIA en los asuntos políticos de los estados afectados. Destacan también que el aumento en el flujo de comercio no fue recíproco, es decir, mientras que aumentaban las importaciones desde los Estados Unidos en un 20 o 30%, no sucedió lo mismo con las exportaciones de los estados afectados hacia la economía americana. Luego de la participación de la CIA, aumentaban las compras públicas/ gubernamentales desde los Estados Unidos. Las exportaciones americanas que crecieron se concentraron en aquellas industrias en las que los Estados Unidos tenían una desventaja comparativa en su producción. 

El paper señala que ese comportamiento es inconsistente con el argumento de que la principal fuente de incremento de las importaciones es la reducción de los costos comerciales. El mecanismo a través del cual se aumentaron las importaciones desde los Estados Unidos fue el de las compras gubernamentales. Los autores no pudieron comprobar que hubiera otros canales adicionales, como cambios tarifarios o mayor flujo de IED (inversión extranjera directa). Destacan que la hipótesis sobre el papel que juegan la influencia y el poder en el comercio internacional se remonta a la década de 1940 conforme los estudios hechos décadas atrás por Albert Hirschman. Citan a otros autores que abordaron la temática, y también evidencia empírica en África con las ex colonias europeas que importan el acero un 20-30% más caro.

En cuanto al rol de la CIA en Chile, los autores sostienen que luego de que Augusto Pinochet tomara el poder, se observó un mayor e inmediato incremento de las importaciones desde los Estados Unidos, pero no así de las exportaciones y concluyen que, sin la intervención de la CIA, las compras chilenas desde los Estados Unidos hubieran sido la mitad de las que se produjeron en 1988. Esta relación entre intervencionismo y comercio solo fue posible en países con gobiernos autocráticos/autoritarios.

Hasta donde llega nuestro conocimiento no hay investigaciones académicas o periodísticas en marcha sobre la misma base documental, acerca del comportamiento en este aspecto de la dictadura argentina de entonces. La intuición sugiere que los militares genocidas y sus intelectuales orgánicos no solo actuaron en favor del libre cambio por la extravagante fascinación que sentían por las teorías de Ricardo o las de Ely Heckscher y Bertil Ohlin, aunada al execrable odio de clase, sino también por el gran impulso que vino por la cara hereje de la necesidad política.

Los enclaves

La apertura que propugnan y llevan a cabo los libertarios desemboca en configurar a la Argentina como un enclave exportador de agro, mineral y combustible. Un enclave no es otra cosa que una inversión extranjera que rehúsa articularse en el proceso de reproducción ampliada del país. ¿Por qué los mismos capitales, europeos en los Estados Unidos o en Australia, norteamericanos en Canadá, han sido benéficos a esos países desarrollando su economía y perniciosos en la periferia, constituyendo enclaves? 

En términos menos doctos, una inversión que se contenta con autofinanciar la rama en la que se ha instalado genera un enclave. Una vez terminada esta expansión, solo quiere repatriar íntegramente sus beneficios. En la periferia se llama “enclave”, lo que en el centro constituye un tema de preocupación aludido con la fraseología de la “deslocalización”, “fabrica fugada” y “cadenas de valor”, maniobra que recuerda más a una operación de relaciones públicas que a un análisis que se pretende serio.

Es simple por qué la apertura nos embroma y empuja a las inversiones a comportarse como elementos constitutivos del enclave. En los países desarrollados el alto nivel de vida de los habitantes, resultado de los altos salarios, representa un mercado para todo tipo de actividades, mientras que los salarios y el nivel de vida del país promedio de la periferia son tales que no hay nada interesante por hacer para un empresario o grupo empresario de cierta envergadura. Nada, salvo extraer minerales o producir algunas materias primas para la exportación que está obligado a buscar en donde se encuentran.

Esta situación es el efecto y no la causa de los bajos salarios, aun si, una vez establecida, ella se convierte, por la lógica capitalista de la búsqueda de la ganancia, en causa que bloquea a su vez el desarrollo de las fuerzas productivas y, en consecuencia, el proceso de creación de condiciones propicias para una lucha sindical en vista de una mejoría de los salarios.

Pero para ser cojo y disimétrico, el desarrollo «extravertido», por el mismo hecho de que está enclavado y no se imbrica en la estructura económica interna, no bloquea nada. Si no hubiese existido, nada habría existido en su lugar. Los países subdesarrollados habrían perdido igualmente, en ese caso, el ingreso, por muy pequeño que sea, que obtienen bajo forma de salarios, impuestos y venta de productos locales en el enclave.

¿Ese modelo norteamericano o australiano de desarrollo es el mejor, es el único posible en toda circunstancia? No, en absoluto. Ese modelo ni es el único, ni el más eficaz y, en ciertas circunstancias, ni siquiera es posible. Es el modelo clásico del camino capitalista. Coloca al mundo sobre su cabeza. Se comienza por el fin: por el consumo, por la constitución de un mercado efectivo o potencial, suficientemente amplio. 

Se atraen así los capitales y se producen los bienes de consumo correspondientes. Cuando esas industrias se vuelven bastante numerosas y sus necesidades de mecanización (a causa de los altos salarios) bastante importantes, se crea un segundó mercado, el de los bienes de capital que atrae a su vez otros capitales que instalan la industria pesada. Se remonta siempre el río cuesta arriba. A semejanza de ciertos peces, el capitalismo no puede flotar y avanzar más que en contra de la corriente. Así es como un consumo improductivo excesivo puede no solamente no empobrecer, sino enriquecer a una nación capitalista. 

Esto debería servir para estar advertido de la existencia de muchas variedades de capitalismo. Algunas funcionan efectivamente mejor que otras. Capitalismos con crisis periódicas severas y capitalismos que marcharon durante desde más de 30 años y hasta hace relativamente poco tiempo sin graves crisis. Capitalismos con 15 millones de desempleados y capitalismos con pleno -o casi- empleo. Capitalismos con 1000 dólares de ingreso per cápita y capitalismos con un ingreso nacional 30 o 40 veces superior. Estos casos no son mitos de Keynes ni de nadie, sino hechos concretos del mundo real. 

Rutas argentinas

El camino del desarrollo capitalista clásico toma su impulso en las tensiones mismas del desequilibrio en un movimiento de salto a la cuerda. Ha tenido éxito en América del Norte, en circunstancias históricas excepcionales, en las que el capital inglés, proveniente del saqueo directo de la India, no encontraba colocación rentable en una Inglaterra con salarios todavía muy bajos y con un mercado inferior limitado. No les quedaba otra a mano que afluir hacia esa parte del Nuevo Mundo con salarios muy altos y con mercado prometedor. 

Es un camino que aún puede tener éxito en ciertos casos –particularmente la Argentina- pero que puede fracasar lamentablemente en otros casos, sobre todo si no fuera cebado automáticamente sobre la base de un nivel de vida históricamente dado, y resultara de una elección voluntarista y de un aumento artificial de los salarios -hipótesis, por lo demás, irreal en sí.

En el límite, y especialmente para los países subdesarrollados actuales, además de los estados blancos de África, este camino parece volverse prácticamente imposible. Pues es cierto hoy que, salvo la ayuda pública o privilegios especiales, los capitales privados tienen algo más que hacer que ir tras la ampliación problemática del mercado de los países subdesarrollados, consecutiva a algunos centavos de aumento de sus salarios, mientras que disponen entre ellos de un mercado inmenso cuya expansión continua está alimentada por una lucha sindical que está volviendo a ser eficaz y de una dirigencia política corrida por ultraderecha que tomó nota. 

La falta de toma de conciencia de la necesidad de desarrollarse no significa que esta realidad no exista. ¡Por supuesto! Pero tampoco nos asegura que exista. Si la toma de conciencia de una realidad determinada es históricamente imposible o inoperante, tenemos ahí una situación que no difiere en nada de su realidad contraria. La toma de conciencia también forma parte de lo real. 

Dicho de otro modo, si los argentinos de hoy se rehúsan a tener en cuenta el largo plazo, quizás suceda que ese plazo esté demasiado alejado de las perspectivas normales de la conciencia humana. Y esto constituye un obstáculo objetivo a la meta del desarrollo, únicamente sorteable por medio de la acción política, a sabiendas de que a largo plazo todos estaremos muertos si seguimos haciéndonos los osos carolina.

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