Los impuestos, impuestos por la realidad

Más gasto público e impuestos resultan necesarios para aumentar en mucho la productividad y así poder mantener las mejoras históricas en los niveles de vida en medio de fuertes caídas en las tasas de natalidad. Al abogar por lo contrario, los libertarios tienen un colosal descuelgue de la realidad.

El gobierno libertario quiere a toda costa seguir bajando el gasto público para continuar menguando los impuestos que lo financian. La idea es que esos fondos impositivos que engulle el Estado, si permanecen en las manos privadas que los pagan, se tornan decididamente más productivos. Menos Estado, menos impuestos y como consecuencia más crecimiento sería el misterio de la santísima trinidad develado por los libertarios.

¿Evidencia que respalda semejante criterio para que no parezca una coartada de reaccionarios en pos de su propio bolsillo? Ninguna. Peor: Todo lo contrario. Entre los datos que prueban que esto tíos velan por su interés de pagar menos impuestos a como dé lugar y sí-el-resto-se-jode-lo-lamento-aunque-no-mucho, validados por el esquema teórico en el que se insertan para darles sentido, aparece la razón de fondo por la que la camarilla libertaria al frente del Estado nacional está obstinada con la motosierra. Tratan de pagar menos impuestos. Tan estúpido, anti económico prosaico y anti político como eso. 

Están jugando una carrera contra el destino signado por la cuestión demográfica y la introducción de los robots. Ambos aspectos, clave de la realidad del presente y del porvenir, impiden bajar impuestos y gasto público. Al revés: impelen a aumentar esas prominencias. 

¿Es entonces un manotazo de ahogado lo de los libertarios? Sí, pero si no se lo frena y revierte a tiempo no le va a salir nada gratis ni a la sociedad argentina ni a cualquier sociedad que se embarque en semejante distopía de un país con Estado mínimo. Por cierto, la ultraderecha europea no tiene ese berretín. A diferencia notable de sus pares criollos o norteamericanos son decidida e históricamente estatistas.

Al fin y al cabo el Estado es un factor de la producción, tanto y de igual importancia que el trabajo y el capital. Sin orden político y legal no se puede producir. Los mismos liberales en sus distintas vertientes se llenan la boca hablando de seguridad jurídica e instituciones eficientes para impulsar el crecimiento. Pero a la hora de los bifes, se hacen bien los boludos, cambian de canal y empiezan con la monserga de bajar el gasto público. De poner plata vía impuestos y redistribuir ingresos para mejorar su distribución y así tornar eficazmente sostenibles las instituciones y la seguridad jurídica, se olvidan.

La tabla refleja bien a las claras que el mundo desarrollado consolidó su estatus subiendo el gasto público, no bajándolo. Eso porque le dio una –por así decirlo- superficie a la demanda, mediante la ampliación del gasto público que serenó en mucho (pero no extirpó) la tendencia inherente del sistema a avanzar por ciclos de alzas y bajas o recesiones y auges. 

Precisamente, el ciclo hacia la recesión se da cuando el sector privado no encuentra formas de aumentar el gasto. El Estado carece de las restricciones del sector privado y puede expandir su gasto a voluntad. A los que pegan el grito en el cielo que eso trae inflación habría que recordarles que un desempleado representa una pérdida bien definida y sin contrapartida para la comunidad; un punto de más o un punto menos en el índice de precios no significan después de todo más que una transferencia de riqueza de un grupo de agentes económicos a otro. 

La inversión, función creciente del consumo

La economía capitalista sólo puede invertir en función creciente del consumo final, y por lo tanto en función decreciente del ahorro. Para un nivel de actividad dado la paradoja de que aumentan las posibilidades de inversión en tanto baja el ahorro especifica una imposibilidad aritmética en lo que se plasma la contradicción entre la estímulo a invertir, que es directamente proporcional al consumo, y los medios materiales de esa inversión, que son inversamente proporcionales a ese mismo consumo.

El conjunto de empresas privadas superan esa contradicción ampliando o restringiendo el nivel de empleo. Ese es el ciclo que suaviza la intervención del Estado a través del mayor gasto que, por un cúmulo de razones, deja ipso facto de ser coyuntural. 

Como señala el economista greco-francés Arghiri Emmanuel: “Finalmente, este constituye el sentido más profundo de la Teoría general que ni Keynes ni los keynesianos -creemos- consiguieron hacer resaltar con claridad. La inversión es ex post igual al ahorro efectivo, pero al ser este último la suma del ahorro voluntario y del forzado, la inversión se encuentra en su punto máximo cuando la propensión al ahorro está en el mínimo. En otros términos, para invertir es preciso finalmente que alguien ahorre de una u otra forma, pero para promover las inversiones no es necesario que la gente ahorre por su propia voluntad: Es menester que se vea obligada, en términos reales, a ahorrar como consecuencia del alza de los precios”. A ese proceso se suma el Estado. 

Cuán espinosas puedan ser las dificultades de un orden social y técnico debido a la inestabilidad de precios, su solución no es ciertamente más fácil con un producto social global reducido, que con un producto social que ha maximizado su volumen. Y evidentemente los Estados después de la Segunda Guerra le dieron pelota a Lord Keynes a juzgar por cómo aumentaron las tasas de crecimiento conforme los refleja este cuadro del historiador Paul Bairoch:

En los ’90 tras la caída del Muro el sistema se consolidó con estos parámetros de gasto estatal para sostener el mayor crecimiento, que ahora estas almas bellas quieren hacer desaparecer del mapa para pagar menos impuestos, alegando que esa diferencia la invertirán en tanto se empeñan en bajar la demanda agregada abatiendo los salarios.

El bajón en la tasa de crecimiento mundial desde lo ‘90 lo explica bien Eric Hobsbawm al señalar que “no es casualidad que el método Keynes-Roosevelt para salvar al capitalismo se centrara en el bienestar y la seguridad social, en dar a los pobres más dinero para gastar y en ese principio central de las políticas occidentales de posguerra -y específicamente dirigido a los trabajadores-: el «pleno empleo». Resulta que este sesgo contra la desigualdad extrema fue muy útil para el desarrollo capitalista (…) ¿Por qué los ricos, especialmente en países como el nuestro, donde ahora se alardean de la injusticia y la desigualdad, deberían preocuparse por alguien que no sea ellos mismos? ¿Qué sanciones políticas deben temer si permiten que se erosione el bienestar y se atrofie la protección de quienes lo necesitan? Este es el principal efecto de la desaparición del globo incluso de una región socialista muy mala”.

Si todo se mantiene como hasta ahora, y en los países que titularizan la acumulación a escala mundial esta aminoración del peso económico del Estado no pasa de un berrinche momentáneo, un par de indicios de lo que vendrá se lee en último informe World in 2050 de PwC, titulado: “La visión a largo plazo: ¿Cómo cambiará el orden económico mundial para 2050?”.

El informe pronostica que la economía mundial podría duplicar su tamaño para 2042 si crece a una tasa anual promedio real de aproximadamente 2,5 por ciento entre 2016 y 2050. El informe proyecta que el crecimiento económico mundial registrará un promedio de aproximadamente 3,5 por ciento por año durante el período hasta 2020, disminuyendo a unos 2,7 por ciento en la década de 2020, 2,5 por ciento en la de 2030, y 2,4 por ciento en la de 2040. Se proyecta que el crecimiento global disminuirá a medida que las poblaciones vayan envejeciendo y los países emergentes se conviertan en economías maduras. Propender a bajar el gasto público en este contexto es un episodio de humor negror. 

Los robots 

El escritor norteamericano Kurt Vonnegut dio a conocer la novela, de su autoría, “La Pianola” en 1952. Planteó una trama de la vida cotidiana en la que la producción de bienes y servicios estaba a cargo de los robots. El lado fulero del asunto eran los exámenes que debían afrontar los seres humanos cuando niños. Si aprobaban iban a la academia a entrenarse como ingenieros dedicados a mantener y crear la estructura productiva robotizada. Los que reprobaban pasaban a ser paniaguados del gobierno. 

Según informan coincidentes estadísticas privadas y públicas, la robotización de las actividades productivas viene creciendo a una tasa anual de 12 por ciento durante las últimas tres décadas. Mientras tanto la inteligencia artificial (IA) sienta sus reales. Esta semana en París aconteció la cumbre de IA. Quedó muy claro en los debates que se dieron que la carrera mundial en IA se está acelerando. 

Fue muy concurrida y contó con nombres destacados de la geopolítica y la tecnología. La disputa es quien se lleva la parte del león. El presidente de Francia, Emmanuel Macron –anfitrión de la cumbre-, anunció subsidios por 114.000 millones de dólares para impulsar la industria de la IA de su país. Para no ser menos, la Unión Europea en general comprometió 207.000 millones de dólares de subsidios para IA. 

Estados Unidos y Gran Bretaña se negaron a firmar una declaración de la cumbre en la que prometían un enfoque “abierto”, “inclusivo” y “ético” para el desarrollo de la IA. La por ahora desconocida postura del POTUS Trump respecto de la IA y de Elon Musk, con fuertes intereses en el rubro, estuvieron siempre presionando –tácitas- en la cumbre, al igual que el informe de Mario Draghi, el ex primer ministro italiano, que culpó a la regulación excesiva por el lento crecimiento de Europa. Macron le echó flit a los que hablan mal de la IA y ni pisaron la cumbre. La idea es entusiasmar al sector privado y que nadie se traumatice por dar subsidios estatales a los eventuales Terminators.

Los impuestos

Frente a los visos de realidad que está tomando el escenario novelesco de Vonnegut se entiende que los economistas Joao Guerreiro, Sergio Rebelo, Pedro Teles se pregunten si se deben gravar los robots en un paper de 2022 publicado por The Review of Economic Studies. 

La respuesta del trío de economistas –pertenecientes a la corriente neoclásica- es que sí, que los robots deberían pagar impuestos, aunque matizan por un tiempo. El argumento es que la política pública de ponerle impuestos a los robots, para atender las consecuencias de la automatización en la demanda de mano de obra es razonable en el corto plazo, pero no en el largo plazo. En su enfoque eso es recomendable para proteger a los trabajadores rutinarios actuales que no pueden adquirir calificación laboral en tareas no rutinarias, al tiempo que se incentiva a los del futuro a adquirir calificaciones no rutinarias.

Para el trío lo que hace la diferencia para que el Estado meta los garfios es “la velocidad con la que puede producirse la automatización. Muchos de los cambios estructurales anteriores se produjeron lentamente. Las generaciones mayores conservaron sus puestos de trabajo y fueron sus hijos los que tuvieron que adaptarse a este nuevo mundo. Sin embargo, dado el rápido ritmo de la automatización actual, puede destruir muchos de los puestos de trabajo de las generaciones mayores y conducir a un aumento dramático de la desigualdad de ingresos. Las políticas públicas pueden evitar que las economías modernas se conviertan en el mundo sombrío descrito en ‘La pianola’”.

El trío está endulzando el trago amargo de la realidad para los empresarios y feligreses de la religión del mito del crecimiento por el lado de la oferta, con ese verso insulso e insustancial de trabajos rutinarios y que no lo son. Es un argumento muy vacuo, que encubre la cuestión central de cómo hacer que la mayor ganancia por la introducción de los robots no liquide la demanda por falta de asalariados y el sistema se estanque y entre en depresión. Los impuestos a los robots se aplican hasta nueva orden.

Cómo será la cañada que hasta el gato la cruza al trote. Los economistas neoclásicos culposos saben que van a tener que poner impuestos para siempre a los robots, con objetivo de redistribuir ingresos, y hacen relaciones públicas mientras los libertarios siguen flotando en su nube de pedo anarco capitalista.

Éramos pocos y la abuela tampoco

Cuando se trata de demografía nada mejor que comenzar con los partos de la historia considerando un par de definiciones que hacen al ajo del asunto. La fecundidad es la cantidad de hijos que se tienen en un lugar o país determinado. Se trata de la realización efectiva de la fertilidad, es decir, la capacidad de reproducción biológica. La tasa de fecundidad general o tasa global de fecundidad se define como el índice que refleja el número de nacimientos que se producen en un año por cada 1.000 mujeres de entre 15 y 49 años, considerada la edad fértil femenina. 

El Censo 2022 de la población argentina contabilizó 12.382.860 mujeres de entre 14 y 49 años: el 57,5 por ciento tenía hijas e hijos nacidos vivos. En promedio, cada mujer en la Argentina tenía 1,4 hijos en 2022. En 2001 cada mujer en Argentina tenía 1,7 hijos. En el quinquenio 2015-2020, la Tasa Global de Fecundidad fue de 2,5 hijos por mujer a nivel mundial, de 2,0 para Latinoamérica y el Caribe, y de 1,9 para América del Sur. 

El Observatorio de Argentinos por la Educación ha dado a conocer un reciente informe titulado “Natalidad y demanda educativa”, en el que se constata que entre 2014 y 2022 la fecundidad en Argentina descendió más rápidamente que en los 60 años anteriores. En números absolutos, la cantidad de nacidos vivos en 2014 fue de 777.012 y en 2022 bajó a 495.295. Esto implica que en los ocho años que transcurrieron entre el 2014 y 2022 la cantidad de argentinos nacidos vivos declinó 36 por ciento. El grupo etario en el cual la baja de la fecundidad registrada en 2022 es más pronunciada respecto de la de 2014 es el de las mujeres adolescentes y jóvenes menores de 25 años, las que registran un rango de declinación que va del 40 por ciento al 60 por ciento.

No hubo excepción para la caída de los nacimientos entre 2014 y 2022 en las 24 provincias argentinas. Las tres provincias donde menos nacimientos hubo respecto de la media del país son Tierra del Fuego (-49 por ciento), Jujuy (-44 por ciento) y CABA (-44 por ciento). Las tres provincias donde los nacimientos bajaron pero por encima de la media del país son Chaco (-21 por ciento), Santa Fe (-28 por ciento) y Misiones (-29 por ciento).

¿Qué significan estas caídas para la tasa de crecimiento del producto bruto y por qué vuelven una ilusión en extremo peligrosa el empeño libertario en bajar el gasto público para bajar los impuestos? Un informe de McKinsey dado a conocer a mediados de enero que investigó el impacto económico de la disminución de las tasas de natalidad. El informe hace hincapié en las consecuencias deletéreas que tiene la caída de las tasas de natalidad en las economías más prósperas del mundo, que se vuelven frágiles debido a que tienen una proporción cada vez menor de la población en edad de trabajar.

Por caso, el Reino Unido, Alemania, Japón y los Estados Unidos tendrían que ver cómo aumentar la productividad al doble del ritmo observado en la última década para mantener el mismo crecimiento en los niveles de vida desde los años 1990. Argentina tiene que poner sus barbas en remojo.

El crecimiento de la productividad en Francia e Italia tendría que triplicarse en las próximas tres décadas, para empardar el crecimiento del PIB per cápita entre 1997 y 2023. En España, tendría que cuadruplicarse de aquí a 2050. McKinsey calculó que en Europa occidental la disminución de la proporción de personas en edad de trabajar podría reducir el PIB per cápita durante el próximo cuarto de siglo en un promedio de 10.000 dólares por persona. En 2023 el PIB per cápita de la UE fue de poco más de 60.000 dólares. 

Como McKinsey es una consultora cuya clientela son las más grandes corporaciones multinacionales, ni se les pasa por la cabeza que esto se resuelve a fuerza de más impuestos y son ambiguos respecto de la inmigración. Con relación a esto último, habrá que contabilizar que sigan los rotundos fracasos en materia de políticas de incentivar nacimientos para que por fin se caiga en la cuenta de que los problemas de los seres humanos se arreglan con otros seres humanos, aunque eso implique aceptar a regañadientes que los inmigrantes son seres humanos. 

El informe de McKinsey sostiene que a corto plazo no se observa que la inteligencia artificial generativa y la robótica puedan mejorar la productividad atacada por el envejecimiento poblacional. “El lastre demográfico es inexorable y severo, y cuando llega a su máximo apogeo, impulsar el crecimiento de la productividad se vuelve aún más relevante”, alerta el informe. Abogan entonces para aumentar la edad jubilatoria.

En Japón, la tasa de participación en la fuerza laboral entre las personas de 65 años y más es del 26 por ciento, en comparación con el 19 por ciento en Estados Unidos y el 4 por ciento en Francia. Sin embargo, el PIB per cápita de Japón ha crecido poco más de un tercio de los niveles de Estados Unidos en los últimos 25 años, en donde la vida laboral es decididamente más corta. 

La alternativa a no subir la edad del retiro que manifiesta el informe de la consultora es la menos factible frente a agregar horas semanales o aumentar la inmigración, lo que presenta cuestiones políticas ásperas. Por ejemplo, para Alemania el informe sostiene que si no quieren bajar el nivel de vida o bien cada operario alemán debe trabajar 5,2 horas más por semana -lo que agrega en el año casi un mes y medio más de trabajo- o bien la población económicamente activa -personas de 15 a 64 años- tendría que aumentar en casi un 10 por ciento desde su nivel actual de aproximadamente el 65 por ciento por ciento del total de la población. 

Por la inmigración –ese colectivo que está bardeando malamente el POTUS Trump- Estados Unidos necesita un menor nivel de trabajo adicional gracias a las perspectivas demográficas más favorables. En el Reino Unido ocurre lo mismo y por la misma razón. El gran caudal inmigratorio en España e Italia no fue suficiente y ambos países están con similares necesidades cuantitativas de población  económicamente activa a las alemanas. 

El ciclo vital 

Lo cierto es que en Argentina ya estamos envejeciendo fuertemente, casi sin crecimiento poblacional y también marchamos a vivir hasta los 90 años. Necesitamos más robots pero la política libertaria va contra la lógica de la inversión.

Encima, la población que envejece desmintió la teoría del ciclo vital que conceptualizó el economista Franco Modigliani a fines de los ’50. Modigliani estilizó cómo se gasta y no se gasta el ingreso durante el nacimiento, la edad madura y la vejez. La idea clave es que los individuos ahorran cuando son jóvenes y eso les permite gastar más de lo que les ingresa cuando son adultos mayores, comportándose para mantener un nivel de ingresos estable a lo largo de la vida laboral. Eso funcionó más o menos así hasta hace unos años. Ni bien las personas tomaron conciencia de que vivirían más, ya no gastan más de lo que les ingresa. Gastan menos. Eso están diciendo algunos estudios académicos. Las presiones para que el gobierno redistribuya el ingreso aumentan con este nuevo comportamiento.

Veinticinco años de estudio y cuarenta años de trabajo para un retiro de treinta años no se ve factible. La vida de las personas deberá ser rediseñada en medio del reino de los robots y la IA. Pero la condición necesaria de ese rediseño viene dada por más impuestos y más gasto público. Justo lo contrario a las ilusiones reaccionarias de los libertarios.

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