Inversión y desarrollo, sin lugares comunes

Es completamente gratuito dar por sentado que la inversión externa entraña algún tipo de dependencia. Es un error en el que se incurre al perder de vista que la desigualdad del desarrollo es un problema entre naciones, dentro de las cuales el capital se desplaza a los centros de acumulación. Lo necesario, para poder darle el soporte a un mercado en expansión durante el proceso de desarrollo, es avanzar con incentivos y acuerdos de mayor envergadura con las empresas en condiciones de invertir, en sectores localizados que sean de especial interés para el Estado argentino.

Asociar la necesidad de impulsar el crecimiento económico con la de acrecentar la inversión es casi instantáneo. Se trata de una idea que, en la política económica, figura en cualquier plataforma política. Es difícil encontrar algún candidato a Presidente que haya accedido al cargo o haya quedado en segunda posición que no la aluda, en el contexto de pretender presentar “propuestas” para dirimir la cuestión. Eso aunque en realidad buena parte termine siendo poco más que consignas repetidas sin mucha sustancia.

Dicha vaguedad es parte de un problema más amplio que atraviesa a la dirigencia argentina. Se comprende que es necesario ofrecerle a la población una perspectiva de mejora en el nivel de vida vida, especialmente tras un período prolongado de degradación como fue el anterior a la última elección presidencial, que resultó en la victoria de una opción prolongadora de la crisis en la que se gestó. Pero no se está en condiciones de identificar qué adaptaciones requiere la economía para cumplir este objetivo.

Para las fuerzas reaccionarias de la política, es anecdótico. Por definición, su finalidad última no es una síntesis superadora de la realidad nacional, sino la afirmación del estancamiento. Sin embargo, para el campo popular, la incapacidad de pronunciarse sobre cómo sostener el crecimiento es una debilidad. Y la caracterización acerca de los rasgos que debe adquirir el proceso de inversión es uno de los aspectos neurálgicos de ella.

La inversión y el crecimiento

En principio, es necesario esclarecer qué es la inversión y el porqué de su importancia para el crecimiento económico. En la composición del Producto Interno Bruto (PIB), se trata como inversión a la creación de herramental de producción nuevo o el reemplazo del antiguo. Lo cual abarca a la construcción, la maquinaria y el equipo, y el equipo de transporte. 

La alusión al PIB viene a cuento de que es la medida del nivel de actividad de la economía nacional, y el desarrollo de las fuerzas productivas es finalmente lo que permite expandirlo en el largo plazo. A su vez, el PIB, y en consecuencia el nivel de desarrollo, consiste en la producción de bienes y servicios dentro de un país, por lo que determina el nivel de vida de sus habitantes.

Para incrementar la producción, desde el punto de vista cuantitativo es necesario que sea mayor el volumen de capacidad productiva, lo que requiere un mayor volumen de capital. Al conjunto de activos que la conforman se lo denomina stock de capital. El stock de capital guarda una relación con el nivel del PIB estable en el largo plazo, que se denomina relación capital-producto. Si la relación capital producto es 3, significa que a 3 unidades de capital se obtiene una unidad de PBI.

Entonces, el nivel de inversión guarda una relación directa con el nivel de actividad, porque es necesario que el stock de capital crezca para que lo haga la segunda. Eso no significa que sea una variable autónoma del proceso de crecimiento. 

El economista inglés Roy Harrod, que fue pionero en establecer la relación teórica entre la inversión y el crecimiento, razonaba que el crecimiento de la economía por una mayor inversión es un truism, algo así como lo que en castellano se llamaría una perogrullada. Por sí sola no explica la dinámica del crecimiento.

Existen factores independientes que alteran la inversión. Antes que nada, la demanda. En la economía capitalista la inversión responde a cambios en el nivel de consumo, que ocasiona incrementos en las ventas y la masa de ganancias de las empresas. Con lo cual la elevación del nivel de vida de la población estimula la inversión de manera directa. 

Sin embargo, esa inversión se produce en sectores ya instalados en la economía argentina. El cuello de botella, o la inhibición, es de carácter cualitativo. Si se tratase solamente de un factor cuantitativo, sería cuestión de planificar la tasa de crecimiento que permita que la economía se adecue a un programa de expansión. El impedimento central, sin embargo, se produce en los sectores de las industrias básicas, aquellas en las que se elaboran los bienes de capital y los insumos que utilizan el conjunto de las ramas de producción.

Aquí los economistas argentinos se encuentran con la famosa “restricción externa”. Como esos bienes se importan, se suele pensar que en procesos sostenidos de crecimiento acelerado lo común es que el valor de las importaciones crezca con mayor velocidad que el de las exportaciones hasta superarlo, poniéndole un límite. Del concepto se abusa y se lo utiliza para reducirlo a análisis coyunturales de la economía que poco tienen que ver con lo estructural. O bien, para insistir en la existencia de una restricción diferente al crecimiento nacional de la que propondrían economistas del liberalismo ultramontano, en vez de proponer una alternativa de política relacionada con la planificación del crecimiento.

Inversión extranjera

Hasta aquí, se puede decir que el diseño una política al respecto de la inversión, por sí misma, carece de sentido. En todo caso, adquiere relevancia cuando se trata de estimular o establecer ramas imprescindibles para el crecimiento. Entonces entra en cuestión una vieja polémica sobre el desarrollo en Argentina. A saber, si los recursos nacionales son suficientes para impulsarlas, o bien, si por el volumen de los proyectos considerados y la tecnología involucrada es necesario recurrir a empresas multinacionales para que emprendan las inversiones.

Polémica que condujo, primero, a demarcar lo que se concibe como limitaciones de la inversión extranjera. En segundo lugar, a aducir sin demasiados motivos que el “ahorro interno” es suficiente para cumplir con la finalidad. Vale la pena repasar algunos de los argumentos más duraderos sobre las “alternativas”. Varios de éstos fueron introducidos por Aldo Ferrer en el libro La Economía Argentina. Sostenía que era innecesario recurrir a las inversiones externas, por la existencia de diversas fuentes para obtener tecnología y recursos, objetando que “el desarrollo económico acelerado e independiente implica asumir el control de los sectores dinámicos de la economía nacional”.

La propuesta de Ferrer consistía en movilizar recursos internos para alentar a las ramas exportadoras, señalando que “las oportunidades están en el mercado internacional, en gran parte al nivel del comercio de manufacturas”, y que “la expansión de las exportaciones depende de las políticas internas que amplíen y diversifiquen los mercados de exportación”.

Se trata de un planteo que implica recaer en los límites de la estructura subdesarrollada y acotar su expansión a lo que su inserción en la división internacional del trabajo permita, dado que en ella se dirime qué es posible exportar o no. Lo que queda en función de los países interesados en las exportaciones argentinas. En consecuencia, es una estrategia que subordina el grado de desarrollo nacional al interés ajeno, y por eso es un desarrollo condicionado y dependiente, aletargado por la “autarquía de capital”, que no es otra cosa que un menor nivel de inversión.

Una paradoja, tratándose de una idea que se propone como contrapartida al que supuestamente no asume el control nacional de sectores dinámicos. Por otra parte, es completamente gratuito dar por sentado que la inversión externa entraña algún tipo de dependencia. Es un error en el que se incurre al perder de vista que la desigualdad del desarrollo es un problema entre naciones, dentro de las cuales el capital se desplaza a los centros de acumulación. Los países que alcanzaron el status de centros de acumulación a lo largo de su historia buscaron acelerar el desarrollo recurriendo al capital extranjero, tanto en la forma de préstamos (deuda externa) como de inversiones directas por parte de las empresas.

Lo refleja la configuración de la inversión extranjera en la actualidad. De acuerdo al Informe sobre Inversión en el Mundo que publica UNCTAD, en 2023 el valor de la Inversión Extranjera Directa alcanzó los 464 billones de dólares en los países desarrollados. En los países subdesarrollados alcanza los 867 billones, pero esto se explica por el peso que tienen los países emergentes de Asia, con mayor incidencia de China, que llegan a los 621 billones por su relevancia como centros de la actividad manufacturera global. De las regiones desarrolladas, la que recibe el mayor influjo es América del Norte, con 361 billones.

Al comienzo del Siglo XIX, un tercio de la propiedad de las empresas radicadas en Estados Unidos pertenecía a inversores extranjeros, ingleses, holandeses, y en menor medida franceses. Financiaban la actividad en el sector bancario y la construcción de infraestructura para el transporte, primero marítimo y, más cerca de mediados del siglo, en los ferrocarriles. Para 1875, el 57% de los activos financieros relacionados con ferrocarriles en la Bolsa holandesa correspondía a los ferrocarriles norteamericanos, y en 1913 el valor de las acciones intercambiadas en Londres equivalía al 42% del valor de capitalización de la línea entera de ferrocarriles de Estados Unidos.

No solamente fue significativo el financiamiento externo de la actividad privada, sino también la inversión directa a partir de 1870, tanto de empresas multinacionales como de firmas independientes. Alcanzaban a la ganadería, el cultivo de arroz y de algodón, y la industria mineral. Hacia 1914 Shell, la conocida compañía holandesa, era una de las más importantes en la producción petrolera norteamericana, abarcando también su distribución en estaciones de servicio. Otros casos remarcables son el de la compañía química Du Pont, fundada en 1802 por un inversor francés con maquinaria importada de su país de origen, y el de la industria siderúrgica sureña, inaugurada por inversores extranjeros. 

Es interesante remarcar que el desarrollo de Estados Unidos con capitales provenientes de las naciones que la precedieron en su superioridad económica guarda una relación directa con el atraso económico que experimentaron a finales del siglo XIX, especialmente Inglaterra. Eric Hobsbawm rememora en su obra Industria e Imperio que entre 1860 y 1900 en Gran Bretaña se vio la transformación de la “economía industrial diligente y más dinámica en más torpe y conservadora”. Las industrias en las cuales había sido pionera en innovaciones y en investigación teórica, como es el caso de la electrotécnica, los tintes de anilina y la maquinaria, acabó perdiendo terreno con el tiempo ante Alemania y los Estados Unidos, países desde los cuales además empezó a importar productos de estas ramas. En el caso de la industria de la maquinaria, lo más llamativo es que los ingleses acabaron recurriendo a un coronel norteamericano para que los instruyera en como modernizarse en la manufactura de botas y calzado. La rama del calzado fue el primer sector industrial de consumo masivo cuya producción estaba totalmente mecanizada de la mano de empresas estadounidenses. Pero el caso más emblemático de la decadencia inglesa lo encontramos en la industria siderúrgica, en la cual la humanidad debe gran parte de sus innovaciones a Gran Bretaña, algunas de las cuáles acabaron siendo utilizadas con mayor intensidad por los alemanes y los franceses que por los propios ingleses. Más aún, “hacia 1910 los Estados Unidos producían sólo en acero básico casi el doble de la producción total de acero de Gran Bretaña”.

Otro historiador, Ian Morris, apunta en su libro Guerra, ¿Para qué sirve? que “gracias en gran medida a créditos británicos (a menudo utilizando dinero británico para comprar máquinas británicas que fabricaban productos que competían con las exportaciones británicas) varios países se industrializaron a partir de 1870”. De acuerdo a Morris “no sorprendió a nadie que el antiguo rival de Gran Bretaña, Francia, tomara ese camino, pero las guerras civiles de Estados Unidos (1861-65) y de Japón (1864-68) y las guerras de unificación de Alemania (1864-71) facilitaron el surgimiento en esos países de gobiernos centralizados que impulsaron agresivamente la industrialización”. Por la persistencia de “la economía de Estados Unidos superó a la de Gran Bretaña en 1872 y, en 1901, lo hizo también la de Alemania”.

Viene al caso notar que, como recordó Jorge Landaburu en un número anterior de ¿Y Ahora Qué?, en circunstancias críticas para la incipiente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Lenin defendió la necesidad de recurrir al capital extranjero para financiar la explotación de recursos hasta entonces inutilizados por Rusia, para consolidar el nuevo régimen de gobierno.

Inversión con sentido nacional

De los argumentos desenvueltos hasta aquí, se deben extraer tres conclusiones:

  • La inversión en sí misma responde a condiciones macroeconómicas propicias para la venta. Una vez establecida la tasa de ganancia normal (la rentabilidad habitual de las empresas), no guarda ninguna relación con “incentivos” directos, sean ventajas crediticias o costos de contratación y cargas sociales. 
  • Lo necesario, para poder darle el soporte a un mercado expansión durante el proceso de desarrollo, es avanzar con incentivos y acuerdos de mayor envergadura con las empresas en condiciones de invertir, en sectores localizados que sean de especial interés para el Estado argentino. Estos deben delinearse de acuerdo a las condiciones y las necesidades de la economía nacional. Es una necedad dar por sentado que el excedente interno es suficiente para completar la tarea, porque el subdesarrollo que se intenta superar es el que limita su magnitud. En consecuencia, adoptar esa actitud entraña el riesgo de prolongarlo.
  • Es lo que hicieron en su momento los países que hoy son desarrollados. Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania son ejemplos. De esta forma, compitieron por los recursos globales que circulan en el mundo desarrollado, para concretar su vocación de independencia nacional.

Es una buena oportunidad para resaltar que esa mala costumbre de los liberales argentinos de acusar a los trabajadores de espantar a los empresarios y repartir ventajas carece de fundamentos técnicos. Ambas fueron consagradas en la Ley Bases del gobierno libertario, con una reforma laboral que consiste en habilitar un mero amedrentamiento para horadar la dignidad de los trabajadores argentinos, y con el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones que no hace más que otorgar concesiones para proyectos existentes, poco realistas y sumamente corrosivas para la economía argentina.

Si se organiza bien para defender el interés nacional, el campo popular puede revertir ambas. En la consecución de un proyecto de resurgimiento del espíritu nacional en Argentina es obligatorio, como lo es la persecución de la inversión con sentido nacional. Para estar a la altura, hay que comprender que lo último requiere una política persistente y elaborada, que deje atrás los lugares comunes sobre la intervención del Estado en la producción y ponga el crecimiento como prioridad.

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