Cuenta que su padre fue peón de estancia y su madre servía con una familia de estancieros tradicionales. En la ciudad, el padre se transformó en obrero ferroviario. Quería que todos sus hijos estudiaran, pero, dice uno de ellos, “todos comenzamos a trabajar desde niños”. Juan José Real, que de él se trata, enlaza esa autobiografía con un compromiso que aquí rescata y explica Jorge Landaburu mientras la Argentina discute qué inversiones necesita.
Cuando el Senado se reúne para votar la denominada Ley Bases que incluye un Régimen de Incentivos para las Grandes Inversiones (RIGI) amerita que se formule una pregunta sólo en apariencia disparatada: ¿comulga Milei, a la cabeza de un contingente de asesores por el estilo, con cierto bolcheviquismo perenne? Si de veras le toca enfrentar la peor crisis del país en toda su historia y mucho más, la peor crisis en la historia humana, y con el fin de superarla propone entre otros medios al RIGI, un hijo putativo y decadente de cierta tradición marxista leninista, cualquier respuesta es posible y demanda una exploración.
El RIGI sancionaría una colección de estímulos a largo aliento para inversiones que movilicen grandes volúmenes de capital. El acceso a sus beneficios (que contemplan, entre otros, 30 años de ventajas impositivas rayanas con la desmesura, seguridad jurídica garantizada, jurisdicción foránea, libre disponibilidad de divisas y muy generosos beneficios aduaneros) requiere que las inversiones superen los US$ 200 millones. O sea que parece pensado, teniendo en cuenta la magnitud de la cifra, para consorcios transnacionales que vengan a operar en un mercado limpio de pymes en paridad de condiciones (e incluso de grandes grupos locales para los cuales US$ 200 millones son un sueño inalcanzable) y ejerzan cómodamente cierta competencia desleal garantizada.
El diputado Leopoldo Moreau fue uno de los primeros en criticar a la Ley Bases en general, y al RIGI en particular, además de advertir con énfasis el carácter obstinadamente regresivo del denominado “paquete fiscal” complementario. Respecto del RIGI, Moreau aseguró que su aprobación constituiría un “despojo de soberanía” porque aquellos “que vienen a invertir en la Argentina se pueden llevar todos nuestros recursos naturales, absolutamente todos nuestros recursos naturales, pero además se pueden llevar la ganancia o rentabilidad que esos recursos naturales producen”. Moreau advirtió tempranamente que a partir del tercer año los beneficiarios de un proyecto amparado por el RIGI podrían girar al exterior la totalidad de las ganancias en divisas sin liquidarlas en la Argentina, motivo por el cual la sanción de esta norma convertiría a sus promotores ya no en “vende patrias”, como se caracterizaba en un pasado reciente a los entusiastas servidores de los intereses extranjeros, sino en “regala patrias”, habida cuenta de la virtual falta de contrapartidas beneficiosas para el país por las inversiones realizadas.
En otro orden, diversas cámaras empresarias también se pronunciaron contra el RIGI y propusieron que se ampliaran sus beneficios a los proveedores nacionales para contemplar las importaciones de bienes de capital, repuestos, partes y componentes, en vez de limitarlos “solo a los proyectos destinados a producción exportable”, evitando así “distorsiones competitivas en el mercado interno”. Ante la serie de reclamos la respuesta oficial fue la reivindicación a ultranza del carácter discrecional de su propuesta porque no podrían ser más abarcativos con el RIGI, argumentaron, sin poner en riesgo el propiciado superávit fiscal.
Las inversiones
Al cierre del Tercer Plenario del Pensamiento Nacional realizado en la Universidad Nacional de Lanús, el domingo 9 de junio, el titular del Partido Justicialista bonaerense y diputado Máximo Kirchner dijo que “nadie que se precie de peronista o que quiera a su país puede dejar que el RIGI pase por el Senado”. Seguidamente valoró los acuerdos parlamentarios, pero cuando favorecen a la sociedad y no a las corporaciones, aclaró, al tiempo que negó el presunto rechazo del kirchnerismo a las inversiones, como lo probarían Cerro Vanguardia en Santa Cruz y otros emprendimientos que comenzaron cuando Néstor Kirchner era gobernador, o el desempeño de Chevron desde la presidencia de Cristina Fernández. Y concluyó: “Ésta es la disputa, ésta es la discusión que tenemos por delante: un gobernante que quiere destruir el Estado que comanda, y al mismo tiempo permitir que el extractivismo avance en Argentina y nadie lo controle. Es urgente porque cuando querramos revertir estas situaciones vamos a tener que ir al Ciadi y nos van a romper al medio.”
O sea que por estos días parece claro una vez más que la Argentina enfrenta la necesidad, dada la desinversión de larga data y la consecuente profundización del subdesarrollo, de promover el arribo de inversiones extranjeras o, dicho con más precisión, de encarar las concesiones al capital extranjero necesarias. Pero el problema sigue siendo cuáles, en qué condiciones y, sobre todo, para qué, en el marco de qué programa. Abundan los ejemplos al respecto, y para no abandonar la intención del presente artículo, que no es otra que homenajear a un gran militante, intelectual y periodista argentino, habrá que comenzar con un ejemplo cercano y propio, para después abordar otro más lejano en el tiempo y en el espacio, hasta llegar al destino de una biblioteca.
Como bien señaló Guido Aschieri en la 20º edición de ¿Y ahora qué?, Perón entendió que esa necesidad daba cuenta de sus problemas de fondo, y “su forma de resolverla consistió en buscar la asistencia de los norteamericanos para el financiamiento de inversiones en la siderurgia, la industria petroquímica, y la producción de petróleo, que adquirieron forma en los proyectos de SOMISA y los contratos con la Standard Oil”. Y agrega Aschieri: “El enrarecido clima político y la incapacidad de Perón para entenderse con la oposición retrasaron ambos. Finalmente, se concretaron en los años siguientes cuando se logró mantener un frente homogéneo para impulsar el desarrollo argentino en oposición a las reticencias de la reacción anti-peronista.”
Un tal Lenin
El segundo ejemplo, más lejano en el tiempo y en el espacio, lo aporta Vladimir Illích Uliánov, Lenin, quien fuera el principal dirigente de la revolución rusa de Octubre de 1917 y presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, coronando su carrera en 1922 al asumir el máximo cargo de la URSS. Es curioso, porque así como el presidente Milei convoca a las inversiones extranjeras otorgándoles concesiones extraordinarias, Lenin hizo lo mismo; ergo, así como Milei acusa a todo el mundo de comunista, y no habiendo dudas respecto del pensamiento de Lenin, podría deducirse que en cierto modo también él es comunista. Aunque cuesta creerlo, sobre todo porque en una reciente entrevista con el portal de Estados Unidos Free Press se definió como “el topo dentro del Estado, yo soy el que destruye el Estado desde adentro”. Y prosiguió: “Es como estar infiltrado en las filas enemigas, la reforma del Estado la tiene que hacer alguien que odie el Estado y yo odio tanto al Estado que estoy dispuesto a soportar todo este tipo de mentiras, calumnias, injurias, tanto sobre mi persona como mis seres más queridos, que son mi hermana y mis perros y mis padres con tal de destruir al Estado.” Esa es la diferencia: la convocatoria de Milei al capital extranjero responde a una decisión destructiva respecto de la máxima instancia política de la comunidad nacional; en su momento la de Lenin, partiendo de una situación de veras crítica, casi desesperante, respondió a una decisión de superar el Estado preexistente y construir en su lugar un Estado obrero, tarea infinitamente más difícil. Y es así como Lenin, apenas firmada la paz de Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918, escribió que ésta había salvado a la revolución, y algo más: “Todas las posibilidades de la construcción socialista dependen de que durante un determinado período de transición, logremos defender nuestra independencia económica interior pagando cierto tributo al capital extranjero.”
Así comienza el prólogo a un libro imprescindible para los interesados en el tema, titulado Lenin y las concesiones al capital extranjero (Editorial Jorge Álvarez S.A., 1968) que contiene la exhaustiva y minuciosa recopilación realizada por Juan José Real de todos los documentos e intervenciones en los que Lenin abordó la cuestión. En mayo de 1918 el líder revolucionario inspiró, como bien evoca Real, una declaración del primer Congreso Panruso de los Consejos de la Economía Nacional, donde se aseguraba que el comercio exterior soviético sería deficitario “por largos años, y que el nuevo Estado tendría que procurarse los recursos indispensables para el desarrollo de la producción sólo por medio de empréstitos o créditos extranjeros; y que tales créditos o empréstitos podían ser obtenidos a través de concesiones, las cuales permitirían la instalación de nuevas empresas para el desarrollo sistemático y planificado de los recursos nacionales inexplotados”. Consecuentemente los revolucionarios comenzaron las negociaciones con los Estados Unidos, frustradas por el desembarco norteamericano en Vladivostok en octubre de 1918, y los sondeos con Alemania, pese a la resistencia de dirigentes como Nikolai I. Bujarin, para quien “entre la República Soviética y el capital internacional no puede existir ninguna forma de coexistencia pacífica”. O sea que las cosas no fueron sencillas para Lenin, presionado por la izquierda y la derecha de su propio partido, pero la revolución en Alemania y la abdicación del káiser Guillermo II renovaron las expectativas respecto de una alianza entre la Rusia campesina y la Alemania industrial, hasta que los jefes socialdemócratas en el poder ahogaron en sangre a la revolución; Liebnekt y Rosa Luxemburgo fueron asesinados.
Detectar los cambios
Comenzó el desembarco, pero no de inversiones sino de tropas (extranjeras): las francesas en Arkangel, las inglesas en Murmansk, las japonesas y norteamericanas en Vladivostok, mientras se producían levantamientos y sublevaciones en varias regiones y los diplomáticos soviéticos eran expulsados de los principales destinos europeos. Sin embargo, pese al cuadro desolador las negociaciones prosiguieron y, como apunta Juan José Real, “en medio del aislamiento diplomático y el bloqueo económico, los bolcheviques demostraron su extraordinaria capacidad de detectar los cambios que se producían en el bloque capitalista, advirtiendo en ellos, como diría luego Lenin, las necesidades históricas que exigían el restablecimiento del mercado mundial”.
Son muchísimas las intervenciones de Lenin ratificando una línea política que habilitaría la continuidad de la revolución y la imprescindible expansión de su base material. Real escribe que el 4 de febrero de 1919 se discutió en el Consejo de Comisarios del Pueblo el otorgamiento de una concesión para la construcción del tren llamado Gran Camino del Norte, y que el líder revolucionario dijo entonces: “Paso ahora a las cuestiones que han sido planteadas en términos claros, ante todo a la que se refiere a las concesiones en general, y en particular a la del Gran Camino del Norte. Se dice que esto equivale a entregar a las aves de rapiña la riqueza del pueblo para que la expolien… A esto contesto que el problema aquí planteado tiene una importante relación con los especialistas burgueses y con el problema del imperialismo mundial. ¿Podemos aplastar a éste ahora mismo?… ¿Acaso podríamos desencadenar, sin aguardar a más, una guerra ofensiva contra el imperialismo mundial? Claro está que no… No estamos todavía en condiciones de construir ferrocarriles a gran escala, y Dios quiera que podamos reparar los que tenemos… Y en estas condiciones, decimos que vale más pagar el tributo a los capitalistas extranjeros y que se construyan ferrocarriles.”
La deuda
El prólogo de Juan José Real es una sabia guía de lectura de la frondosa colección de textos debidos a Lenin que completan el libro, y abunda en referencias que no perdieron actualidad. Por ejemplo, se lee allí que el nuevo poder revolucionario había desconocido las deudas contraídas por el zarismo (como en su momento se pensó posible que lo hiciera la Argentina respecto del endeudamiento irregular contraído por el gobierno de Macri con el FMI) quedando la URSS marginada de los mercados financieros internacionales. Pero entonces el ministro soviético de Asuntos Exteriores, Gueorgui Chicherin, en una nota corregida por Lenin se dirigió a las potencias occidentales y dijo inicialmente que “ningún pueblo está obligado a pagar el costo de las cadenas que ha soportado por siglos”, y que el gobierno soviético estaba “abriendo a la iniciativa y a los capitales privados una posibilidad de colaborar con el poder de los obreros y campesinos en la explotación de las riquezas naturales de Rusia”. O sea, a la iniciativa y los capitales privados quedaba abierta la posibilidad de colaborar, pero siempre supeditados a la política.
En periodos revolucionarios el tiempo se concentra y se acelera, de modo que pasan a la vez muchas cosas destinadas a implicarse y modificarse mutuamente, y lo que hoy apunta a la explotación de las riquezas naturales puede, en poco más de un año, involucrar concesiones en fábricas existentes, en producción de energía eléctrica o en explotación de petróleo. Escribe Real: “El último discurso de Lenin fue el que pronunció el 20 de noviembre de 1922, en una reunión del soviet de Moscú. Allí volvió sobre el tema de las concesiones, aludiendo específicamente a la de Urquhart: «Todavía queda bastante distancia por recorrer hasta concertar varios acuerdos sobre concesiones, y establecer de este modo relaciones firmes e inconmovibles –desde el punto de vista de la sociedad burguesa–, pero ya vemos que nos aproximamos, que casi hemos llegado, pero no del todo aún. Hay que comprenderlo, camaradas, para no engreírse. Estamos muy lejos de haber alcanzado plenamente lo que nos hará fuertes, independientes, seguros y serenos ante cualquier clase de transacción con los capitalistas; seguros de que por difícil que sea concertar un acuerdo, lo haremos, de que penetraremos en su esencia y lo llevaremos a la práctica».” Entonces Real destaca que esa línea, que comenzó a difundir Lenin en 1918, tuvo vigencia y duró una década, hasta que “la clausuró el viraje de 1928, viraje izquierdista en orden interno y en orden internacional, con la anulación, en los hechos, de la política de frente único y de frente nacional”. Pero del análisis resulta claro que “ya se trate de la construcción del socialismo en los países que se rigen por este sistema –prosigue Real–, ya se trate de la construcción de economías independientes en los países recientemente liberados o de los que se agrupan dentro del concepto de subdesarrollados, el tema de la colaboración del capital extranjero tiene siempre actualidad”. Para Real, el punto de partida que se exige para admitir la legitimidad y la necesidad del aporte de capital foráneo es siempre el mismo, a saber, “el carácter o contenido de clase del gobierno de que se trate”. Y para ratificar aún más el aserto cita al líder comunista yugoslavo Edvard Kardelj, quien en coincidencia general con el pensamiento de Lenin, escribió: “En último término, el quid de la cuestión consiste en saber cuál es la función del capital introducido en la economía nacional de un país; si contribuye al desarrollo de las fuerzas de producción internas, o si representa el papel de expoliador de estas fuerzas en interés de la exportación de las superganancias, que van a parar a los bolsillos de los propietarios del capital extranjero…”
Rigi, no
Ahora bien, a modo de conclusión provisoria y para comenzar a homenajearlo, corresponde adelantar la presunción de que Juan José Real repudiaría al RIGI, pero no por su letra sino por su espíritu, derivado de la composición de clase del gobierno que lo formuló y lo impulsa. Y como esa presunción también es parte del homenaje, corresponde iluminar al autor y compilador de los textos de Lenin, pero releyendo el prólogo a otro de sus libros, Treinta años de historia argentina (1962), en el cual se presenta: “Mi padre fue peón de estancia; mi madre servía con una familia de estancieros tradicionales. A comienzos de este siglo vinieron a la ciudad, donde mi padre se transformó en obrero ferroviario. Él aspiraba a que todos sus hijos estudiaran, pero no fue posible. Todos comenzamos a trabajar desde niños. A los nueve años fui lavacopas en un almacén.”
Poco después ingresó “en el ferrocarril”, continúa Real, y evoca con inocultable orgullo que “a los trece, ya ayudaba a atender la biblioteca de la seccional de la Unión Ferroviaria; allí, más que leer, devoré libros, ansioso de llenar el vacío que dejara mi escasa asistencia a la escuela primaria”. Por el camino de la frecuentación entusiasta de la literatura “social” desembocó en el movimiento obrero revolucionario, arrancando la militancia con un breve pasaje por el Partido Socialista, seguido sin solución de continuidad por su afiliación a la Federación Juvenil Comunista. Y escribe: “Entregué mi vida a la causa del comunismo con la decisión y el entusiasmo de los veinte años. El comunismo fue mi escuela, una gran escuela. De mi paso por el Partido Comunista no hallo nada de qué arrepentirme, como no sea de mis errores.”
Desde siempre conocido por su nome de guerre, “Máximo”, Juan José Real fue un miembro conspicuo del Partido Comunista que llegó a ocupar el cargo de secretario general, antes de su expulsión en 1953. Suceso extraordinario este último, porque si pocos podían acreditar el acceso a cargos de conducción en un partido no propenso a renovar su cúpula con moderada regularidad, eran menos aun los que podían acreditar una solidaridad en extremo consecuente con “la línea” partidaria, que era resultante de una compleja dialéctica con el “sistema socialista mundial”. A raíz del despliegue de “la línea” Máximo participó, por ejemplo, de las Brigadas Internacionales durante toda la Guerra Civil en España (donde se llamó “Comandante Miranda”) y estuvo confinado en un campo de refugiados en Argelia. O sea que Máximo, que parece un personaje extraído de alguna novela de Malraux, como La esperanza o La condición humana, fue un hombre de acción que logró merced a sus intensas lecturas de adolescente que aquélla se convirtiera en acción revolucionaria. Fue violento, duro, ortodoxo, clandestino y tenazmente disciplinado. Entró y salió de la cárcel en innumerables ocasiones, combatió con ferocidad al izquierdismo, “la enfermedad infantil del comunismo”, cada vez que la errática línea partidaria lo demandara, y ocupó un lugar preponderante no sólo en el Partido Comunista local sino también en el “sistema socialista mundial”, instancia organizativa que lo preservó entre sus miembros destacados hasta el último día de su vida.
Así fue Máximo, y así podría concluir este homenaje pero, como a todos los argentinos, a él también le sucedió el peronismo. El golpe militar del 4 de junio de 1943 desbarató la estrategia continuista conservadora y los planes de la “oposición” que pretendían aliarse a una suerte de versión preliminar de la Unión Democrática. Las fuerzas “democráticas” lideradas por la Unión Cívica Radical, a las cuales el Partido Comunista había sumado sus mejores cuadros, deberían aguardar otra oportunidad, pero Máximo ya estaba preso desde comienzos de 1943 y seguiría entre rejas hasta agosto de 1945. Desde la cárcel, como un Gramsci rioplatense, percibió con creciente claridad que los hechos históricos daban lecciones de marxismo (de lo contrario no serían hechos históricos, lógicamente) pero que los marxistas locales insistían en permanecer afuera de las aulas.
En ese punto arrancó el periplo que terminaría con su expulsión del Partido Comunista en 1953, acusado de liderar un peligrosísimo “brote de nacionalismo burgués” en el seno de aquella autoproclamada vanguardia de la clase trabajadora. La percepción carcelaria de Real –carcelaria, en efecto, para honrar con un adjetivo su derivación de la imagen invertida de la sociedad, a su vez sólo visible desde una celda, como diría Foucault–, y la toma de conciencia de que el golpe del ’43 no era una réplica del golpe de 1930 porque sus políticas restauraban algo sustantivo del yrigoyenismo entonces derrocado, no se compadecía con las apreciaciones al respecto que planteaban rutinariamente sus camaradas. Real dilucidó que se asistía, más allá de la forma que adoptara, a la irrupción del Movimiento Nacional, primero con la conducción de un grupo de oficiales que se alzó con el poder e inspiraba, cuando aún estaba en curso la Segunda Guerra Mundial, cualquier cosa menos confianza, y luego bajo el liderazgo del presidente Juan Domingo Perón.
Máximo fue un político profesional tanto a nivel local como en la instancia organizativa internacional, motivo por el cual la militancia para él se había convertido no sólo en su modo sino también en su medio de vida. Cuando visualizó la irrupción del Movimiento Nacional liderado por Perón dedujo que hacía al interés objetivo de la clase obrera su participación en la alianza de clases y sectores para sentar en esa etapa las bases materiales de la Nación; así lo planteó en el Partido Comunista, autoproclamado vanguardia de los trabajadores y proveedor por lo tanto de las condiciones subjetivas para su victoria, para que actuara en consecuencia. Pero la propuesta fue desoída porque según los dirigentes partidarios no habría llegado siquiera el momento para discutirla, y dada la insistencia de Máximo, que continuó difundiéndola sin el menor cálculo ni oportunismo, finalmente condujo a su expulsión en 1953.
Máximo quedó en la calle, aprendió un oficio –se hizo linotipista–, y compartió, inmediatamente después, las penurias de las masas a raíz del golpe militar de 1955. Con Perón en el exilio la resistencia y rearticulación del Movimiento Nacional asumió formas originales, y al tiempo que Real profundizaba sus estudios de filosofía, historia y ciencias sociales, Arturo Frondizi provocaba la ruptura de la Unión Cívica Radical y Rogelio Frigerio, desde la revista Qué, con el concurso de Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche y José María Rivera, entre otros destacados colaboradores, promovía los lineamientos programáticos del nuevo frente nacional. Máximo colaboró activamente, superado todo prejuicio ideológico, con el núcleo dirigido por Frigerio, sobre todo a partir de que Frondizi asumiera la Presidencia en 1958. Eran tiempos de odios irreconciliables, de planteos militares constantes, de recelos y violencia, por lo que fue aconsejable que Juan José Real operara en un discretísimo segundo plano, casi desde la clandestinidad. Y para concluir este breve homenaje, casi como nota al pie, habrá que agregar que Máximo escribió libros y ejerció el periodismo utilizando varios seudónimos, siendo el más conocido quizás el de “Pablo Ibarra”, al tiempo que dictaba cursos de marxismo para grupos de estudio con vocación nacional.
Que sirvan estas líneas para comparar un ejemplo de militancia política con gran parte de la militancia actual. Para difundir banalidades luminosas, como el destino de su biblioteca, donada a la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, donde ocupa una sala en la biblioteca general que todavía está en la sede de Marcelo T. de Alvear al 2200, una sala que lleva su nombre. Y que sirvan, también, como mero recordatorio en momentos difíciles como los que toca superar en la Argentina: por más que la ultraderecha parezca ganadora, siempre lo real se hace Real y a la inversa, y simultáneamente, lo Real se realiza.