La meta de Milei (pero no sólo) es una Argentina mano de obra intensiva. Sin embargo, una meta basada en lo capital intensivo asegura un ritmo más veloz de desarrollo.
“El diseño del régimen de promoción a las nuevas actividades (RIGI), aún después de las correcciones beneficiosas que introdujo el Congreso, permite que la mayor parte de los dólares generados por las actividades emergentes se mantenga fuera del sistema financiero argentino, internalizando solo los necesarios para pagar los impuestos deliberadamente rebajados y para pagar la masa salarial, bastante flaca porque ese es un rasgo de la tecnología de producción de materias primas mineras y petroleras”. El comentario pertenece al economista e historiador Pablo Gerchunoff, y fue volcado en una reciente columna de opinión aparecida en un matutino porteño.
Lo de los cien pájaros de dólares volando de la RIGI no necesita ser destacado. Las consecuencias de la inopia que conlleva en un país necesitado de dólares -a causa del pasivo externo soberano- se explican por sí mismas. Pero lo de “para pagar la masa salarial, bastante flaca porque ese es un rasgo de la tecnología de producción de materias primas mineras y petroleras”, merece algunas observaciones y no únicamente porque es señalado a derecha e izquierda del espectro político. Más que nada, por lo que trae abajo del poncho.
La curiosa coincidencia de las antípodas del posicionamiento político va más allá del dato de la realidad que indica que –efectivamente- son actividades que crean pocos puestos de trabajo, (en jerga se dice que son capital-intensiva). Se engarza esa mirada común –más curioso aún- en lo que se postula como técnicas a elegir para reabsorber el desempleo, cuando éste empieza a cundir y amenaza a convertirse en endémico, como en las circunstancias libertarias actuales. Son las llamadas técnicas mano de obra intensivas, las que -al ser puestas a producir- crearían el suficiente empleo para que nadie se quede sin su correspondiente trabajo.
Esto es para no perderlo de vista porque los libertarios son firmes partidarios de la religión mano de obra intensiva, aunque por el momento se hayan mantenido silentes sobre el tema. Esa idea de mano de obra intensiva es la que está detrás y justifica como lo mejor que se puede hacer por el desarrollo. Es una idea señera de su postula sobre el desarrollo.
Conceptualizan que los problemas del sector externo que enfrenta la Argentina son causados por los ecos históricos del populismo peronista, que llevó a un nivel insostenible los salarios porque los dólares que generan las exportaciones se los mastica la angurria de las importaciones.
Esos salarios caros encima –apostrofan los libertarios- hacen importar máquinas para sustituirlos y vuelven la producción argentina más onerosa e inexportable. Lo eficiente sería producir con técnicas mano de obra intensiva que por la baratura de los salarios tornen completamente exportable por competitiva la producción nacional. No es que le falte a este relato el tradicional colofón de “y colorín colorado” sino que el insufrible cuento está lejos de haber terminado.
Dar el ejemplo
Un ejemplo hipotético para aportar claridad a lo que se trae la alternativa mano de obra intensiva versus capital intensiva –de paso- da pie para resaltar diferentes aspectos de la encrucijada, incluso para otear cuanto de cierto y cuanto de mito hay en la potencial elección que debe hacer la sociedad a través de los mecanismos políticos.
Supongamos un país que tiene una fuerza de trabajo o población económicamente activa (PEA: habitantes entre 18 y 65 años, aunque el INDEC la toma desde los 10 años en adelante) de 30 millones de seres humanos. Aceptemos en aras de este ejemplo que con las preconizadas técnicas ligeras o mano de obra intensiva, logramos poner a trabajar en el hipotético país 15 millones de personas (50% de la población activa) actualmente desempleadas, oficiales o «encubiertas», sin que le cueste a la economía del hipotético país ni un centavo más de lo que actualmente le cuesta su mantención. EL PIB per capita de este país hipotético tan pobre es de 1500 dólares anuales.
Es menester que se haga también abstracción del desempleo y el subempleo residuales que siempre subsiste por las mismas causas que en las economías desarrolladas (sobran soldadores, faltan pintores), y supongamos que por las técnicas mano de obra intensiva el hipotético país alcanzó el pleno empleo al cien por ciento. El resultado final de esta situación fantástica sería que el hipotético país tendría un PIB per cápita de 300 dólares ± en lugar de los ± 150 actuales.
Aunque continúa siendo un país subdesarrollado, empero un tanto más alejado dentro de esta categoría, los medios de comunicación –en esta situación imaginaria- lo ponen en primera plana y destacan que cruzó la barrera de los 55 países catalogados por las Naciones Unidas en la última sub-categoría de «países menos desarrollados», los considerados por debajo de la línea de pobreza absoluta. También estaría lejos de alcanzar a otros pobres pero no tanto, y le quedaría pendiente algo así como de recorrer un camino de quince veces para alcanzar al menos desarrollado de los países desarrollados.
Pero si ese hipotético país hubiera puesto sólo el 10% de su población activa a trabajar en condiciones técnicas norteamericanas o suecas y dejar el 90% restante en la inactividad total, se produciría, por contra, suficientes bienes para distribuir entre sí dos veces más de lo que podía darles poniendo a todos trabajar en condiciones tan excepcionalmente favorables como las que fueron imaginadas antes. Claro que habría que pagar planes, para gran y patético disgusto de las almas bellas. Esto significa organizar racionalmente desde el estado la manutención de los desempleados, lo que mantiene en buena saluda al sistema.
La elección
«El objetivo del crecimiento del empleo per se no puede configurar un objetivo económico (…) Desde el punto de vista económico, más puestos de trabajo sólo tiene sentido si significa más producto y un estándar de vida más elevado [de lo contrario] es hacer virtud de la ineficacia (…) El principio que, sin duda, debe determinar la elección a tomar entre las diferentes técnicas […] es el principio de la economía del trabajo», escribe bien a propósito el economista francés Charles Bettelheim. Si este ataque de sentido común es desatendido se cae en ideas ridículas como –digamos a modo de contraste- propugnar que resulte preferible tener 20 personas ocupando puestos de empleo de 500.000 pesos que tener un trabajador que usa un equipo de 10 millones de pesos, aunque este último produzca más que los primeros.
La política económica debe alentar a usar más capital. Las técnicas ahorradoras de capital deberían ser rechazadas, aunque solo sea porque implican el mantenimiento de salarios en niveles bajos, sinónimo de reproducción sin crecimiento. Una técnica que ahorra capital podría, en ciertos casos, aumentar la producción inmediata, la reducción en la productividad del trabajo que conlleva esta técnica, a largo plazo puede disminuir la capacidad de inversión y, por tanto, dificultar el crecimiento. Además, si las técnicas usadoras de capital pueden, a una cierta participación de los salarios en el reparto del producto (como se dice en jerga: a cierta tasa de salarios), disminuir la rentabilidad privada, aun así son preferibles porque aumentan la producción social a cualquier tasa salarial.
Naturalmente, esto implica que el capital es, entre países, lo suficientemente móvil como para ser considerado como ilimitado para cualquier proyecto en particular en cualquier país anfitrión. Es este caso el que refuta la ilusión reaccionaria de que los capitales van hacia donde hay menos salarios. No es así, van donde hay ventas. Y cuando hay altos salarios hay altas ventas. Claro que la excepción es el dudoso Paraíso al que nos quieren llevar de la factoría de bajos salarios. Las ventas están en los países centrales. O estaban, porque la legitimidad política de la derecha dura es el mercado interno. La desglobalización es difícil que la izquierda la refute.
Las dificultades del caso
No hace falta decir que la comparación de las dos tipos de crecimiento en el ejemplo del hipotético país, no da para subestimar las dificultades y la lentitud del proceso de absorción del subempleo. Pero la asimetría no es en términos de tiempo; es en términos de la riqueza producida. El hipotético país bien puede disponer siglos para lograr el pleno empleo. Si las técnicas siguen siendo mano de obra intensiva, la distancia que la separa de los países desarrollados no se reducirá significativamente. Por contra, la fase de crecimiento intensivo bien puede ser más corta. Al menos será la única que contará realmente en el camino al mayor bienestar material. La opción estratégica libertaria nos condena al fondo del tarro.
Pero con todo, ninguna opción de la situación de partida con fuerte desempleo puede razonablemente ser superada sino es más que en función de las restricciones y de los parámetros de la segunda. Sin embargo, ninguno de los que preconizan las técnicas ligeras o «intermedias» –entre ellos, el gobierno libertario- , durante esta primera etapa, se preocupa por la cuestión de cómo, cuando llegue el momento, se las deja a un lado para pasar a las técnicas de punta requeridas por la segunda.
Esta eventualidad tiene dos facetas. La primera, es que cualquier «viscosidad» en la conmutación posterior de las técnicas es susceptible de compensar en exceso por sus efectos negativos las ventajas efímeras -asumiendo que existen y en los raros casos en los que puedan existir- de una técnica intensiva en trabajo. El segundo es el peligro de ver en los bajos salarios, no sólo el determinante de la técnica en un sector estipulado, sino también, hacer aparecer a éste sector como una especialización óptima en la división internacional del trabajo, aunque no disfrute de ninguna ventaja comparativa verdadera y que las pseudo- ventajas institucionales en que se basa son en sí mismas transitorias.
Este sector no puede entonces sobrevivir ante la competencia extranjera sino es por sus salarios «anormales», en tanto que el objetivo de su implantación debería haber sido es el de contribuir a crear las condiciones para su normalización. La segunda contradicción es más importante que la primera en la medida en que la conmutación de los sectores es considerablemente más difícil que la conmutación de las técnicas. Es todavía más, si el sector considerado se encuentra por fuera del proceso de sustitución de importaciones y trabaja, total o parcialmente, para la exportación. Es el caso de la minería y de “la tecnología de producción de materias primas mineras y petroleras”, como señaló Gerchunoff.
La ley del deseo
El ejemplo del imaginado hipotético país da elementos para encontrar respuestas cabales y concretas respecto de la realidad actual argentina, a las preguntas de si es mano de obra intensiva, un determinado sector ¿es deseable?; si es capital intensivo, ¿no lo es? La elección entre sectores más o menos tecnificados, no es lo mismo que la elección entre los más y menos tecnificados en un sector dado. La misma diferenciación de los sectores en “capital intensivo” y “trabajo intensivo”, se desvanece en la medida que existe un número indefinido de técnicas posibles en el interior de cada sector.
Hasta el momento las actividades “extractivas” se las maldijo por sus efectos en el medio ambiente. Ahora, parece que se le suma la denuncia de que crean poco empleo. Si lo primero es completamente manejable con una adecuada política ambiental, que no convence ni medio a los que ven a las montañas sólo como un paisaje a contemplar del que solo es recomendable extraer buenas sensaciones espirituales, pero nada que –efectivamente- deje atrás la pobreza; lo segundo si no se toma nota de la falsa escuadra en que está asentado, lleva agua al molino del estatuto del subdesarrollo. La pobreza no es ecológicamente sustentable. Con las actividades “extractivas” se pone una condición necesaria –pero en absoluto suficiente- para derrotar a la pobreza. La malaria humana es por definición ecológicamente insustentable.
Buena parte de los que están en la vereda de enfrente del país oficial libertario, interpretan que la sociedad está atravesando un periodo de derechización que pinta para largo. Se encojen de hombros y su sentir conservador popular de la política –que es lo que en verdad los lleva a abrazar ese diagnóstico, que les viene bárbaro para justificar su lamentable comportamiento- los deposita en seguidismo sin mayores atenuantes. No es muy probable que el cinismo anti–extractivista continúe si agarran la manija, pero no es descartable alguna que otra quemazón por jugar con fuego.
Ideas tormentosas
El fuerte olor a mito que desprenden las situaciones descriptas no debe prejuzgar sobre la actitud política. Por casos, la falta de ideas de cómo controlar la inflación lleva a la ridiculez de denunciar a los malvados oligopolios y proponer controles de precio, tan efectivos como enfriar un helado al sol. O, en la vereda de enfrente, a culpar al aumento de la emisión de dinero de ser la causa de que el nivel de precios se soliviante, cayendo así en el más ramplón monetarismo; epitome de las doctrinas infundadas. Evidentemente tener el timón del Estado y por prejuicios ideológicos no poder cambiar el rumbo asegura el rumbo de colisión.
Las contradicciones se multiplican entre los que preconizan esa verdadera hipoteca impagable del porvenir de volver al campo –la pequeña chacra que crearía una enorme raza de agricultores retrógrados, reaccionarios e insufriblemente conservadores-, los que –a la par- suelen ser adalides de las supuestamente existentes técnicas ligeras mano de obra intensivas, lo que supone aglomerar las poblaciones en grandes urbes. Una de dos: o hay éxodo para el campo o se permanece en la ciudad. La dos a la vez, nones, imposible.
La opción estratégica libertaria que no está explicitada, de un país cuya técnicas de producción características sean mano de obra intensiva (de cuya existencia no tenemos conocimiento) independiente que para exportar procuren o no tengan alternativas a las técnicas muy pesadas en capital, no son nuevas en la tradición anti desarrollista. Hace medio siglo atrás, el ingeniero Guido Di Tella (que en los ’90 fuera casi toda la década canciller de Carlos S. Menem) proponía la necesidad de olvidarse de las grandes inversiones de capital y virar hacia técnicas mano de obra intensivas, a través de unas conferencias que tiempo después reunió en un libro publicado con el título: “La Estrategia del Desarrollo Indirecto”. Otro clásico regresa disfrazado de vanguardia.
En el país de entonces, con casi sin desempleo con 7 u 8% de pobres querer liquidar la industria pesada y postular que se dejaran de fabricar automóviles, mide el despropósito irracional de Di Tella y su propuesta de ir hacia técnicas mano de obra intensiva. Eso lo puso en marcha su amigo José Alfredo Martínez de Hoz, que lo salvó de morir del terrorismo de Estado; ese del que se “olvida” con recurrencia la vicepresidenta Victoria Villarruel.
Con los libertarios esa faceta irracional avanza silenciosa y como esas técnicas son un mito –existen en la imaginación para justificar posturas reaccionarias contra el desarrollo y no en la realidad de hacer un par de zapatos o una hogaza de pan- la historia está presta a presentar las tradicionales grandes facturas que les cobra a las sociedades que deambulan por ensoñaciones narcóticas.